Reformas estructurales en la política: ¿existen riesgos para la gobernabilidad?
El impulso transformador del Gobierno, que afecta privilegios de múltiples actores de la vida nacional, puede plantear dudas sobre la verdadera “convicción democrática” de muchos de ellos
Sergio Berensztein
El debate sobre las condiciones, los requisitos o los apoyos políticos necesarios para avanzar con la agenda de reformas que propone Javier Milei está sobre la mesa. Los principales ejes de discusión son cuatro.
El primero, el poco peso parlamentario del oficialismo (evidenciado en el debate de la “Ley de bases” en extraordinarias y en la presión de la oposición por tratar el DNU sobre desregulación). El segundo, al estilo confrontacional que despliega el Presidente, que aliena o al menos desgasta la voluntad de gobernadores y legisladores moderados dispuestos a acompañar sus iniciativas y acelera la escalada de conflictos menores y fácilmente resolubles como el de Chubut (donde hubo responsabilidades compartidas con el gobernador Torres). El tercero, la “paciencia” de la sociedad frente al enorme esfuerzo que demanda la corrección macroeconómica, que para algunos puede derivar en tensiones por el “control de la calle”. Y, finalmente, el “test de gobernabilidad” que implica este programa de transformaciones estructurales y afecta a una multiplicidad de actores económicos, políticos, sociales y corporaciones que habían logrado extraer o apropiarse de recursos públicos mediante métodos lícitos (subsidios, proteccionismo, regímenes de promoción, regulación específica) o, sobre todo, negociados en “zonas grises” o, simplemente, corrupción
Esta última cuestión, compleja y muy escasamente analizada, resulta fundamental pues remite a la lógica de la transición a la democracia relativamente exitosa de 1983 a la fecha.
En efecto, la Argentina logró conformar por primera vez en su historia un sistema político resiliente en términos de evitar crisis de régimen o deslizamientos autoritarios (al menos a nivel nacional), a pesar de atravesar muy fuertes crisis económicas (1989-90; 94-95, 2001-02; 2008-09; 2018-24). Sin embargo, nunca alcanzó un umbral satisfactorio de calidad institucional ni de transparencia en los actos de gobierno, con la notable excepción del sistema electoral, cuyos resultados curiosamente nadie pone en duda. Una hipótesis es que ambas cuestiones están causalmente relacionadas. La estabilidad política se logró no solo por la convicción de los principales actores de respetar el Estado de Derecho y consolidar el proceso democrático, que en general fue genuina, sino también por las ventajas materiales o las oportunidades de desplegar estrategias rentísticas que, al margen del costo fiscal o de competitividad, favorecían determinados intereses tanto sectoriales como individuales, conformando de este modo una masa crítica (lo que Milei caracterizó como “la casta”). Al margen de las “convicciones” y de los valores democráticos, “pertenecer” al sistema implicaba un conjunto de privilegios que fueron durante décadas tácita o explícitamente convalidados o al menos tolerados por la sociedad.
Sin embargo, la crisis terminal en la que entró fiscal y políticamente el país como resultado de los absurdos excesos de gasto y la ineficiencia del aparato estatal, que duplicó su tamaño en apenas dos décadas, generó un cambio en las preferencias subyacentes de la ciudadanía, que implicó una notable pérdida de apoyo a la oferta política tradicional y la oportunidad o el espacio para que surgieran liderazgos alternativos. Milei tuvo la capacidad de aprovecharlo, empatizando con ese electorado potencial, sobre todo los más jóvenes, y alimentando una nueva narrativa que, tal vez hipersimplificada y sin demasiados matices, se instaló en al menos parte del imaginario social, desplazando y agrietando al consenso populista que había predominado hasta entonces.
¿Alcanza este impulso transformador para construir un “nuevo orden”, en el que se combinen virtuosamente la convicción por los valores democráticos con la disciplina fiscal, la prudencia monetaria y un giro promercado en los fundamentos de una política económica mucho más preocupada por la competitividad y el crecimiento que por, al menos retóricamente, la “justicia social” y la “equidad”? ¿Derivará, tal vez como consecuencia no deseada o buscada, en una erosión aún mayor de la institucionalidad y de los principios democráticos?
El presidente Milei tuvo hasta ahora un discurso predominantemente economicista: debería compartir su visión sobre el proceso democrático, más allá de sus severas y en muchos sentidos entendibles críticas al funcionamiento del sistema precedente, fundamentalmente en términos de privilegios, tráficos de influencia y negociados espurios. Ha ciertamente enfatizado su convicción en los principios constitucionales más tradicionales, en especial en la versión alberdiana de 1853 (es conocida su crítica al principio de justicia social y el papel del Estado en garantizar un piso mínimo de equidad, como quedó expuesto en su reciente polémica con el papa Francisco), particularmente en su defensa de la propiedad privada. También, en varias oportunidades se deslizó la idea de recurrir a mecanismos plebiscitarios o de “democracia directa” para consultar a la ciudadanía sobre aspectos medulares de la agenda de reformas. Pero esto aparecía frente a la necesidad de “compensar” la debilidad política que surge de la actual correlación de fuerzas en el Congreso más que de una convicción en fomentar la participación ciudadana.
Otras propuestas, como la eliminación de las listas sábana para adoptar un sistema de circunscripciones uninominales en el plano electoral, sugieren la idea de debilitar a los partidos como instituciones básicas del sistema democrático para incentivar, en teoría, un vínculo más cercano entre representantes y representados (al margen de los riesgos de fragmentación y transfuguismo que se extrapolan de la experiencia de Brasil). Estos elementos están lejos de conformar una visión completa del sistema democrático.
Puede formularse una hipótesis, sin duda inquietante, sobre los potenciales riesgos en términos de gobernabilidad que surgirían de la actitud desafiante y del ímpetu transformador que caracteriza al presidente Milei. Si es cierto que la democracia se afianzó gracias, en parte, a los incentivos selectivos que el sistema de rentas y cuasi rentas generaba para los integrantes del sistema… ¿existe el peligro de que la “convicción democrática” de estos pueda flaquear frente a cambios estructurales que, en gran medida, implican remover esos privilegios? ¿Están dadas las condiciones para que se conforme una gran coalición contrarreformista que pretenda bloquear, o incluso revertir, la dinámica de políticas promercado que impulsa el Poder Ejecutivo?
El senador José Mayans, titular del bloque de Unión por la Patria, declaró recientemente que podrían impulsar un juicio político por insania. Si bien no hubo, al margen del dirigente agropecuario Eduardo Buzzi, voces relevantes que lo respaldaran… ¿Qué chance hay de que escale el conflicto y se precipite en una crisis política de gran envergadura?
Desde los durísimos episodios de comienzos de siglo, la Argentina fue capaz de evitar las crisis de gobernabilidad, con la parcial excepción de la del campo en 2008, la primera revuelta fiscal de nuestra historia. A diferencia de lo ocurrido en otros países de la región (Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Perú o incluso Estados Unidos), logramos esquivar situaciones dramáticas como la destitución de un presidente, atentados contra candidatos, polémicas sobre la legitimidad y transparencia del proceso electoral o grandes movilizaciones ciudadanas para tumbar a un gobierno. ¿Preservaremos esta singular dinámica política caracterizada por una estabilidad relativa y ausencia de grandes conflictos a pesar de la desoladora decadencia secular que generó una política disfuncional e incapaz de resolver los principales problemas de la ciudadanía?
El debate sobre las condiciones, los requisitos o los apoyos políticos necesarios para avanzar con la agenda de reformas que propone Javier Milei está sobre la mesa. Los principales ejes de discusión son cuatro.
El primero, el poco peso parlamentario del oficialismo (evidenciado en el debate de la “Ley de bases” en extraordinarias y en la presión de la oposición por tratar el DNU sobre desregulación). El segundo, al estilo confrontacional que despliega el Presidente, que aliena o al menos desgasta la voluntad de gobernadores y legisladores moderados dispuestos a acompañar sus iniciativas y acelera la escalada de conflictos menores y fácilmente resolubles como el de Chubut (donde hubo responsabilidades compartidas con el gobernador Torres). El tercero, la “paciencia” de la sociedad frente al enorme esfuerzo que demanda la corrección macroeconómica, que para algunos puede derivar en tensiones por el “control de la calle”. Y, finalmente, el “test de gobernabilidad” que implica este programa de transformaciones estructurales y afecta a una multiplicidad de actores económicos, políticos, sociales y corporaciones que habían logrado extraer o apropiarse de recursos públicos mediante métodos lícitos (subsidios, proteccionismo, regímenes de promoción, regulación específica) o, sobre todo, negociados en “zonas grises” o, simplemente, corrupción
Esta última cuestión, compleja y muy escasamente analizada, resulta fundamental pues remite a la lógica de la transición a la democracia relativamente exitosa de 1983 a la fecha.
En efecto, la Argentina logró conformar por primera vez en su historia un sistema político resiliente en términos de evitar crisis de régimen o deslizamientos autoritarios (al menos a nivel nacional), a pesar de atravesar muy fuertes crisis económicas (1989-90; 94-95, 2001-02; 2008-09; 2018-24). Sin embargo, nunca alcanzó un umbral satisfactorio de calidad institucional ni de transparencia en los actos de gobierno, con la notable excepción del sistema electoral, cuyos resultados curiosamente nadie pone en duda. Una hipótesis es que ambas cuestiones están causalmente relacionadas. La estabilidad política se logró no solo por la convicción de los principales actores de respetar el Estado de Derecho y consolidar el proceso democrático, que en general fue genuina, sino también por las ventajas materiales o las oportunidades de desplegar estrategias rentísticas que, al margen del costo fiscal o de competitividad, favorecían determinados intereses tanto sectoriales como individuales, conformando de este modo una masa crítica (lo que Milei caracterizó como “la casta”). Al margen de las “convicciones” y de los valores democráticos, “pertenecer” al sistema implicaba un conjunto de privilegios que fueron durante décadas tácita o explícitamente convalidados o al menos tolerados por la sociedad.
Sin embargo, la crisis terminal en la que entró fiscal y políticamente el país como resultado de los absurdos excesos de gasto y la ineficiencia del aparato estatal, que duplicó su tamaño en apenas dos décadas, generó un cambio en las preferencias subyacentes de la ciudadanía, que implicó una notable pérdida de apoyo a la oferta política tradicional y la oportunidad o el espacio para que surgieran liderazgos alternativos. Milei tuvo la capacidad de aprovecharlo, empatizando con ese electorado potencial, sobre todo los más jóvenes, y alimentando una nueva narrativa que, tal vez hipersimplificada y sin demasiados matices, se instaló en al menos parte del imaginario social, desplazando y agrietando al consenso populista que había predominado hasta entonces.
¿Alcanza este impulso transformador para construir un “nuevo orden”, en el que se combinen virtuosamente la convicción por los valores democráticos con la disciplina fiscal, la prudencia monetaria y un giro promercado en los fundamentos de una política económica mucho más preocupada por la competitividad y el crecimiento que por, al menos retóricamente, la “justicia social” y la “equidad”? ¿Derivará, tal vez como consecuencia no deseada o buscada, en una erosión aún mayor de la institucionalidad y de los principios democráticos?
El presidente Milei tuvo hasta ahora un discurso predominantemente economicista: debería compartir su visión sobre el proceso democrático, más allá de sus severas y en muchos sentidos entendibles críticas al funcionamiento del sistema precedente, fundamentalmente en términos de privilegios, tráficos de influencia y negociados espurios. Ha ciertamente enfatizado su convicción en los principios constitucionales más tradicionales, en especial en la versión alberdiana de 1853 (es conocida su crítica al principio de justicia social y el papel del Estado en garantizar un piso mínimo de equidad, como quedó expuesto en su reciente polémica con el papa Francisco), particularmente en su defensa de la propiedad privada. También, en varias oportunidades se deslizó la idea de recurrir a mecanismos plebiscitarios o de “democracia directa” para consultar a la ciudadanía sobre aspectos medulares de la agenda de reformas. Pero esto aparecía frente a la necesidad de “compensar” la debilidad política que surge de la actual correlación de fuerzas en el Congreso más que de una convicción en fomentar la participación ciudadana.
Otras propuestas, como la eliminación de las listas sábana para adoptar un sistema de circunscripciones uninominales en el plano electoral, sugieren la idea de debilitar a los partidos como instituciones básicas del sistema democrático para incentivar, en teoría, un vínculo más cercano entre representantes y representados (al margen de los riesgos de fragmentación y transfuguismo que se extrapolan de la experiencia de Brasil). Estos elementos están lejos de conformar una visión completa del sistema democrático.
Puede formularse una hipótesis, sin duda inquietante, sobre los potenciales riesgos en términos de gobernabilidad que surgirían de la actitud desafiante y del ímpetu transformador que caracteriza al presidente Milei. Si es cierto que la democracia se afianzó gracias, en parte, a los incentivos selectivos que el sistema de rentas y cuasi rentas generaba para los integrantes del sistema… ¿existe el peligro de que la “convicción democrática” de estos pueda flaquear frente a cambios estructurales que, en gran medida, implican remover esos privilegios? ¿Están dadas las condiciones para que se conforme una gran coalición contrarreformista que pretenda bloquear, o incluso revertir, la dinámica de políticas promercado que impulsa el Poder Ejecutivo?
El senador José Mayans, titular del bloque de Unión por la Patria, declaró recientemente que podrían impulsar un juicio político por insania. Si bien no hubo, al margen del dirigente agropecuario Eduardo Buzzi, voces relevantes que lo respaldaran… ¿Qué chance hay de que escale el conflicto y se precipite en una crisis política de gran envergadura?
Desde los durísimos episodios de comienzos de siglo, la Argentina fue capaz de evitar las crisis de gobernabilidad, con la parcial excepción de la del campo en 2008, la primera revuelta fiscal de nuestra historia. A diferencia de lo ocurrido en otros países de la región (Brasil, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, Paraguay, Perú o incluso Estados Unidos), logramos esquivar situaciones dramáticas como la destitución de un presidente, atentados contra candidatos, polémicas sobre la legitimidad y transparencia del proceso electoral o grandes movilizaciones ciudadanas para tumbar a un gobierno. ¿Preservaremos esta singular dinámica política caracterizada por una estabilidad relativa y ausencia de grandes conflictos a pesar de la desoladora decadencia secular que generó una política disfuncional e incapaz de resolver los principales problemas de la ciudadanía?
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.