El mundo paralelo de Lorrie Moore
Cada vez que Lorrie Moore recibía en su casa un paquete de libros encontraba, invariablemente, una tarjeta de Robert Silvers, editor de The New York Review of Books -donde la escritora publicaba reseñas literarias-, con una amable invitación: See what can be done. A ver qué se puede hacer (Eterna Cadencia) terminó siendo el título del volumen en el que la autora reunió su prosa de prensa, también a modo de homenaje a quien fue su jefe periodístico, fallecido en 2017.
"La mayor parte de los artículos de este libro son lo que pudo hacerse, al menos lo que pude hacer yo, cuando me metí de lleno a observar lo que los otros pudieron hacer: respuestas culturales a respuestas culturales", escribe Moore en la introducción. Lo que sigue es una colección de nombres ilustres tamizados por la agudeza implacable (a veces socarrona) de Lorrie: Kurt Vonnegut, Anaïs Nin, John Cheever, Don DeLillo, Margaret Atwood, Amos Oz, Joyce Carol Oates; pero también Marilyn Monroe, las elecciones presidenciales de su país, el affaire Lewinsky, las figuras de Barack Obama y Hillary Clinton. Sin embargo, más allá del modo inteligente en que Moore ilumina la obra ajena (una novela de Nora Ephron la lleva a preguntarse: "¿Qué puede expurgar el arte?, ¿qué transformará necesariamente en sentimientos?, ¿de qué nunca rescatará a nadie?
La narrativa de Ephron parece no ser clara en cuanto a si el relato de las propias heridas es exorcismo, venganza o masoquismo"), interesan sus reflexiones sobre la escritura, sobre lo que en ella importa y lo que supuestamente importa menos, como, precisamente, las piezas que un escritor produce para diarios y revistas con el fin de procurarse alguna módica entrada de dinero.
Al cabo de dos décadas de crear ficciones, Moore se dio cuenta de que había alumbrado un mundo paralelo: "Una vida secreta de pequeñas prosas sobre misceláneas". Esas formas breves valían un libro; sobre todo porque Lorrie llegó a una conclusión que les amarga el dulce a los mandarines de la cultura: "Un escritor de ficción que hace una reseña lleva adelante una tarea esencial. Muy pocos artistas reseñan el trabajo de sus compañeros escultores, o pintores, o bailarines, y la conversación termina quedando en manos de personas que no practican el arte en cuestión. [?] La crítica puede ser un campo exclusivo, pero ese aspecto suele ser mortificante para el artista, especialmente cuando se siente incomprendido y recuerda que los críticos nunca han intentado y mucho menos realizado el trabajo creativo que los mismos críticos se sienten envalentonados a evaluar".
Esa premisa marcó su aproximación al trabajo de los otros: daría la opinión de una realizadora, sin coartada teórica. A veces la intimidaba la erudición de los especialistas, muchos de ellos, compañeros de página en The New York Review of Books, pero no se apartó de su propósito: "Comprender qué sentimientos contenía la obra, qué le hacía sentir al lector, qué decía sobre nuestro mundo y nuestras vidas y sobre los sentimientos que valoramos". Y rompió tabúes: "Con frecuencia, el uso de la primera persona no es arrogante, sino humilde, matizado y más preciso. No es obligación escribir siempre en la acreditada voz en tercera persona de Dios: si fallas en sonar como Dios (y seguramente fallarás), puedes terminar sonando como la solapa de un libro".
Quizá lo que mejor resuma su actitud al examinar la tarea de sus colegas sean las virtudes que atribuye a Silvers, su editor: sensibilidad, entusiasmo, apertura estética e intelectual. Una forma buena de la curiosidad que Moore define como "disposición ante prácticamente cualquier tipo de reseña cultural: meditaciones sobre política regional, informes sobre cualquier tipo de libro, serie de televisión, película o evento. La disposición es una hermosa cualidad en una persona". Vale, claro, mucho más allá de todo texto.
V. CH.
Al cabo de dos décadas de crear ficciones, Moore se dio cuenta de que había alumbrado un mundo paralelo: "Una vida secreta de pequeñas prosas sobre misceláneas". Esas formas breves valían un libro; sobre todo porque Lorrie llegó a una conclusión que les amarga el dulce a los mandarines de la cultura: "Un escritor de ficción que hace una reseña lleva adelante una tarea esencial. Muy pocos artistas reseñan el trabajo de sus compañeros escultores, o pintores, o bailarines, y la conversación termina quedando en manos de personas que no practican el arte en cuestión. [?] La crítica puede ser un campo exclusivo, pero ese aspecto suele ser mortificante para el artista, especialmente cuando se siente incomprendido y recuerda que los críticos nunca han intentado y mucho menos realizado el trabajo creativo que los mismos críticos se sienten envalentonados a evaluar".
Esa premisa marcó su aproximación al trabajo de los otros: daría la opinión de una realizadora, sin coartada teórica. A veces la intimidaba la erudición de los especialistas, muchos de ellos, compañeros de página en The New York Review of Books, pero no se apartó de su propósito: "Comprender qué sentimientos contenía la obra, qué le hacía sentir al lector, qué decía sobre nuestro mundo y nuestras vidas y sobre los sentimientos que valoramos". Y rompió tabúes: "Con frecuencia, el uso de la primera persona no es arrogante, sino humilde, matizado y más preciso. No es obligación escribir siempre en la acreditada voz en tercera persona de Dios: si fallas en sonar como Dios (y seguramente fallarás), puedes terminar sonando como la solapa de un libro".
Quizá lo que mejor resuma su actitud al examinar la tarea de sus colegas sean las virtudes que atribuye a Silvers, su editor: sensibilidad, entusiasmo, apertura estética e intelectual. Una forma buena de la curiosidad que Moore define como "disposición ante prácticamente cualquier tipo de reseña cultural: meditaciones sobre política regional, informes sobre cualquier tipo de libro, serie de televisión, película o evento. La disposición es una hermosa cualidad en una persona". Vale, claro, mucho más allá de todo texto.
V. CH.
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