Entrampados otra vez en el juego imposible
La reforma judicial expone otra vez los déficits del sistema político argentino, entre una polarización rabiosa y la falta de consensos
Jorge Liotti
“Alberto,no tengo los votos. Si no te involucrás vos directamente, no la vamos a poder sacar”. Promediaba el almuerzo del martes en Olivos cuando Sergio Massa le reclamó al Presidente que hablara con Roberto Lavagna y Juan Schiaretti para que sus diputados acompañaran la reforma judicial. Ese día los tres legisladores de Consenso Federal dijeron que no votarían el proyecto, y anteayer los cuatro cordobeses los imitaron. Operación fallida.
El tigrense informó que la votación es muy compleja en la Cámara baja, lo que algunos entienden como una buena estrategia para subirse el precio si finalmente se aprueba, o para abrir el paraguas por si fracasa, hoy un escenario posible. La reforma judicial no es un tema que lo conmueva, pero entiende que es crucial para un sector de su coalición. Algunos advierten que se activó el “sensor social 2002”: cuando Lavagna y Duhalde se oponen, quiere decir que se corrió la línea del medio y están en problemas. Ya les pasó con Vicentin.
Esta tensión que se percibe en la Cámara de Diputados, en donde hay una paridad de fuerzas que seguramente forzará a una definición por no más de dos o tres votos si el proyecto llega al recinto, es la expresión más visible de una problemática muchísimo más profunda, una disfunción institucional que se ha transformado en la trampa argentina. El sistema político está atrapado desde hace años en un esquema de dos bandos que no pueden imponerse, y que tampoco negocian, con lo cual no hay progreso posible. Se puede forzar el número y terminar como el macrismo bajo las piedras por la reforma jubilatoria. O como el kirchnerismo con la democratización de la Justicia, frenada por la Corte. El mecanismo se anula a sí mismo por la falta de consensos mínimos. A veces es por la acción del Congreso, otras de la Justicia, en ocasiones por las internas partidarias y muchas por la presión de una opinión pública que intuye una falla en la ingeniería y se fastidia. Es más medular que la grieta discursiva o la polarización electoral: es la obstrucción del sistema.
Pasa desde 2013, cuando Cristina perdió el hechizo del 54% que había conseguido dos años antes y encontró un freno al “vamos por todo”. Desde entonces, ni ella, ni Mauricio Macri ni Alberto Fernández lograron sortear el laberinto para avanzar con un plan consistente de gobierno. No tuvieron mayorías propias, y no las regeneraron con la negociación política. Cuando termine el actual mandato presidencial se habrá cumplido una década pérdida en el altar de la confrontación, que coincide con un período de profundo retroceso económico y social. La trampa argentina cristalizó la decadencia y la irrelevancia y la sociedad lo empezó a advertir. Las protestas hay que interpretarlas en todas sus dimensiones.
Un grupo de académicos estudió los déficits de la Argentina posperonista de mediados de los 50 a los 70, que iba y venía entre efímeros gobiernos democráticos y golpes militares, y acuñó términos como “el juego imposible” de Guillermo O’donnell, o el “empate hegemónico”, de Juan Carlos Portantiero, una línea que también trabajaron Torcuato Di Tella y Manuel Mora y Araujo. Todos reflejaban las limitaciones de un sistema atrapado entre dos polos “alternativamente capaces de vetar los proyectos de los otros, pero sin recursos suficientes para imponer de manera perdurable los propios”.
Una promesa fugaz
Alberto Fernández prometió superar la reedición de esa arraigada tendencia a la polarización inconducente, pero no le está yendo bien con el emprendimiento. Empezó la semana merendando con la marcha antigobierno del 17-A, y la terminó el viernes desayunando con la enmienda Parrilli. Acción y reacción. Leyó el tuit de Mauricio Macri que festejaba la movilización del feriado, escrito en un descanso de su actividad oficial en Zurich, e intuyó el guiño de Cristina detrás del artículo sobre los medios que propuso el fiel ladero de la vice. El Presidente está atrapado y todo el tiempo ensaya gestos de disimulo, su especialidad.
No comparte la lógica de los que lo desgastan con las movilizaciones pero tampoco puede entender por qué el kirchnerismo incluyó el agregado de los “poderes mediáticos” en el artículo 72 de la reforma. “No solo es jurídicamente absurda la expresión, sino que políticamente es como pegarse un tiro en el pie”, reflexionaba el viernes una persona muy cercana al Presidente que intuye que el aporte de Parrilli les puede costar apoyos en Diputados (la salida de Lanziani de Energía también podría poner en duda los dos votos misioneros que responden al exgobernador Carlos Rovira, su padrino político). Los autores de la movida no pueden explicar del todo cuál fue el sentido político de la decisión, si la finalidad es sumar adhesiones para sancionar la ley. Admiten que ese objetivo se complicó con la enmienda, pero la hicieron igual.
La senadora María de los Ángeles Sacnun, presidenta de la comisión de Asuntos Constitucionales, se comunicó dos veces con la ministra de Justicia, Marcela Losardo el jueves, durante las largas horas en las que se terminó de pulir el dictamen. Hablaron de los cambios en los juzgados del interior, pero nunca del apartado de los medios. “Ella lo había escuchado de boca del propio Parrilli cuando lo planteó en la reunión del 4 de agosto, y nunca lo objetó ni preguntó nada. No puede decir que no sabía que ese tema estaba”, se defienden desde el kirchnerismo. Losardo está en la mira directa de Cristina. En su entorno la acusan de “no poner el cuerpo por el proyecto”, además de enrostrarle su vínculo con la Corte y su período de asesoramiento a la Secretaría de Derechos Humanos del macrismo. En Olivos la defienden: “Pegarle a Marcela es pegarle al Presidente. Ella trabajó todas las causas de los detenidos que visitaba Alberto en las cárceles, como Milagro Sala, mientras La Cámpora estaba en su casa”.
La última reunión del plenario de comisiones del Senado tuvo ribetes desopilantes, y no solo por el holograma de Esteban Bullrich. Ningún legislador sabía sobre qué texto estaban trabajando. Por eso pareció una ironía que José Mayans, jefe del bloque del Frente de Todos, haya terminado su alocución diciéndole a la oposición que si hubieran leído el dictamen lo hubiesen apoyado. Cristina le puso su marca de agua al proyecto, pero en el Senado todos la ven más entusiasmada con frenar los traslados de los jueces Bruglia y Bertuzzi y con tumbar al procurador Casal. Lo de ella son las efectividades conducentes.
En las turbulencias polarizadoras, Alberto Fernández tiene cada vez más dificultades para imponer una agenda propia. Con él, los intentos de moderación se diluyen en la nada. La gran bandera de la pandemia no le rinde como antes (según Poliarquía en el último mes bajó otros 6 puntos en el nivel de aprobación por su manejo sanitario) y el logro del acuerdo con los bonistas se le esfumó sin siquiera poder calmar el dólar blue. El horizonte económico es muy sombrío pero no hay señales de liderazgo en la búsqueda de una reactivación económica. Alberto paga cada vez más costos por las iniciativas del ala dura, sin poder definir su propia impronta. Y esa es la razón del éxito de los polarizadores; es que le han quitado incentivos a los que gesticulan moderación.
Quizás por eso Fernández también terminó la semana dando una señal de que la mesura puede terminarse. Plantó un decreto que declara esenciales a los servicios de telefonía, internet y cable, una iniciativa que en la propia quinta de Olivos admiten que fue producto de una decisión más política que técnica. También reconocen que tiene un aroma a vendetta ante lo que percibe como un “tratamiento injusto” de parte de ciertos medios. Parrilli debe sentirse reivindicado. Si hasta ahora regía una distribución de tareas entre Cristina, que imponía sus urgencias en materia judicial, y Alberto, que administraba una relación racional con los medios, las paralelas empezaron a tocarse. Justicia y medios son siempre las materias sensibles para medir el compromiso institucional de un gobierno.
Los dilemas de Larreta
Algo similar le pasa en la vereda de enfrente a Horacio Rodríguez Larreta. Para ausentarse el martes del zoom posbanderazo de Juntos por el Cambio argumentó que debía estar en una reunión de planeamiento del Ministerio de Hacienda a la que nunca asiste. “No pensaba participar con Macri, que parecía Perón en el exilio, y con Patricia Bullrich, que se creía Eisenhower en Normandía”, explicó con espíritu histórico un integrante de su equipo.
El jefe de Gobierno porteño enfrenta un dilema. Por un lado, la pandemia nacionalizó su figura antes de lo previsto y lo posicionó como uno de los dos políticos más valorados del país, junto a Fernández. Pero al mismo tiempo, la construcción a la que aspira se localiza en la avenida intermedia de la moderación, donde habita aproximadamente un 40% de la sociedad, pero que se vacía rápido cuando se reinstala el clima de tensión. “Está angustiado Horacio porque ve que hasta los propios medios buscan extremarlo. Nosotros le decimos que tiene que aguantar, que su negocio está en 2023”, reflexionan en el gobierno porteño, donde se resignan a que la elección del próximo año estará fuertemente polarizada. Un consultor al que escucha el jefe porteño le sugirió que no confunda imagen positiva con intención de votos. “Horacio tiene más atributos que Patricia Bullrich, pero ella puede ser más efectiva. La gente no quiere a los que gritan, pero al final opera desde el rechazo y ahí los moderados pierden”, señala. En tiempos de redes y rating la polarización se exacerba.
Por eso Larreta decidió acelerar su proyecto presidencial, sin declamarlo en público. incluso opera en territorios sensibles. María Eugenia Vidal le notificó que podría ser candidata en 2021 pero que no piensa regresar a la gobernación bonaerense. La abruma la sola idea de volver, algo similar a lo que hoy le pasa a Axel Kicillof, quien le transmitió a gente de confianza cuánto padece la gestión (en el almuerzo del martes en Olivos quedó mudo mientras cinco intendentes destrozaban a Berni y se quejaban por la interna entre La Cámpora y el Movimiento Evita por la toma de terrenos en Quilmes). Larreta activó entonces el proyecto de Santilli en la provincia, que empezó a tomar contacto con algunos intendentes. Sería un indicador de un incipiente armado nacional propio. El plan de Larreta incluye un progresivo desacople de Alberto Fernández, a quien ve cada vez más condicionado por Cristina y erosionado por la parálisis económica. Por eso busca mostrarse como un adelantado en materia de apertura comercial y social, aunque sea por un par de semanas.
Cuando la anestesia del apande mi a se haya evaporado, volverán a quedar a la vista los hilos de un sistema político atrofiado, con dos minorías en los extremos que tienen liderazgos nítidos e imponen su dinámica, y una mayoría pendular en el centro con referentes que no logran prevalecer con su agenda. La cordialidad entre Alberto Fernández y Rodríguez Larreta sirve para administrar la cuarentena. No construye un nuevo escenario. Por ahora la Argentina sigue entrampada en un juego imposible. La sociedad, agazapada, presiente que el sistema de representación se desvanece entre crisis recurrentes.
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