jueves, 27 de agosto de 2020
JUAN LLACH ANALIZA,
No alcanza con reactivar, hay que aspirar al desarrollo
Se necesita un plan de crecimiento, y para ello, consensos políticos que garanticen continuidad y mejoren la imagen de la Argentina aquí y en el exterior
Juan J. Llach Economista y sociólogo. Profesor del IAE y Facultad de Ciencias Empresariales, Universidad Austral
El acuerdo con una parte relevante de los acreedores financieros privados, un acierto del Gobierno, aunque innecesariamente prolongado, ha mejorado la imagen de la Argentina, a partir de un nivel muy bajo. Su afianzamiento requerirá definiciones adicionales del rumbo económico, social e institucional del país, cuanto antes mejor para todos. Surgen dos alternativas, a veces enfrentadas, pero que pueden combinarse.
La más frecuente en nuestro país ha sido reactivar la economía, y la elevada capacidad productiva ociosa existente hoy estimula esta opción. Pandemia y largas cuarentenas mediante, el producto bruto interno (PBI) caería este año cerca de 12%, comparable con la baja de 2002. En este enfoque, se da prioridad al consumo privado y a la inversión pública, agregando ahora las ayudas estatales por el Covid. Además de las fuertes limitaciones presupuestarias para impulsar el gasto público, apostar solo o prioritariamente a esta alternativa podría repetir lo ocurrido tantas veces hacia el final de la mayoría de los gobiernos de las últimas décadas, a saber, crisis del sector externo, por la “escasez de dólares”, déficits fiscales inmanejables y un rol menor para la inversión, por la percepción de los potenciales inversores de que la reactivación tiene “patas cortas”.
El otro camino es apostar al crecimiento o, mejor dicho, al desarrollo, dando prioridad a la inversión en capital físico y humano, a las exportaciones y, como resultado principal, a la creación de empleo formal, claves todos ellos para reducir duraderamente la pobreza. Recordemos que la inversión decae desde hace casi diez años y que mientras la reactivación del consumo crea empleos por la capacidad ociosa, la inversión lo hace aumentando la capacidad, y es por ello más duradera. Además de sus efectos positivos sobre la inversión y el crecimiento, el anuncio de un rumbo creíble de este tipo aumentaría también la propensión a gastar y alargaría el horizonte de planeamiento del sector privado, impulsando así también el consumo. Como se dijo, ambos enfoques pueden combinarse hasta cierto punto. Pero en las circunstancias de la Argentina, con la inversión muy baja y decayendo, y el virtual estancamiento de la economía de casi una década, el liderazgo debería ser de la inversión y las exportaciones, estas por la crónica “escasez de dólares”. Por cierto, esta política requiere seguridad jurídica, hoy escasa y necesitada de enmiendas importantes. Los conflictos impulsados por el Poder Ejecutivo con el Judicial, los proyectos como mínimo dudosos de reforma de la Justicia y las periódicas amenazas de expropiaciones van en la dirección opuesta. En ese marco, no es posible un proyecto de desarrollo con protagonismo de la inversión. Y, contra lo que suele decirse, los más perjudicados no serán los ricos, sino los desempleados, subempleados y trabajadores informales, es decir, muchas personas y familias que ya eran pobres o que han caído en la pobreza por las reiteradas crisis y la pandemia.
Recorrer este segundo camino no implica que el consumo no crezca ni que no haya que seguir ayudando a los más pobres ni a los que lo han perdido casi todo. Difícilmente estos subsidios puedan seguir insumiendo 1,4 billones de pesos (5,2% del PBI), so pena de inflación en alza. Pero si se acierta con una mezcla adecuada de inversión y consumo y se adecua la cuarentena gradualmente, tampoco será necesaria semejante suma. Además, hay excesos tales como que el Estado se haga cargo de parte de los salarios de los encargados de edificios de propietarios pudientes.
Se abren ahora dos instancias que pueden marcar el futuro mediato de la Argentina, y también del actual gobierno: el anuncio de las nonatas, pero ya famosas, “60 medidas” y la negociación con el Fondo Monetario Internacional. Es muy probable que se conozcan en ese orden, y ojalá las decisiones del Gobierno incluyan precisiones suficientes sobre el rumbo de la Argentina, desconocido hasta hoy. Nadie pretende gruesos tomos de planes de desarrollo, al estilo del Conade de los sesenta y setenta. Lo necesario es aclarar cuestiones tales como el grado de apertura de la economía o la certeza de los impuestos que regirán de aquí en más, incluyendo la real vigencia de las leyes impositivas de 2017, el consenso fiscal federal y, de una buena vez, un impuesto realmente progresivo a los ingresos de las personas.
Sorprende el desdén de buena parte de la dirigencia hacia el daño que causan los impuestos distorsivos a la inversión, la producción y el trabajo argentinos, tales como Ingresos Brutos, el impuesto inflacionario, los que gravan las exportaciones y los créditos y débitos bancarios o muchos impuestos municipales disfrazados de tasas. Ellos ascienden a 12% del PBI, una rareza mundial, cerca del doble de los de Brasil y diez veces los de muchos países. En una estrategia con protagonismo de la inversión, la reducción sustancial de tales impuestos ocuparía un lugar relevante. Obviamente, la situación fiscal impide rebajar drásticamente estas cargas. Pero sí sería viable licitar transparentemente cupos de rebajas, otorgándolos a las empresas que se comprometieran a invertir más y generar más empleos. Un enfoque análogo de pensamiento lateral podría aplicarse a temas aún más complejos, como la protección arancelaria y otras promociones. ¿Por qué no legislar que ellas sean un contrato entre el Estado y las empresas, otorgándolas en proporción a la inversión contractualmente comprometida?
Otra tarea decisiva para impulsar un genuino desarrollo humano debe apuntar a que los mal llamados “planes sociales” faciliten a sus destinatarios superar gradualmente la dependencia de esas ayudas. Es sabido que el cobro de la Asignación Universal por Hijo (AUH) requiere acreditar anualmente la escolarización y los controles de salud de los menores, aunque, probablemente, habría que reforzar su control. Menos conocido es el plan Progresar, que otorga becas para ayudar a finalizar todos los niveles de enseñanza desde el secundario e incluye a la formación profesional. Su limitación es que los destinatarios deben tener de 18 a 24 años. Habría que incrementar este límite, gradualmente, al menos para la formación profesional, para permitir que todos los destinatarios de “planes” puedan ir reemplazándolos con ingresos laborales propios. Ayudaría a esta política dar dimensión federal del Progresar.
Un último punto a destacar es que la eficacia de un plan de desarrollo, como el aquí sugerido, depende crucialmente de acuerdos políticos, para darle continuidad en el tiempo y mejorar, siquiera gradualmente, la imagen de la Argentina aquí y afuera, hoy percibida como un país demasiado cambiante y poco atractivo para la inversión.
Sorprende el desdén de buena parte de la dirigencia hacia el daño que causan los impuestos distorsivos a la inversión, la producción y el trabajo argentinos
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