La vida novelesca de Edward Jenner
Nora Bär
En estos días en que estamos pendientes del desarrollo de una vacuna que podría librarnos del coronavirus, viene bien recordar cómo surgió una de las estrategias más revolucionarias de la salud pública. Me encontré con un maravilloso relato de esta historia, que alterna el éxito y el fracaso por partes iguales, y de su descubridor, Edward Jenner, en Los diez mayores descubrimientos de la medicina (Paidós, 1999), de Meyer Friedman y Gerald Friedland.
Según estos autores, los primeros que concibieron la idea de provocar un episodio leve para impedir una enfermedad grave fueron sanadores chinos e indios que habían observado que, en la mayoría de los casos, los que se enfermaban de viruela quedaban inmunes. Trituraban una costra tomada de un sobreviviente e introducían ese polvo en la nariz de una persona. Lo llamaban “variolación”.
Jenner fue el octavo de nueve hijos y quedó huérfano a los cinco años. A los ocho, sus hermanos decidieron mandarlo a un internado gratuito, donde pronto vivió su primera epidemia de viruela y pasó por la variolación, que en esas épocas era precedida por sangrías, ayuno y purgas que dejaban a los pacientes sumamente debilitados. A los 13 se convirtió en aprendiz de un cirujano rural.
Es conocido que la vacunación se le ocurrió a partir de una anécdota que escuchó acerca de que las lecheras que se contagiaban la viruela vacuna (que en los humanos tiene manifestaciones leves) después no sufrían el cuadro grave. Pero antes de poder concretarla vivió dos años en Londres, donde se hizo muy amigo y colaborador de otro cirujano, John Hunter, al que ayudó a catalogar una colección de trece mil muestras anatómicas e hizo otros descubrimientos.
Ya de regreso en su pueblo natal, Berkeley, el 17 de diciembre de 1789, tomó muestras de las lesiones de viruela porcina de la niñera de sus vástagos y las inoculó a tres personas (su hijo, Edward, y dos mujeres que habían estado expuestas). Unas semanas más tarde, les inyectó la variedad humana y ninguno desarrolló síntomas. El ensayo fue histórico, pero aunque envió un detallado artículo a la Sociedad Médica de Gloucestershire,
El científico había jurado no enriquecerse con sus descubrimientos y se hundía en el quebranto
Nadie demostró interés en este avance. Años más tarde, repitió el experimento, pero mejor diseñado, en un chico de ocho años, James Phipps, con la viruela vacuna, y luego con ocho más, entre los cuales estaba otro de sus hijos, Robert.
Pero a pesar de los éxitos experimentales, la vacunación no fue aceptada por la academia. Envió un escrito a la Royal Society y su presidente lo rechazó aduciendo que “no debía arriesgar su reputación presentando a una entidad docta algo tan en desacuerdo con el conocimiento establecido”, escriben Friedman y Friedland.
Entre tanto, el científico, que había jurado no enriquecerse jamás con sus descubrimientos, se iba hundiendo en el quebranto económico. Solo pudo librarse de sus deudas después de batallar durante años para que se le otorgara un premio para recompensarlo por lo que había invertido en sus estudios. ¡Y hasta un trío de médicos aviesos intentaron atribuirse el mérito de sus hallazgos!
Pero Jenner no solo se dedicó a la vacunación. También descubrió que el “cuco” no construía nido propio, ni empollaba sus huevos, fue la primera persona de las islas británicas en fabricar un globo de hidrógeno para pasajeros y, realizando autopsias de personas que habían sufrido “angina de pecho”, halló la calcificación de las arterias coronarias y les atribuyó la causa de los ataques cardíacos. Excavó ruinas romanas, fue el primero en descubrir el fósil de un reptil marino en su país y hasta desentrañó el misterio de las aves migratorias. ¿Qué diría hoy al ver que la vacuna erradicó la viruela de la faz de la Tierra y su tecnología se perfeccionó a tal punto que bastaron unos meses para que tengamos más de 200 en desarrollo contra el SARS-COV-2?
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