Regulación oxidada en un mundo digital
Diego Cabot
Hay ruido en la línea. El mundo de los servicios públicos y las tarifas reguladas tiene nuevos habitantes. La telefonía celular, la prestación de conectividad por internet y la televisión paga quedarán ahora en la misma situación que la electricidad, el gas y las rutas o autopistas que cobran peaje.
Cualquier argentino podrá mirar a su alrededor y observar la calidad de la prestación de los servicios públicos para calificar qué tan buen o mal regulador es el Estado argentino. La innovación y la mejora continua no son el común denominador de estos sectores.
El decreto que firmó el presidente Alberto Fernández tiene dos ejes. El primero, como se dijo, es declarar servicio esencial a estas actividades englobadas en las llamadas tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC). El segundo, suspender cualquier aumento de precios o modificación establecido o anunciado desde el 31 de julio hasta el 31 de diciembre de 2020.
Cada uno de los dos hemisferios tiene efectos concretos. La prohibición de subir los valores podría acarrear problemas de caja en el corto plazo, que, con alguna ingeniería financiera y un aporte a la emergencia, se podrían negociar con las empresas. De hecho, el Enacom (la autoridad de aplicación) y las empresas mantuvieron largas reuniones y mostraron acuerdos. “Esto es resultado de una tarea mancomunada de todos los actores del sector de telecomunicaciones en un contexto internacional donde la tecnología ha demostrado un rol central para contribuir a la educación, el acceso a la información y la democratización de los conocimientos”, se puede leer en una comunicación oficial del organismo, a principios de abril.
Pero, sin duda, los nubarrones a largo plazo aparecen cuando se iguala a las TIC con actividades como el colectivo urbano o el ferrocarril, a las que les dicta las normas el gobierno que maneje el Estado.
Regular una actividad y convertirla en servicio público tiene un primer efecto concreto: las prestadoras dejan de tener precios y pasan a tener tarifas. Eso significa que es el Poder Ejecutivo el que establece un valor a los que venden. A partir del ingreso de la empresa establece todo lo demás. Por caso, podría pedir calidad de servicio, obligar a invertir en determinadas zonas o lugares o decidir a qué universo se le cobra o no por la prestación.
La particularidad de estas empresas es que sus insumos no dependen de otro sector regulado. Por ejemplo, se congela el precio de la tarifa de electricidad que llega a un hogar, pero también se queda quieto, o se subsidia, el principal insumo que se compra al mercado mayorista eléctrico en el que están las generadoras. Los cables invierten en redes, tecnología y señales internacionales. Todas cobran en dólares y se ríen a carcajadas de las regulaciones argentinas. Las redes de internet, igual. Los fierros se pagan en dólares y ahora las empresas recaudarán en pesos regulados por el kirchnerismo.
Las firmas de telecomunicaciones requieren de inversiones a largo plazo y de solidez financiera. Claro que cualquier argentino quisiera navegar a la mayor velocidad posible y gratis. Pero para poder satisfacer una creciente demanda de datos y servicios se necesitan tecnología y dinero. La Argentina ya lo sabe: con normas que cambian los contextos y los negocios los billetes no aparecen. El contexto de pandemia aceleró la transformación digital y todas las previsiones indican que en los próximos años crecerá la demanda, habrá una alta demanda de un servicio moderno capaz de dar respuesta al crecimiento del
e-commerce, la educación, el consumo de contenidos y la telemedicina, entre otros rubros que dependen de la conectividad.
Según datos del sector, en las primeras semanas de aislamiento el pico de consumo de datos creció hasta 60% en los hogares. Luego bajó, pero se estabilizó en un aumento de la demanda de alrededor de 35% respecto de los valores de marzo del año anterior. La única solución para que no aparezca ese círculo que gira y se autocompleta centrado en la pantalla cuando una serie no baja es la inversión.
Solo una regulación eficiente podría lograr que ese renglón de las cuentas de una empresa no se convierta en la variable de ajuste. Pero claro, la historia reguladora argentina deja mucho que desear. Hasta 2015, el capricho de aquel tercer gobierno kirchnerista generó un cuello de botella en las comunicaciones. Parte del espectro no se licitaba para entregárselo a Libre. ar, un germen de compañía celular y estatal con la que se ilusionaban camporistas y devidistas. La compañía nunca amaneció y las redes, entonces de 3G, se saturaban a tal punto que para tener una conversación telefónica eficiente era necesario acudir al fijo. El 4G es algo demasiado reciente en la Argentina.
La falsa competencia
La regulación kirchnerista es pródiga en cuestiones semánticas o discursivas que no tienen correlato con la realidad. Este decreto no es la excepción. En el inicio del articulado se lee que este universo de actividades “son servicios públicos esenciales y estratégicos en competencia”. Parece difícil entrever cómo podrán competir empresas que tengan tarifas reguladas, es decir, ingresos, a las que se les diga cómo, dónde, a quién y de qué manera tienen que atender a sus clientes.
La regulación del Estado en materias esenciales es una creación para tener a raya los monopolios naturales. No es posible elegir entre dos empresas de gas o de electricidad. Tampoco hay dos autopistas paralelas. Los colectivos urbanos tienen su recorrido y en esa traza son monopólicos, aunque compitan en algunos pequeños tramos. Justamente para esas empresas que están solas se crearon los institutos reguladores, para que no haya abuso. No habrá competencia entre las telefónicas o prestadoras de internet si es el Estado el que dicta las normas para todas.
Pero hay algo más. La inversión en este tipo de sector es absolutamente perenne. La interrupción en la puesta a punto tecnológica es proporcional a la calidad de servicio. Los problemas de conectividad podrían regresar a la Argentina si las empresas no consideran atractivo enterrar dinero en redes locales. Muchas actividades, como el comercio electrónico, que basan su actividad sobre las redes, se podrían ver atraídas por otros lugares con mejor infraestructura sobre la que montar el negocio.
Es posible que se vean situaciones absurdas. ¿Por qué Mercado Libre, la empresa más grande de la Argentina, no podría negociar con una prestadora de internet la mejor conectividad posible? ¿Por qué cualquier particular que quiera “volar” con su conexión no podría pagar más? El Estado ha metido los pies en un terreno fangoso.
La Argentina ha sido más propicia a la regulación que a abonar la libre competencia. Esta es una muestra más del vicio de la intervención, pero, claro, tiene una particularidad: hay redes de servicios públicos, el agua, por caso, que se mantienen con inversiones hechas hace décadas. Solo mantienen caños de agua. Las tecnológicas prescriben. La velocidad de internet poco tiene que ver con el óxido que muestran los reguladores argentinos.
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