domingo, 8 de octubre de 2023

GUILLERMO OLIVETO Y VOLVER A LA RACIONALIDAD


El país necesita abrazar la revolución de la sensatez
Una sociedad que solo actúa movida por las emociones no construye futuro
Por Guillermo Oliveto

Las palabras son portadoras de significado y fuente de sentido. Engranajes indispensables del pensamiento, iluminan nuestra transmisión y comprensión de los hechos. Pero, a su vez, algunas palabras exceden su rol y tienen un aura, un halo, que las lleva más allá de su función original. Despiertan emociones positivas. Nos resulta imposible tratarlas sin que surja en nosotros una sensación agradable, de cierta familiaridad, de confort y hasta de deseo.
cuando aparecen, corremos hacia ellas como si fueran oasis en medio de la toxicidad de la vida cotidiana. De manera consciente o inconsciente nos transportan a un mundo mejor. La imaginación se acomoda allí siempre bien predispuesta. En ese lugar nos sentimos cómodos y podemos bajar la guardia, dejar de estar a la defensiva, abrazar la calma y la tranquilidad. Son las palabras que nos gusta leer, escuchar y decir, pero, sobre todo, experimentar y vivir.
Si hubiera que comenzar por describir alguna de esas palabras, no hay dudas de que, universalmente, llegaríamos a la misma conclusión: ese vocablo anhelado es “amor”. Los seres humanos somos mamíferos gregarios: nuestra identidad se construye en el afecto recíproco que expresa la mirada del otro.
Hay otras palabras que podrían encabezar el listado, como bondad y belleza. El escritor, poeta y calígrafo de origen chino, luego nacionalizado francés, François cheng, en su exquisito ensayo Mirar y pensar la belleza señala que debemos recuperar esa hermandad. “Existe un hilo rojo, sutil, que vincula desde los antiguos bien y belleza. Desde tiempos remotos, belleza y bondad han vivido hermanadas, casi como inseparables. En tiempos de Platón y confucio, hace veinticinco siglos, la relación entre belleza y bondad expresaba una verdad profunda: que lo bueno es bello, y que lo bello, bueno. Esta verdad sugiere que la belleza no afecta solo al aspecto o la forma de las cosas, sino que la belleza es también manifestación de bondad, puesto que no puede reconocerse belleza allí donde hay maldad, inhumanidad o barbarie […]. Basta recordar que, en francés, al hablar de los buenos actos, no hablamos de gestos verdaderos, de gestos buenos, sino de gestos bellos (gestos nobles) […]. Belleza y bondad, aquí están, ambas cercanas, imbricadas, realzándose la una a la otra”.
Pensando en términos más sociológicos, Zygmunt Bauman supo señalar otro vocablo con propiedades sanadoras. “La palabra comunidad produce una buena sensación. Tenemos el sentimiento de que la comunidad es siempre algo bueno, un lugar cálido, acogedor y confortable. ahí afuera, en la calle, acechan todo tipo de peligros: tenemos que estar alerta. aquí dentro en comunidad, podemos relajarnos; nos sentimos seguros”.
La palabra que nos falta
Pensando en el presente y el futuro de nuestro país me gustaría señalar que, a mi modo de ver y sentir, debiéramos incorporar en nuestro catálogo de palabras indispensables para vivir mejor un vocablo que hemos extraviado mucho tiempo atrás en el fragor de la inconsistencia, los atajos, las soluciones fáciles y el autoboicot. Es una palabra que duele por su carencia y cuya falta tanto daño nos ha hecho: sensatez.
El diccionario la define como la “cualidad que tienen las personas que muestran buen juicio, prudencia y madurez en sus actos y decisiones”. al profundizar el concepto, se indica que “la sensatez está asociada a la cordura, el entendimiento, el raciocinio y la prudencia”. La sensatez es uno de los mejores valores que puede tener una persona tanto para su propio desarrollo como para su relación con los demás y su papel en la sociedad. así, se considera que es una herramienta fundamental para poder tratar con educación a otros individuos. También aclara que “la locura, la imprudencia y lo absurdo, en cambio, son lo opuesto a la sensatez (y, por lo tanto, están vinculados a lo insensato)”.
concluye la definición sin medias tintas: “Quien es sensato se maneja en su vida de acuerdo al sentido común, no dejándose llevar por emociones incontrolables como el odio, la amargura, la pasión o la violencia”.
Es cierto que el vértigo impuesto por la lógica predominante de la tecnología ha exacerbado el componente emocional en la experiencia humana contemporánea. La velocidad, así como la prisa atolondrada, no construyen un territorio propicio ni fértil para la reflexión. En demasiados casos, las redes sociales en lugar de abrir, cierran, alejándose así de su búsqueda y sentido original. cuando el otro solo es un igual, la cámara de eco opera como un espejo que enceguece. Los colectivos sociales se fragmentan asumiendo un formato tribal donde cada grupo defiende su cosmovisión del mundo, parcelando la realidad y construyendo muros a su alrededor. En esa configuración territorial exacerbada por la cultura digital, el flujo de la sensatez se ve trabado, desviado cuando no directamente obturado. La moderación “no paga” ni en redes donde debe primar la agudeza y el impacto, como X, ni en aquellas donde la vida siempre debe ser bella, como instagram o donde la exageración, el humor y la creatividad son la moneda de cambio, como Tiktok.
Por eso la búsqueda de la sensatez se vuelve imprescindible, aunque muchas veces termine siendo infructuosa. El ser humano desea lo que escasea. Y pocas cosas hoy se han vuelto tan escasas como el pensamiento capaz de sosegar la excitación propia de la época. Tal vez incluso, en el hábitat emocional en el que vivimos, como dijo Sil almada, fundadora del Lab de tendencias globales almatrends, la sensatez se esté acercando a la materia de la que están hechos ideales como la felicidad o la justicia. aunque resulta imposible alcanzarlos por completo, su valor reside en señalar y balizar el camino.
ante tanto desborde de emociones que brota por doquier, la serena razón merece ser convocada y arropada para que se vuelva a incorporar en la narrativa.
Es una falacia decir que emoción y razón no pueden convivir ni articularse en un proceso de hibridación que debería resultar natural. Que las manifestaciones del hombre son guiadas por uno o por el otro. Esta dialéctica ha acompañado el debate humano desde hace siglos, del mismo modo que otras tensiones clásicas como naturaleza /cultura, cuerpo/mente o libertad/ seguridad. Más acá, se han sumado al juego de supuestos opuestos irreconciliables el dúo hombre/ máquina, físico/digital y ahora el novedoso inteligencia artificial/inteligencia humana.
Sin embargo, así como en su ensayo The Game el pensador y novelista italiano alessandro Baricco desestimó la distinción entre físico y digital, o mundo y ultramundo, como él los llamó, considerándolos
ahora dos corazones que bombean realidad y sentido en un único nuevo mundo donde lo territorial y lo virtual se han fusionado creando así un todo superador, desde mi punto de vista debemos cuestionar la creciente tendencia a la emocionalidad totalizadora para darle el lugar y la entidad que la razón merece en el blend del pensamiento, la decisión y la acción.
En su controvertido ensayo de 1994 El error de Descartes, el neurólogo y neurocientífico portugués Antonio Damasio se atrevió a contradecir a uno de los padres del pensamiento racional y su famoso “pienso, luego existo”. Desde su original perspectiva, la famosa consigna de René Descartes conlleva en su concepción un error conceptual de primera magnitud: separar cuerpo y mente. Damasio lo desafió a partir de la evidencia: “Creer que las operaciones más refinadas de la mente están separadas de la estructura y del funcionamiento del organismo biológico es un error, porque el cerebro y el resto del cuerpo constituyen un organismo indisociable integrado por circuitos reguladores bioquímicos y neurales que se relacionan con el ambiente como un conjunto, y la actividad mental surge de esta interacción”. Por esto hoy él no es ni tecnofanático ni tecnoescéptico y aprueba el desarrollo de la inteligencia artificial, dado que las máquinas y los softwares –señala– no tienen sentimientos y jamás podrán pensar del mismo modo que los seres humanos.
Emoción y razón no pueden disociarse. Si bien la tesis de Damasio tuvo como propósito defender el protagonismo de la emoción en el proceso de razonamiento, funciona también en sentido inverso. No podemos hablar de procesos de pensamiento puramente emocionales. Pensar desconociendo la razón es no pensar.
El neocórtex y particularmente el lóbulo frontal es la zona del cerebro que nos hace humanos. Fue la de más tardío desarrollo en el proceso evolutivo. Gracias a su existencia, el homo sapiens tiene la capacidad de proyectar, visualizar, soñar, crear, dibujar en su mente un render del futuro y convocarse desde ahí. Imaginación que luego se transforma en acción. Guía y faro en el largo viaje del progreso que nos trajo hasta aquí. Esta capacidad le permite razonar y dimensionar las consecuencias de sus actos. Por ello el lóbulo frontal opera como fuente del buen juicio, la moderación y el control de los impulsos.
Una sociedad que solo actúa conducida por sus emociones y pulsiones es como si hubiera sufrido un daño en su lóbulo frontal. Ya no puede prever las consecuencias de sus actos y pierde los frenos inhibitorios. Ese colectivo social actúa entonces como si no hubiera un mañana, bajo la impronta del “no me importa nada” y “que pase lo que tenga que pasar”. Coquetea con el morbo de la tábula rasa, la página en blanco, detonar la bomba o como se quiera metaforizar la idea de una apuesta final absolutamente binaria cuyo resultado es incierto.
Esa falla en la conciencia de sus actos lo hace verse a sí mismo inmune frente a las posibles consecuencias, dado que no pueden dimensionarlas. En el derecho penal existe la figura de “emoción violenta” para explicar conductas que se producen por un desborde de la psiquis. La emoción violenta permite atemperar la pena, porque se asume que el individuo estaba “fuera de sí”; es decir, no era quien es. El desborde de emoción produce una supresión de la identidad. Las personas actúan desbordadas por un tsunami emocional que rompe las vallas defensivas y las alertas que envía el lóbulo frontal. No escuchan sus mensajes. Se vuelven sordas a la razón.
De todas las emociones violentas, la ira es una de las más peligrosas. Séneca lo expresó con toda contundencia. Accedió al cargo de senador romano nada menos que durante los cuatro años en los que gobernó el emperador Calígula. Luego sería tutor de Nerón e incluso llegó a ejercer el poder máximo del imperio durante 8 años. En su ensayo Sobre la ira advirtió a la élite romana sobre las consecuencias de este pecado capital. “La ira es la más terrible e ingobernable de las emociones. Es pura agitación, violencia, deseo de agredir, de herir, de atormentar, de dañar al prójimo, incluso a expensas del bien propio. El que la padece busca una venganza que irremediablemente acarreará su propia destrucción. El aspecto de una persona que sufre una crisis de ira te convencerá más allá de toda duda que ha perdido la razón. No sé si calificarla de horrible o vergonzosa. No hay emoción capaz de imponerse a la ira. Cuando la ira se adueña de nosotros, ya no hay forma de detener la caída”.
La ira es la antítesis de la sensatez. No parece casual que hoy la filosofía estoica se haya transformado en un éxito editorial de alcance global. Incluso esta sabiduría de la moderación “navega” en X, una red social donde se premia con la atención justamente lo opuesto.
¿Este país no tiene arreglo?
Cada vez más argentinos dicen que el país no tiene arreglo. No coincido. Yo creo que sí tiene arreglo. Pero no puedo dejar de entenderlos, conociendo su nivel de decepción y frustración crónicas. La mayor parte de los ciudadanos perdió el imaginario de futuro. Se levantan cada día, no solo desganados y sin entusiasmo, sino, lo que es peor, “vacíos”. Se enfrentan cotidianamente con una enorme crisis de sentido, donde la pregunta ya no es por qué la inflación será del 160% interanual o por qué el poder adquisitivo de las familias se desploma, sino “para qué”. ¿Para qué me levanto a la mañana y voy a trabajar? ¿Para qué mando los chicos a la escuela? ¿Para qué abro el negocio?
En su famoso libro Por qué fracasan los países, Daron Acemoglu y James Robinson llegaron a la conclusión de que la clave está en las normas que las sociedades eligen para organizarse y su vocación por cumplirlas. Técnicamente, se trata de las instituciones. Pero esta es una palabra tan solemne y fría que termina luciendo abstracta e incluso vacía.
Prefiero analizarla entonces desde su verdadero significado, que no es otro que un acuerdo general entre personas, algo que, acorde a los autores, resulta más relevante e influyente que los condicionamientos geográficos, climáticos o históricos. Ellos ubican a los acuerdos políticos por sobre los económicos porque “son las instituciones económicas las que dan forma a los incentivos económicos: los incentivos para recibir una educación, ahorrar, invertir, innovar o adoptar nuevas tecnologías”. En esencia, el gran mensaje de su reconocido ensayo, más vigente que nunca, es que la voluntad humana es más importante que los recursos.
En 2006, el historiador económico Pablo Gerchunoff y el economista Pablo Fajgelbaum se enfocaron en responder una pregunta que nos persigue y la llevaron al título de su libro: ¿Por qué no fuimos Australia?
En primera instancia, confirman que la pregunta tiene sentido. “Cualquiera sea el enfoque que se prefiera, lo cierto es que la Argentina y Australia fueron beneficiados por el proceso de expansión de la periferia. A caballo entre dos siglos, ambos países se reconocieron como verdaderos contendientes en la disputa por los mercados internacionales de bienes primarios”.
¿Cómo fue que la convergencia original mutó en una divergencia palmaria, notoria y hoy por hoy, para los argentinos, lacerante? De hecho, muchos de los jóvenes que emigran porque sienten que si se quedan serán “la generación que no va a tener nada” se van a Australia. Para ellos, lamentablemente, “Argentina ya fue”.
La respuesta a la que llegan los autores bien pudo haber inspirado a Acemoglu y Robinson: “Mientras los australianos se brindaron un conjunto de políticas e instituciones cuyo objetivo explícito era mejorar el nivel de vida de los trabajadores, en la Argentina fracasaron sistemáticamente los ensayos de reforma social”. Una vez más, la voluntad de organización colectiva pereció frente a los intereses individuales y sectoriales. Concluyen lapidarios: “En la Argentina el punto focal compartido nunca se haría presente”.
Immanuel Kant, otro de los grandes filósofos del racionalismo moderno, definió a los seres humanos como “una insociable socialidad”. Necesitamos y queremos vivir y compartir con otros, pero en simultáneo, distinguirnos, destacarnos y concretar nuestros deseos individuales. Administrar esa tensión es vivir en sociedad.
Podríamos concluir que, en nuestro caso, la sociabilidad se volvió demasiado insociable. Nos mantuvimos demasiado atentos a nuestros intereses puramente individuales (“no me toquen lo mío”) sin prestar demasiada atención a las fuerzas colectivas que pudieran satisfacerlos. Como nos dicen los ciudadanos en nuestros estudios cualitativos sobre el humor social basados en focus groups desde hace dos años: “Acá estamos mucho más ocupados en repartir que en generar”.
Ese es un patrón cultural claramente alejando de la sensatez. Lo sensato en una sociedad que pretende mejorar es generar más para distribuir más y mejor, no expoliar lo que hay hasta el punto de agotarlo. El resultado está a la vista.



A mediados de los años 70, el 75% de la población era de clase media y apenas el 4% era pobre. Hoy la clase media es el 45% de las familias, y la pobreza alcanza al 40% de los ciudadanos. Los que todavía integran esa clase media diezmada hoy se dedican a luchar en la vida cotidiana para tratar de resistir y no caer. Por eso cuando me preguntan qué es hoy ser de clase media en Argentina, respondo: “No dejar de serlo”.

Los costos de extraviar la sensatez fueron, hasta aquí, una locura. ¿Seremos capaces de recuperarla? Dados nuestros antecedentes, y la configuración de algunos de los potenciales escenarios futuros que comenzarán a develarse muy pronto, esa sí que sería una verdadera revolución. ¿O acaso necesitaremos todavía una dosis superior de emocionalidad desbordada, imprudencia y escasez de moderación para clamar por eso que no solo subestimamos, sino quizás hasta despreciamos por “aburrido” y “gris”? Como esos jugadores talentosos que confían infinitamente en sus dones, parecería que hemos perdido de vista que el entrenamiento, la perseverancia y la consistencia suelen tener su premio.

No hay respuesta para estos interrogantes que todavía se están gestando en las entrañas de una sociedad tan dolida como atemorizada. Vale la pena recordar las palabras de Julio María Sanguinetti, ese gran estadista latinoamericano que fue uno de los arquitectos de ese país sensato que hoy tanto atrae a los argentinos. No es Dinamarca o Suiza, pero es “normal”. Por eso, la histórica pregunta ahora ha mutado. Ya no es ¿por qué no fuimos Australia?, sino ¿por qué no podemos ser Uruguay?

En una columna de opinión que publicó en este diario el 29 de octubre de 2022, dijo: “La política no necesita más redentores, apenas gobernantes que gobiernen”. Y agregó: “La Argentina ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita es diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente– la razón no paga”. La sabiduría de los años y de la sensatez. ß

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