La oportunidad que el PJ le ofrece a Javier Milei
El bajo poder de fuego de un peronismo debilitado le da ventajas al Gobierno Por Sergio Suppo
La CGT apuró el miércoles un viejo ritual del peronismo fuera del poder: forzar los errores del ocupante de la presidencia, debilitarlo y acorralarlo hasta quitarle el poder.
En ese arrebatamiento está dibujada la debilidad actual del sindicalismo, temeroso de que no lo sienten a negociar y sin garantías de que podrá hacerlo.
En la primera movilización de la CGT en pleno enero y apenas 45 días después del comienzo de un nuevo gobierno también se retrata el desconcierto del conjunto del peronismo, obligado otra vez a revisar a quién en verdad representa y quiénes de entre sus dirigentes están en condiciones de conducir un proceso de recuperación.
La situación del peronismo es un problema para el Gobierno y también una enorme oportunidad. Como nunca en 40 años, el justicialismo tiene menos poder de fuego sindical para evitar las reformas estructurales a las que se opuso siempre.
Ahora menos que nunca está condiciones de defender las fuentes principales de sus recursos –el control de las obras sociales–, la autocracia en los sindicatos que impide la renovación de sus autoridades desde hace cuatro décadas y el conjunto de las leyes laborales que obligan a las afiliaciones compulsivas e imponen sindicatos únicos por rama de actividad.
Javier Milei tiene la enorme chance de hacer esas reformas de fondo que no pudieron o no supieron hacer los presidentes desde Raúl Alfonsín. Es una ventana de oportunidad que no estará abierta para siempre; los malos momentos del peronismo nunca son eternos, gracias a los errores de sus adversarios.
El gremialismo de los viejos jefes enriquecidos tiene un problema de representación que no fue generado por el libertarismo gobernante sino por las administraciones kirchneristas.
Durante sus dos décadas de reinado, Néstor y Cristina Kirchner hicieron permanente la precariedad social de la mitad de los potenciales trabajadores y, por desconfianza y desprecio a los sindicatos, encontraron en los movimientos piqueteros a nuevos representantes de los argentinos divorciados del empleo formal y condenados a las changas y los planes sociales.
El kirchnerismo obró la desgracia de congelar el porcentaje de empleados que pueden tener una obra social, hacer aportes jubilatorios y tener las viejas reglas laborales. Creció durante su hegemonía durante los últimos cuatro de cinco mandatos presidenciales una mayoría de trabajadores marginados y dependientes de la dádiva del Estado por medio de intermediarios.
Hace tiempo que el sindicalismo recela de los piqueteros, más allá de algunos acercamientos para la foto.
Durante la movilización del miércoles, los adherentes a la agrupación papista de Juan Grabois pasaron por hipermercados pidiendo comida. El simbolismo no puede ser más fuerte; el peronismo que creyó representar a los trabajadores que se ganaban el pan por sí mismos tiene hoy una de sus expresiones más visibles en esos gestos de mendicidad prepotente.
Entre el DNU y la ley ómnibus, el Gobierno introdujo algunos cambios que afectan a los gremios, pero estuvo lejos de avanzar en una reforma laboral profunda. Tiene hoy, sin mucha necesidad de negociar con las agrupaciones sindicales, los números en el Congreso si sabe sostener las alianzas transitorias con al menos tres bloques opositores.
Ese consenso no es casual. Una parte importante de la Argentina está convencida de que gran parte de las actuales leyes están en contra del empleo y de los propios empleados. Un ejemplo: las indemnizaciones que hacen inviables sumar nuevos trabajadores, en especial en las pequeñas y medianas empresas.
Milei recogió una significativa cantidad de votos en sectores sociales que han experimentado la precarización extrema y a la vez hicieron visible su hartazgo de canjear su dignidad por planes sociales o condiciones de trabajo abusivas.
Existe un universo de millones de argentinos entre los grupos piqueteros y los sindicatos que busca no ser rehén de ninguno de ambos, pero a la vez demanda un reconocimiento básico como miembro de la sociedad: reglas que no hagan imposible tener un empleo y un ingreso dignos, un servicio de salud que no sea impuesto y funcione, y un horizonte que no lo condene a la miseria tras jubilarse. El peronismo en los gremios y el peronismo en el gobierno, entre otros factores, desdibujaron esa posibilidad.
Por fuera del sindicalismo y de los cambios de fondo que Milei puede elegir o no hacer, hay un peronismo que como nunca expresa en forma desvergonzada una actitud golpista.
En los primeros días de Mauricio Macri algunos militantes kirchneristas aparecieron con un helicóptero, símbolo de la caída de Fernando de la Rúa impulsada por el peronismo bonaerense. Ahora son los mismos dirigentes y el propio elenco mediático los que anuncian un final abrupto e inmediato a la presidencia de Milei.
Es verdad que una parte importante de la clase política especula con la viabilidad de un dirigente disruptivo y sin soportes tradicionales. Hasta imaginan gobiernos de emergencia al estilo del que Eduardo Duhalde llevó adelante luego de De la Rúa.
Las formas importan y hacen al fondo. Una cosa es poner en duda la solidez de Milei como presidente y otra, distinta, es televisar discursos golpistas puros y duros. Una cosa es incluir un escenario institucional difícil como parte de las posibilidades y otra alentar la caída de un gobierno elegido según las reglas de la democracia.
El peronismo fuga hacia adelante, ciego de impotencia, esperando que los errores ajenos lo reconecten con el apoyo popular perdido. Esa fórmula ya le funcionó a un costo cada vez mayor y al precio de exponer su voluntad golpista.
La Argentina fallida y decadente siempre le dio hasta ahora otra oportunidad al principal responsable de haberla arruinado. La historia no es necesariamente una eterna condena que se repite.
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