viernes, 15 de marzo de 2024

FENÓMENO ECONÓMICO Y EXASPERACIÓN COLECTIVA




Fenómeno económico El país y la “enfermedad holandesa”
Carlos Moyano Walker

La llamada “enfermedad holandesa”, o “mal holandés”, o “síndrome holandés”, fue un fenómeno económico que se produjo en Holanda en la década del 60 debido a los extraordinarios ingresos de divisas que recibieron los Países Bajos a raíz del descubrimiento de yacimientos de gas natural en el norte del país. El aumento de las exportaciones provocó una fuerte apreciación del florín, moneda local anterior al euro. Esto perjudicó a las demás exportaciones tradicionales, que perdieron competitividad en sus ventas al exterior. Este fenómeno ha afectado y todavía afecta a varios países, por lo que también se habla de la “maldición de las materias primas”.
Una solución para este problema fue la creación de fondos soberanos en el exterior con las divisas generadas, para ir repatriándolas gradualmente de manera de estabilizar el flujo. Los Países Bajos no lo hicieron y, luego de una década, los ingresos provenientes de las exportaciones comenzaron a caer, los sectores tradicionales no pudieron aumentar sus exportaciones y la actividad económica se contrajo. Otros países afectados por este fenómeno de bonanza repentina, como Noruega, Rusia o Kuwait, sí crearon fondos soberanos para regular el flujo de sus ingresos.
Hasta fines de la década del 20, en la Argentina se produjeron elevados ingresos de divisas. Sin embargo, se administraron estos fondos para desarrollar la infraestructura que posibilitó su gran desarrollo, sin sufrir las consecuencias negativas de la “enfermedad holandesa”. Si bien en esa época no había industria, salvo la agroindustria, durante décadas hubo estabilidad de precios. El tipo de cambio se manejó a través de la Caja de Conversión, creada en 1890, hasta 1914, cuando, por la Primera Guerra Mundial, se suspendió. Luego se dejó flotar hasta que se reinstaló, en 1927. En 1915, el valor del dólar era de 2,40 pesos moneda nacional, y en 1926, era de 2,44, con un promedio de 2,54 entre esos años.
Pero con la crisis mundial que comenzó en 1929, originada en Estados Unidos, se cerraron los mercados y cayeron los precios agropecuarios, por lo que se produjo una aguda escasez de divisas. Comenzó a desarrollarse una industria incipiente, que los gobiernos protegieron manipulando el tipo de cambio para subsidiar a los consumidores urbanos a costa de los ingresos del sector agropecuario, único proveedor de divisas, dando lugar a recurrentes crisis en la balanza de pagos.
La Argentina tuvo otra experiencia negativa de este tipo a principios de la década del 2000, cuando recibió ingresos extraordinarios por los elevados precios agropecuarios internacionales, pero en lugar de administrar ese flujo externo prefirió utilizarlo para subsidiar los precios de los servicios públicos durante años. La cotización del dólar a la salida de la convertibilidad saltó a 3,37 pesos en 2002, pero para 2010 el dólar estaba en 3,96 pesos, es decir, con una suba de 17,5%, frente a una inflación de 200% en el mismo período, lo que redujo la competitividad de la economía.
Además, el país sufrió varias veces los efectos negativos de la “enfermedad holandesa”, no debido al ingreso de divisas por la exportación de materias primas, sino por la toma de deuda en los mercados internacionales para cubrir déficits fiscales. El problema es que a diferencia de los excedentes comerciales, estos dólares hay que devolverlos y con intereses. Un episodio crítico en este sentido ocurrió en la década del setenta.
Entre diciembre de 1975 y el mismo mes de 1980, la deuda externa de la Argentina creció 246%, de 7901 a 27.322 millones de dólares, dando inicio a una serie de endeudamientos irresponsables que nos transformó en “defaulteadores seriales”. En ese período, la cotización del dólar oficial subió 5693%, pero la suba fue muy inferior a la que sufrieron los precios al consumidor, de 21.456% (primera hiperinflación). Como consecuencia, el peso se apreció frente al dólar. El “atraso” cambiario perjudicó a la industria local, que se mantuvo prácticamente estancada entre esos años, ya que solo creció 3,3%. El peso sobrevaluado no solo perjudica a la industria nacional para competir en el mercado interno, también afecta la posibilidad de mejorar su pobre performance exportadora.
Para no caer nuevamente en estas fallidas experiencias, los gobiernos, tanto nacionales como provinciales, deberían resistir la tentación de endeudarse para financiar déficits fiscales, destinando el financiamiento externo solo a obras de infraestructura, que son fondos que no necesitan ser gastados todos de golpe. La inversión extranjera directa (IED) es bienvenida. pero debería dirigirse a sectores exportadores que puedan generar divisas. También se deberían evitar los movimientos bruscos del tipo de cambio provocados por el ingreso y egreso de capitales llamados “golondrina”, que generalmente son de muy corto plazo.
Más allá de que un tipo de cambio suficientemente alto y sostenido en el tiempo permita aumentar las exportaciones industriales y las del sector de servicios denominado “economía del conocimiento”, si la Argentina ordena su economía no necesitará volver a endeudarse, corriendo el riesgo de atrasar el tipo de cambio, ya que tiene un enorme potencial como país exportador de materias primas. Concretando las necesarias inversiones, el petróleo y el gas de Vaca Muerta, el litio, el cobre y, sobre todo, el sector agropecuario, si se eliminan los derechos de exportación y otros impuestos distorsivos, tienen inmejorables perspectivas para generar fuertes ingresos de divisas en un futuro no tan lejano. Pero, de producirse un saldo comercial favorable en forma permanente, el país deberá adoptar las medidas necesarias para que no pase lo que sucedió en el caso de la “enfermedad holandesa”.

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“La gente está loca”: ¿hay una sentencia más ubicua?
María Marta Preziosa Dra. en Filosofía por la Universidad de Navarra; investigadora y profesora titular FCE, UCA

Alguien dice: ¡la gente está loca! y otro lo escucha con socarra. Alguien dice: ¡los que votaron a Milei están locos! y otro vocifera: ¡los que votaron a Massa están locos! La gente está loca. ¿Hay una sentencia más ubicua que esta? Periodistas como Douglas Murray o Max Fisher han hecho de la locura global títulos de libros. En The Madness of Crowds (2019) o en The Chaos Machine (2024) abordan la exasperación colectiva en el debate político, la caótica polarización en lo público, la furia en las redes sociales, la locura multitudinaria. Michel Foucault (1926-1984) quizá les diría que enunciar la locura provoca una cierta amnistía, una absolución generalizada.
Lo que sigue es una libre y apretada constelación de ideas y supernovas foucaultianas que, pese a los años luz, refleja con intermitencia la oscuridad de una sociedad alterada. El loco es el que no piensa como nosotros, el que no actúa como nosotros. El loco es el otro, el que bajo mi perspectiva está del otro lado. El loco es el poseso, pero también es el desposeído. El loco es el insensato, el imbécil, el furioso, pero también es el extraño, el excluido, el extranjero. El loco es, ante todo, aquel en el que no nos reconocemos. La locura se define negativamente, por aquello que no es. La locura es la evidencia de algo que no está, de un sentido que falta, de un no ser. Entonces, ¿quién puede distinguirla? ¡Nosotros!, los que detentamos las reglas de la razón, que difiere de la razón-no-razonable de los otros.
La locura pone de relieve las separaciones y los enfrentamientos irreconciliables. La locura es, por tanto, un límite. El límite por el que se rechaza al otro, por el que se actúa la separación del otro, por el que se acalla o silencia su lenguaje. Alguien dice: ¡aquel está loco! y el reflejo del espejo en que se mira le responde: vos estás cuerdo y sabés reconocer el secreto profundo del otro que te revela el tuyo.
La perturbación del loco tiene la forma de regresión, de retorno a lo infantil o a lo primitivo. El loco se encierra en su propio mundo y, a la vez, se abandona a los acontecimientos. Su regresión se hace posible por su incapacidad de integrar el pasado en el presente. El loco tiene las facultades del espíritu en movimiento, no está adormecido, pero funciona en el vacío; su intensidad y su fuerza garantizan su inocencia. La locura acarrea la misma inquietud que la muerte, en tanto se vive como una amenaza constante que, en cuyo caso, proviene desde dentro de la propia existencia. La locura es, por tanto y otra vez, un límite. Es el límite de la razón porque se enfrenta a ella, pero es también el límite de la existencia, como la lepra; los que la padecen son excluidos, los que la portan nos recuerdan la presencia del final.
La idea de locura, a lo largo de la historia, se acerca y se aleja de la animalidad feroz, la alienación, la ceguera, el delirio, el desorden, el error, el frenesí, la insensatez, la libertad, lo monstruoso, la pérdida de las facultades mentales, la perversidad, la privación de la posibilidad de reconocer la verdad, lo salvaje, la sinrazón, el sufrimiento. Pero hay también una locura sabia, hay también una locura de Dios (1 Cor., 25).

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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