domingo, 6 de octubre de 2024

ERICA BENNER Y SOCIEDAD Y CAMBIO


Erica Benner: “La gran asesina de las democracias es la desigualdad”
Cuando el sistema político no responde a las necesidades de los ciudadanos, la sociedad deposita una gran cuota de poder en un líder fuerte con tendencia a la hibris, dice la filósofa política británica
Laura Ventura
Erica Benner
Una niña de 14 años espera su turno para saludarla. Erica Benner acaba de participar de un panel en el Hay Festival Segovia, celebrado en un antiguo monasterio del siglo XII, propiedad de la IE University. Benner, filósofa política, habla con dos jóvenes universitarios que han venido a escucharla desde Madrid. Nacida en Tokio y criada en Japón y en los Estados Unidos, ocupó cargos académicos en St. Antony’s College en la Universidad de Oxford, en la London School of Economics y en la Universidad de Yale. Hoy enseña en la Hertie School de Berlín, donde reside. Presidenta de la Sociedad Europea para la Historia del Pensamiento Político, se ha vuelto una referencia en el estudio de las democracias. Su primer libro, Really Existing Nationalisms (1995), y su biografía sobre Maquiavelo, Be Like the Fox: Machiavelli’s Lifelong Quest for Freedom (2018), fueron celebrados por la crítica.
Ahora acaba de publicar Aventuras en democracia. El turbulento mundo del poder popular (Crítica), uno de los libros del año, según The Financial Times, donde analiza distintos hechos del pasado para iluminar el presente. En él reflexiona acerca de la responsabilidad individual en el cuidado de la democracia y analiza el auge de los populismos. “Cuando las personas están desesperadas, buscan a alguien fuerte para darle un poder que transmite una sensación de crecimiento, aunque sea artificial. Pero el hecho de que lo respalden no significa que necesariamente confíen en él”, afirma.
Erica Benner piensa un momento antes de responder a la primera pregunta, que apunta a establecer el origen del actual debilitamiento de las democracias en Occidente. “Si tuviera que brindar una respuesta simple diría que con la desigualdad –responde–. El fenómeno se activa cuando la desigualdad crece y cuando las autoridades no se ocupan de resolverla. Es la gran asesina de las democracias. Esta idea de que tenés un sistema político que les brinda una voz a todos depende de que no haya desigualdad económica. Pero tampoco de otro tipo; por ejemplo, entre hombres y mujeres. La democracia funciona donde las minorías no se sienten ignoradas. Si no cumple con este objetivo, emerge el descontento”.
"Las redes sociales y el mundo digital han reducido la calidad del debate público. Han simplificado los mensajes en beneficio de la imagen"
–Señala que es un momento en el que deberíamos empezar a pensar en diseñar nuevas instituciones porque muchas de la que conservamos no han sido efectivas. ¿Qué tipo de instituciones?
–Creo que el punto de partida, y es un tema que está siendo cada vez más discutido, es la participación ciudadana. Las asambleas y distintos cuerpos colectivos donde los ciudadanos puedan convertirse en asesores de los gobiernos en políticas particulares. Asambleas donde se vea representada una muestra de la ciudadanía mediante una selección al azar, con sus demografías, contextos e ideologías políticas diversas. Puede ser una participación presencial u online, amplia o más reducida, a modo de jurado. Pero lo importante es que los mensajes de la ciudadanía lleguen a las autoridades.
–¿Con qué periodicidad deberían reunirse estos cuerpos colectivos? ¿O deberían funcionar de modo permanente?
–La idea es que no sean permanentes, para que no sufran la influencia de determinado interés. Más bien, los ciudadanos podrían ser reunidos para ocasiones específicas, de modo que los integrantes de estos cuerpos se vayan renovando periódicamente. El objetivo es desprofesionalizar la política para que quienes la ejercen entren y salgan de la función pública sin buscar permanecer para siempre en el poder. Esta es la idea que tenía la democracia en Atenas, así como la república romana y la República de Florencia. En ellas el punto clave era que nadie podía estar demasiado tiempo en el poder, para que no pudiera acumularlo. Si alguien permanecía en él más tiempo de lo debido, no lo hacía oficialmente, sino que se convertía en tirano.
–O se comportaban como tiranos…
–Sí, como el gran Pericles. Las personas piensan que fue la gran voz de la democracia, pero en realidad estuvo durante cuarenta años en el poder. Era un demagogo.
–Escribe a menudo sobre el concepto de hibris, es decir, sobre el modo en el que ciertos líderes tienden a la desmesura y la arrogancia, al punto de cometer bullying contra determinados sectores. ¿Cómo definiría este comportamiento?
–Es un sentido exagerado del poder por parte de quien lo posee. La hibris supone un sentido de la propia fuerza y una sensación de privilegio peligrosamente irreales. Los contagiados de hibris ignoran que el poder tiene sus límites. Los ciudadanos de democracias sólidas también pueden contagiarse del virus de la hibris y caer en la tentación del poder, la riqueza y la fama. Una de las señales más claras de hibris es creer que uno mismo o la propia democracia son inmunes a ella.
–¿Este tipo de líderes se hacen fuertes porque los ciudadanos se lo permitimos? ¿Qué cataliza la proliferación de la hibris en tantos mandatarios de la actualidad alrededor del globo?
–En el liderazgo siempre ha habido hibris, desde la Antigüedad. Heródoto ha escrito sobre la hibris de ciertos líderes, como la del déspota Jerjes, de Persia, quien sobrestimó su propio poder e intentó conquistar a todos los griegos. La pregunta que nos deberíamos hacer es de qué modo podemos evitar que los líderes se conviertan en tiranos. Porque es algo casi natural: quienes están en el poder quieren más poder para que su autoridad e influencia se ejerza de modo efectivo y exitoso. Debemos estudiar la cuestión de la inestabilidad social, porque estas personalidades desmesuradas emergen en contextos donde las personas sin poder buscan una especie de mesías que, precisamente, acumule poder. Cuando las personas están desesperadas, buscan a alguien fuerte para darle un poder que transmite una sensación de crecimiento, aunque sea artificial. Pero el hecho de que lo respalden no significa que necesariamente confíen en él.
–¿En qué momento o ante qué actitud los ciudadanos de una democracia republicana deben preocuparse por el accionar de un líder al frente del Estado?
–Hay situaciones en las que la democracia empieza a sentirse como un monólogo y no como un escenario donde se baten a duelo sin violencia diferentes puntos de vista. Los aspirantes a tiranos intentan monopolizar los canales de información y penalizar las opiniones de los opositores.
"Un tema cada vez más discutido para revitalizar a las democracias es la participación ciudadana, en asambleas o distintos cuerpos colectivos"
–Uno de los problemas de la democracia es el modo en el que algunos gobiernos o líderes avanzan sobre la prensa y sobre los periodistas en particular. Usted escribe que el periodismo es un poder que debe proveer información chequeada. ¿De qué modo puede continuar prestando ese servicio cuando se multiplican los ataques desde el poder?
– Creo que lo que estamos viendo hoy en el terreno digital es que el periodismo no se rinde y que sigue luchando. No se ha amedrentado. Y lo importante es que no cese la corroboración de la información que publica.
–En algunas democracias su trabajo se complica. En la Argentina, por ejemplo, el Gobierno ha limitado el acceso a la información pública mediante un decreto.
–Aquí es donde yo quiero preguntarte sobre la Argentina, porque no conozco bien el contexto. En estas cuestiones la historia del país es relevante, el modo en el que la democracia fue formada importa, así como también el modo en el que sus instituciones funcionan para mantener la estabilidad democrática. Es importante saber de dónde venimos, pero también hacia qué democracia estamos yendo. Convivimos con muchas decisiones y personas que no nos gustan, pero la premisa debe ser mantener la habilidad para discutir de modo constructivo. Distingo entre lo que llamo incivilidad activa y pasiva. Esto es, entre los insultos y abusos directos, por un lado, y negarse a interactuar con personas que no están de acuerdo con nosotros, por el otro. Esta última es más peligrosa. Las sociedades que tuvieron tormentas y crisis políticas de mayor gravedad, así como momentos de inestabilidad, por ejemplo España, Japón, Alemania, la Argentina y otros países de América Latina, se enfrentan a cuestiones que se mantienen en silencio, cuestiones de los que no se debe hablar y así surge el tabú. Así, las personas que están descontentas estarán más descontentas aún.
"Un triunfo de Trump sería un gran desafío para quienes quieren que la democracia signifique que las personas tengan voz y autodeterminación"
–¿Cree que hoy los debates en el seno de la sociedad han perdido profundidad? ¿Hay menos racionalidad y más apelación a las pasiones en el discurso político?
–Las redes sociales y el mundo digital han reducido la calidad del debate público. Han simplificado los mensajes e ideas democráticas en beneficio de imágenes. Se busca el impacto visual y emocional, en mensajes que no habilitan una discusión constructiva. Muchos de ellos incluso son difíciles de rebatir, salvo que se pueda probar que se trata de información falsa. Pero, al mismo tiempo, los jóvenes que se criaron con la eclosión de las fake news y con la inteligencia artificial pueden detectar más fácilmente las mentiras. Dicen: “No somos estúpidos”. Gracias a internet las personas se pueden conectar globalmente y esto sigue siendo positivo, porque supone una amenaza para los gobiernos que intentan cometer abusos de poder. “Estos gobiernos intentan asustarnos, vamos a luchar contra eso. Tenemos el poder online”, dicen los que se enfrentan a esos abusos y así desafían a estos líderes. Por ejemplo, en Kenia hay un movimiento prodemocrático muy fuerte y, aunque pongan sus vidas en peligro, estos activistas se levantan contra el gobierno actual.
– Sostiene que debemos empezar, como individuos, a pensar y a actuar consecuentemente para defender la democracia. ¿De qué modo?
–No soy una académica institucional. Soy una académica de filosofía y de historia de las ideas. Debo decir, ante esta pregunta, que mi impresión proviene de lo que hablo con muchas personas, en particular con jóvenes. He advertido, en las protestas de alumnos para terminar la violencia en la Franja de Gaza, un movimiento global. Me parece un dato positivo, siempre que la preocupación no sea tomar partido por Israel o por Palestina, sino que se manifieste por el cese de la violencia en Medio Oriente. En estos reclamos humanitarios surge también un modo de pensar en la democracia y en aquello que se puede hacer por ella en nuestros propios países.
–La Argentina tiene una gran población de origen judía. Tristemente, han surgido también con los reclamos humanitarios discursos antisemitas y de odio. Junto con las voces de personas que quieren democracia y paz, surgen también discursos antisemitas.
–Ha sido shockeante. En Alemania, donde vivo, esto ha sido muy intenso y allí hay una gran población judía. No queremos que regrese el antisemitismo. Lo que no podemos hacer es permitir que se silencien discusiones en torno a la derechos humanos o al abuso gubernamental. Y surge una pregunta, ¿a qué llamábamos antisemitismo antes y a qué llamamos antisemitismo ahora? La diferencia es que el de hoy, motivado por lo que ocurre en Medio Oriente, es político y no racial.
"A un líder populista es posible quebrarlo; a un líder autoritario, no. Pero cuidado, un líder populista puede convertirse en autoritario"
– Los jóvenes la siguen, la estudian. ¿Por qué considera que es un segmento de la ciudadanía clave para sostener la salud de la democracia?
–Los jóvenes son cruciales para la democracia porque deben mostrar una determinación y una voluntad propias para actuar en un mundo donde todos les dicen que las cosas están fuera de control. Muchos de ellos se sienten indefensos y le temen al mañana. Me preocupa además que tantos jóvenes vivan en el mundo online, lo que indudablemente afecta su existencia. Me refiero en particular al modo en que los incita a la competencia y a la perfección, a partir de las imágenes que circulan en el espacio de la Web.
– En la Argentina el voto es obligatorio. ¿Piensa que debería ser opcional?
– Sugiero que las asambleas ciudadanas sean obligatorias, del mismo modo en el que un juicio por jurados lo es, a la hora de convocar a la ciudadanía. En cuanto al voto, confieso que solo he votado algunas veces en mi vida. No creo que el voto deba ser obligatorio. Hay que contemplar también a quienes no se deciden a quién votar o no les interesa apoyar a ningún líder en particular.
–¿De qué modo distinguiría el populismo de un gobierno autoritario?
– Hay un amplio espectro entre ambos. En cada caso concreto hay que analizar los conflictos particulares de la sociedad en cuestión, y también el modo en el que actúan las instituciones. Cuando hay insatisfacción social, los ciudadanos le brindan una gran cuota de poder a un líder. Hoy llamaríamos populista al demagogo, una figura que ha existido siempre, cuyo poder depende del apoyo del pueblo. Pero hay una diferencia. A un líder populista es posible quebrarlo; a un líder autoritario, no. Pero cuidado, un líder populista puede convertirse en un líder autoritario. Si esto ocurre, es mejor no entrar en pánico. Se necesitan personas reflexivas que adviertan sobre lo que está pasando.
–¿Cómo se verá afectada mundialmente la democracia si Donald Trump gana las elecciones en Estados Unidos?
– Será un gran desafío para quienes quieren que la democracia signifique que las personas tengan voz y autodeterminación. En la historia, la democracia plena nunca ha tenido una larga vida, pero tras cada caída se ha levantado en busca soluciones y nuevas vías. Si llegara a ganar Trump, será también una invitación para ser más creativos.
Festival Segovia




EXPERTA EN HISTORIA DE LAS IDEAS
Perfil: Erica Benner
De origen británico, Erica Benner nació en Tokio y creció en Japón y en el Reino Unido.
Obtuvo su doctorado en Filosofía por Oxford.
Especializada en la historia de las ideas políticas, ha ocupado cargos académicos en el St. Antony’s college de Oxford, en la London School of Economics y en la Universidad de Yale.
Hoy enseña en la Hertie School de Berlín, donde reside
Es autora de varios libros, entre ellos Really Existing Nationalisms (1995) y Be Like the Fox. Machiavelli’s Lifelong Quest for Freedom (2017), nominado a mejor libro de 2017 por el diario The Guardian y al premio Elizabeth Longford de Biografía Histórica, en 2018.
Es presidenta de la Sociedad Europea para la Historia del Pensamiento Político.
Acaba de publicar Aventuras en democracia. El turbulento mundo del poder popular (Crítica), libro al que el Financial Times eligió como una de las lecturas del año

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El derecho del trabajo puede ser actualizado, pero no desmantelado
La existencia de sindicalistas corruptos, jueces deshonestos o abogados inescrupulosos no justifica la pretensión del Gobierno de desarticular instituciones laborales fundamentales
Juan Manuel Palacio




Hace unos 150 años, un conjunto de voces provenientes de rincones ideológicos diversos convergió en un diagnóstico sombrío sobre el mundo en que vivían. El capitalismo, librado a sus anchas, estaba provocando estragos entre los más desfavorecidos de la sociedad y la explotación de los trabajadores, mujeres y niños, con jornadas interminables en lugares de trabajo insalubres, era su cara más elocuente y descarnada. Era por lo tanto necesario revisar sus principios teóricos fundacionales, en particular la idea de que las fuerzas del mercado y la persecución del interés individual derivaría en el bienestar colectivo, porque lo que veían sus ojos desmentía esa tesis. Y, aunque con ligeras variaciones, esas voces también coincidían en las soluciones: para evitar los excesos e injusticias que generaba el capitalismo, esos principios sagrados (el individualismo, la libertad, la propiedad, el mercado) debían ser limitados y administrados para servir a un principio mayor, el del bienestar del cuerpo social.
"Para el derecho laboral, el trabajo no es una mercancía"
No hay muchos casos en la historia en que voces tan disímiles y distantes coinciden en diagnósticos y estrategias a seguir frente a cuestiones tan acuciantes. “Los obreros, obligados a venderse diariamente, son una mercancía como cualquier artículo de comercio; sufren, por consecuencia, todas las vicisitudes de la competencia, todas las fluctuaciones del mercado”, decían Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848. “Poco a poco ha sucedido que los obreros se han encontrado entregados, solos e indefensos, a la inhumanidad de sus patronos y a la desenfrenada codicia de los competidores”, denunciaba la encíclica Rerum Novarum del papa León XIII, en 1891. “El bienestar físico, moral e intelectual de los asalariados industriales es de importancia esencial desde el punto de vista internacional” y “la paz universal solo puede fundarse sobre la base de la justicia social”, proclamaron las naciones libres reunidas en Versailles en 1918. Y para perseguirlo, crearon una institución –la Organización Internacional del Trabajo–, a fin de velar por el bienestar de los trabajadores y promover marcos normativos en todo el mundo para regular las relaciones laborales bajo la consigna de que “el trabajo no debe considerarse como una mercancía o un artículo de comercio”.
Un nuevo clima de ideas se había instalado en el mundo occidental. En palabras de Duncan Kennedy, otra “forma de pensamiento” que cambió el modo en que se concebía el contrato social y se articuló en un nuevo lenguaje. En el mundo jurídico, eso se plasmó en una disciplina nueva: el moderno derecho del trabajo. Éste se fundaba en una filosofía completamente opuesta a la que sostenía los contratos laborales hasta entonces. La relación de trabajo no debía ya ser comprendida, como lo hacían nuestros códigos civiles inspirados en el de Napoleón de 1804, como un contrato de locación que pactan dos personas en igualdad de condiciones y de forma enteramente libre. Antes bien, dichos contratos comportaban una relación esencialmente desigual, entre una persona poderosa y una más débil y subordinada, que por lo tanto, fruto de su necesidad, podría terminar aceptando condiciones contractuales abusivas. Era entonces necesaria una acción que revirtiera esas relaciones asimétricas a través de, en palabras de François Ewald, “un instrumento de intervención destinado a compensar y corregir desigualdades, a restaurar equilibrios amenazados”.
Carlos Acuña, Héctor Daer y otros líderes sindicales llegan a un encuentro en la Casa Rosada, el lunes pasado
Ese instrumento fue la legislación laboral, “un derecho de discriminaciones positivas”, en el sentido de que, por vía de normas de orden público e irrenunciables, inclina la balanza a favor del trabajador para protegerlo de las consecuencias negativas de esa desfavorable relación de fuerzas.
"Al final, el capital y el trabajo encontraron un cauce"
Es así que, durante la primera mitad del siglo XX se conforma el campo del derecho del trabajo en todo el mundo atlántico, sobre tres pilares institucionales. El primero, un programa legislativo que se inauguró en todas partes con la pionera ley de accidentes de trabajo, y que ya se anunciaba en Versailles como orden del día para la primera Conferencia Internacional del Trabajo, que se celebraría en Washington en 1919: jornada de ocho horas, descanso dominical, prohibición de trabajo infantil, limitación de trabajo de las mujeres, salario dignos e iguales para ambos sexos, derecho de asociación, etc. Esa agenda legislativa se fue ampliando y perfeccionando con el tiempo para incorporar, entre muchas otras, algunas leyes que son hoy emblemáticas del derecho laboral, como las vacaciones pagas, la indemnización por despidos o el salario mínimo. El segundo pilar fue la creación de instituciones estatales para sostener y vigilar el cumplimiento de la nueva legislación, que también fueron ganando volumen e importancia con el paso de los años, desde los primeros departamentos de trabajo en la segunda y tercera década del siglo XX hasta su posterior jerarquización en secretarías de Estado y ministerios. Por fin, el tercer pilar fundamental fue la creación de un nuevo fuero en el ámbito del Poder Judicial, los tribunales del trabajo, una jurisdicción especial compuesta por jueces imbuidos del espíritu de lo que Alfredo Palacios bautizó como “el nuevo derecho”, algo que se consideraba imprescindible para la correcta aplicación de la legislación laboral.
Resistencias
De más está decir que la consolidación del nuevo marco legal y sus organismos de aplicación no fue inmediata ni gozó de la aceptación generalizada de todos los sectores de la sociedad, ni siquiera dentro de la comunidad académica y jurídica. Antes bien, las resistencias fueron muchas y las provenientes del mundo del derecho y la justicia no fueron las más dóciles, como quedó expresado en la polémica que sostuvo el citado Palacios (impulsor y redactor de las primeras leyes laborales del país desde su banca de diputado) con el entonces decano de la Facultad de Derecho de la UBA y decidido “civilista”, Estanislao Zeballos. Y ni que hablar de las más esperables reacciones adversas del mundo empresarial de entonces, que veía en la nuevas normas no solo una intromisión del Estado en asuntos que consideraban privados sino una amenaza directa a sus ganancias. Aún con todo eso, con el paso del tiempo el derecho laboral se fue consolidando y al final del camino el capital y el trabajo encontraron el cauce de una nueva relación bajo los principios del “nuevo derecho”.
"Para el Gobierno, todo se reduce a una ‘casta’ privilegiada"
Un siglo y medio más tarde del origen de estas nuevas ideas, gobiernos inspirados en un nuevo liberalismo extremo pretenden dar con tierra con las protecciones y derechos que por largo tiempo construyó la legislación laboral, en nombre de los excesos que puede haber generado su uso, especialmente ante los tribunales del trabajo y gracias a una camarilla de representantes legales buscapleitos (“la industria del juicio”). El argumento más pedestre que se esgrime para esto es que esas protecciones aumentan innecesariamente los costos empresariales y por lo tanto le restan competitividad a la economía nacional frente a otras que no tienen esos marcos legales (y que por lo tanto –esto se dice menos– basan su competitividad en la sobreexplotación de sus trabajadores).
Pero existe un argumento más sofisticado. Es el que sostiene que el derecho del trabajo, como disciplina que se conforma en la primera mitad del siglo XX, nació para proteger a una clase obrera unas relaciones de trabajo que hoy están en proceso de extinción: el trabajador “fordista”, con un empleo estable durante toda su vida, en una misma fábrica y a las órdenes de un mismo empleador hasta su jubilación. Por lo tanto, en la medida en que esa clase de obrero es cada vez más minoritaria y la mayoría se compone, por el contrario, de trabajadores temporarios, informales, cuentapropistas y no registrados, que entran y salen del mercado y tienen múltiples y efímeros empleadores a lo largo de sus vidas, ese derecho del trabajo ha perdido vigencia y relevancia, porque termina protegiendo solo a unos pocos privilegiados, los trabajadores formales. Por lo tanto, al “fin del trabajo” debería corresponderle el “fin del derecho del trabajo”.
Debate profundo
A discutir este segundo argumento se abocan desde hace décadas las ciencias sociales y jurídicas en todo el mundo. No hay de parte de ellas ningún interés corporativo a la vista ni intención oculta detectable, ni siquiera animadversión con el orden capitalista. Se trata de un debate profundo, que busca dar respuesta a ese dilema contemporáneo de las sociedades “postsalariales”: cómo hacer para que el derecho del trabajo no pierda su vigencia en este mundo del empleo tan distinto y, sobre todo, no renuncie a sus principios fundamentales, que podrían resumirse en uno solo: la protección del más débil en el contrato laboral. Porque si algo no ha cambiado entre todo lo que ha cambiado es esa verdad innegable: las relaciones entre alguien que necesita trabajo y el que lo ofrece (sobre todo en un mundo en el que los primeros sobran y los segundos escasean) serán siempre desiguales, a favor del más poderoso; por lo tanto, sigue siendo necesario proteger al trabajador de cualquier cláusula abusiva que la necesidad lo lleve a aceptar.
Algunos gobiernos propugnan soluciones para este dilema buscando el consejo de los juristas y académicos que sostienen ese debate. Solo como ejemplo, la Unión Europea encomendó hace algunos años al filósofo del derecho Alain Supiot reunir un grupo multidisciplinario de destacados especialistas para estudiar el problema del empleo y sus regulaciones en el Viejo Mundo, lo que derivó en la publicación, en 1999, de un sesudo informe (conocido como “informe Supiot”), que sirvió para orientar las políticas laborales de los países miembros de la UE y para alimentar el citado debate en el mundo jurídico alrededor del globo, en busca de una solución para adaptar las protecciones laborales a la actual realidad del empleo.
"La existencia de sindicalistas corruptos, jueces ímprobos y abogados inescrupulosos que medran con las necesidades de los trabajadores y abusan del sistema de protecciones no justifica el proyecto de desmantelar todo el andamiaje del derecho del trabajo sin más"
Mientras tanto, aquí, en la Argentina, que siempre presume de una arrogante originalidad, el gobierno actual pretende borrar de la faz de la tierra todas las instituciones laborales, ignorando las razones históricas de su existencia y desconociendo el debate existente sobre el problema en todo el mundo (no se sabe si por simple ignorancia o por considerar que quienes lo libran son “colectivistas” de alguna cepa o responden a intereses espurios). En vez de eso, elige atacar las protecciones al trabajo con una lluvia de agravios y descalificaciones de dudosa calidad en las redes sociales. Porque de lo que se trata es solo de “la casta” (de los sindicalistas, de los jueces del trabajo, de los juristas y también, por qué no, de los científicos sociales) que lo único que persigue es mantener sus privilegios, entorpeciendo la sana marcha de los negocios.
No es sencillo tumbar una frase ingeniosa de 280 caracteres con un paper de 30 páginas a simple espacio. Menos aún cuando lo primero está por estos días sobrevalorado y parece ser lo único que “funciona” y lo segundo es sistemáticamente desprestigiado por el aparato mediático oficial. Pero no por eso debemos todos proponernos desarrollar habilidades en la retórica exprés de las redes sociales. Esta nota pretende ser una pequeña contribución a un debate necesario que, como con otras cosas urgentes, debería darse en la Argentina con toda la seriedad y serenidad que merece el caso.
La existencia de sindicalistas corruptos, jueces ímprobos y abogados inescrupulosos que medran con las necesidades de los trabajadores y abusan del sistema de protecciones no justifica el proyecto de desmantelar todo el andamiaje del derecho del trabajo sin más. Antes bien, dicho proyecto parece sustentarse en una forma distinta de concebir los acuerdos básicos de una sociedad, profundamente individualista y alejado de toda búsqueda de la justicia social, que no necesariamente compartimos todos sus miembros.
Historiador; su último libro es Desde el banquillo. Escenas judiciales de la historia argentina (Edhasa)

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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