viernes, 29 de noviembre de 2024

DESTITUCIÓN Y EDITORIALES


Un alegato contra la ideologización de la Justicia
El jury es una herramienta para usar en casos de corrupción, arbitrariedad o negligencia extremas, no como amenaza contra cualquier juez cuya sentencia genere dudas o desacuerdos
Luciano Román
¿ Losjuecespueden ser destituidos por una sentencia que no satisfaga a alguna de las partes o a ciertos sectores del poder o la política? ¿Se los puede castigar por un fallo que no se ajuste a determinados cánones ideológicos? ¿Están expuestos a perder su cargo por no valorar los hechos o las pruebas en sintonía con algunas franjas de la opinión pública o con la postura de grupos militantes? Aunque parezcan absurdas en un sistema republicano, estas son las preguntas que rondaron un proceso de enjuiciamiento que acaba de terminar en la provincia de Buenos Aires. Fue un jury que pasó casi inadvertido fuera del mundo abogadil y judicial, pero que estuvo a punto de “cargarse” a dos magistrados bonaerenses por una sentencia que no les cayó bien a sectores identificados con el feminismo declamado por el gobierno de Alberto Fernández.
Hace falta una breve exposición de los hechos. Todo se remonta al año 2016, en Mar del Plata, cuando llegó muerta a una sala de primeros auxilios una adolescente que se llamaba Lucía Pérez. Hasta allí la habían llevado tres hombres, que luego enfrentaron un juicio bajo la acusación de autoría o participación en un presunto femicidio antecedido por un abuso sexual. El hecho conmocionó a la sociedad y se convirtió en un caso emblemático del movimiento Ni Una Menos. La fiscal que intervino en una primera instancia habló de una “muerte por empalamiento”, aunque luego terminó apartada, cuando los peritajes científicos confirmaran que eso nunca había ocurrido.
Tres jueces (Pablo Viñas, Facundo Gómez Urso y Aldo Carnevale, del Tribunal Criminal Nº 1 de Mar del Plata) examinaron los hechos y, después de valorar la prueba, entendieron que no había sido un caso de femicidio y que no había existido abuso sexual, sino una muerte por aparente sobredosis. Condenaron a los acusados a 8 años de prisión por comercialización de drogas, en una pena agravada por haberle vendido a una menor y en la puerta de un colegio. Pero los absolvieron de los cargos de abuso sexual y femicidio. ¿Un fallo opinable? Por supuesto. ¿Revisable? Desde ya. ¿Equivocado? Tal vez. De hecho, intervino el Tribunal de Casación y ordenó un nuevo juicio en el que los mismos acusados fueron condenados por abuso sexual y femicidio, después de que las pruebas y los hechos se interpretaron de otra forma.
Hasta ahí las cosas hubieran transitado por los carriles normales del sistema judicial si no fuera porque los integrantes del tribunal que llevó a cabo el segundo juicio estaban advertidos de que fallar en el mismo sentido que los primeros les acarrearía, seguramente, un pedido de juicio político, como ya enfrentaban los magistrados de la sentencia inicial.
Ocurre que un grupo de legisladores y funcionarios del último gobierno kirchnerista, encabezado por Victoria Donda y Gabriela Cerruti, acusaron a los jueces que dictaron la primera sentencia de “mal desempeño”. Les reprocharon no haber fallado con “perspectiva de género”, haber hecho un juzgamiento “patriarcal de la víctima” y haber actuado con un “criterio androcéntrico”. El entonces presidente Fernández se sumó a la presión. Posó con una camiseta con el rostro de Lucía, calificó el hecho de un “femicidio” y advirtió que no iba a “permitir la impunidad”. Falló antes que la Justicia.
Lo cierto es que la ofensiva política por aquella sentencia derivó en la suspensión de los magistrados, que, después de valorar las pruebas, bien o mal, concluyeron que no había ocurrido un abuso, sino relaciones consentidas, ni tampoco un femicidio, sino una muerte derivada del exceso en el consumo de drogas. Los mismos jueces habían fallado con severidad en otros casos en los que sí habían encuadrado los hechos como violencia de género. En sus carreras judiciales no tenían manchas de ningún tipo ni denuncias por arbitrariedades o desvíos. Pero su fallo en el caso de Lucía no satisfizo las expectativas punitivas de un sector del poder que, montado sobre una hipótesis de la fiscal que luego se reveló falsa, había encuadrado los hechos por fuera del proceso y había incurrido en un auténtico pre-juicio.
Todos estos antecedentes acaban de ser revisados en un jury de enjuiciamiento que condujo, con ecuanimidad y profesionalismo, el presidente de la Suprema Corte bonaerense, Daniel Soria. Se hizo sin estridencia y lejos de los reflectores, pero cientos de jueces y abogados siguieron por Zoom sus alternativas con especial atención: en esas audiencias se jugaba un principio básico del Estado de Derecho, como es la independencia de los jueces. La destitución de esos dos magistrados (el tercero no llegó al jury porque se había jubilado) hubiera implicado un mensaje desolador para toda la Justicia. Una condena en el jury se hubiera leído, inevitablemente, como una advertencia directa a aquellos jueces que fallaran en contra de las presiones políticas, de los ideologismos de moda o de los “consensos” de la opinión pública. Hubiera sido, de algún modo, la consagración de una justicia militante o de virtuales “tribunales populares”. Y habría avalado la idea de que si el juez no falla como creemos que debería hacerlo, falla mal.
El jury, por unanimidad, absolvió a los dos jueces y ordenó su inmediata reposición en sus cargos, restituyéndoles además el recorte salarial que les había sido impuesto durante una suspensión que se extendió por tres años. No es un fallo condescendiente. Sugiere, incluso, la conveniencia de revisar el sistema sancionatorio de los magistrados para que existan alternativas intermedias (ni tan suaves como el mero apercibimiento ni tan extremas como la destitución) para los casos en los que se produzcan errores groseros, pero sin mala fe, o actitudes poco profesionales en el curso de un proceso. Pero es un fallo que preserva el principio vertebral de la independencia de los jueces. Y que le devuelve al jury el sentido de una herramienta para ser utilizada ante casos de corrupción o de arbitrariedad o negligencia extremas, no como una amenaza para cualquier juez cuya sentencia genera dudas o desacuerdos.
¿Hubieran terminado acusados los jueces de Dolores si no dictaban perpetuas por el crimen de Báez Sosa?
El resultado de este jury es leído por miles de jueces como un mensaje tranquilizador. Les dice algo que podría traducirse así: “fallen de acuerdo con su leal saber y entender; háganlo con independencia y profesionalismo, sin inclinaciones demagógicas hacia un lado o a hacia otro; si se equivocan, el sistema está diseñado para autocorregirse y revisar sus decisiones, aunque creemos que algunos errores deberían tener un costo mayor al que prevé el sistema actual. Pero nadie los va a echar por un fallo que, aunque resulte opinable, y con el que podamos, incluso, disentir abiertamente, haya sido dictado con honestidad jurídica e intelectual”. No se trata, por supuesto, de una justificación para sentencias que muchas veces contradicen el sentido común y desencadenan consecuencias trágicas, sino de una defensa de principios básicos del sistema republicano.
En el fondo, el pronunciamiento de este jury es también un sutil y sofisticado alegato contra algo que se ha enquistado en estamentos judiciales de todo el país: las decisiones basadas en prejuicios o en corrientes ideológicas que han derivado en algo que suena paradójico, pero que está muy extendido: el “punitivismo progre”. En casos de género o de familia, por ejemplo, es habitual ver que la mera afirmación de una presunta víctima se lleva puesto todo el sistema probatorio, sobre el cual se monta la arquitectura fundamental de un sistema jurídico confiable.
Sectores políticos e ideológicos que han defendido el ultragarantismo frente al delito común adhieren ahora a una suerte de punitivismo radical, casi sin derecho a la defensa ni la prueba, cuando se trata de casos de género, de “gatillo fácil” o de lesa humanidad, por citar algunos ejemplos.
En el fuero de Familia ha tendido a naturalizarse la aplicación de restricciones que funcionan como penas anticipadas. Basta la afirmación acusatoria contra un hombre, adjudicándole una difusa forma de “maltrato”, para que la Justicia le prohíba inmediatamente tener contacto con sus hijos. No importa que no existan pruebas. ¿Puede concebirse un castigo peor para un padre y un daño mayor para un hijo? Muchos jueces, sin embargo, tienen miedo a terminar ellos mismos acusados si no fallan con esos estándares.
En casos de delitos de género se aplican prisiones efectivas aunque el monto de le pena sea inferior a tres años, así como en causas de lesa humanidad se niega la domiciliaria a condenados de más de 75 años. En estos casos, las garantías parecen quedar en suspenso, aplicando un punitivismo ideológico del que los jueces, muchas veces, tienen temor a apartarse para no desafiar la opinión de minorías influyentes y ruidosas.
En ese contexto debe leerse la sentencia del jury contra los jueces marplatenses. Es, por elevación, un fallo contra cualquier variante del “ideologismo justiciero” y en favor de la plena independencia de los magistrados. Es una declaración de principios frente a las concepciones autoritarias que derivaron, por ejemplo, en el descabellado pedido de juicio político que motorizó el kirchnerismo contra la Corte nacional, a la que pretendió llevar al banquillo por fallos que no le gustaban.
Por supuesto que la Justicia debe actuar con perspectiva de género. También debe hacerlo con especial sensibilidad hacia las víctimas. Pero debe reservarse una completa independencia para valorar los hechos y las pruebas, despojándose de presiones, sentimientos e ideologismos. Al momento de fallar, los jueces deben abstraerse de la dirección en la que soplan los vientos. Por ahí pasa, al fin y al cabo, la diferencia crucial entre un magistrado y un verdugo.

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¿Deben derogarse las PASO?
Al margen de las indudables falencias del actual sistema electoral, es preciso que toda reforma sea fruto de un amplio consenso
El gobierno de Javier Milei ha presentado dos proyectosde ley tendientes a modificar nuestro régimen electoral. El primero propicia la eliminación de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) y la reforma de la manera en que se financian los partidos políticos, reduciendo fuertemente el apoyo económico estatal e incrementando la posibilidad de los aportes privados. La segunda iniciativa apunta a aumentar las exigencias y los requisitos para el reconocimiento de un partido político en el nivel nacional.
En más de una oportunidad, nos hemos referido en esta columna editorial a las falencias del actual sistema electoral asociado a las PASO. En muchas ocasiones, tanto en el orden nacional como en el provincial, no han sido más que una muy costosa encuesta, en función de que no posibilitaron una genuina competencia interna para la selección de postulantes a cargos electivos en la mayoría de las fuerzas políticas. Desarrollar un sistema obligatorio de primarias abiertas para que los líderes partidarios terminen eligiendo a dedo y entre cuatro paredes a sus candidatos resulta un contrasentido. Un verdadero despropósito nacional.
Uno de los casos más emblemáticos de fuerzas políticas que han perdido la oportunidad de tender puentes hacia los sectores independientes de la sociedad en pos de una necesaria renovación ha sido el del kirchnerismo, que prácticamente nunca empleó las PASO para dirimir candidaturas a cargos electivos nacionales.
Algo similar se observó recientemente en el proceso que concluyó con la proclamación de Cristina Kirchner como líder del Partido Justicialista. Sin posibilidad de competencia interna, la política en la principal fuerza opositora de la actualidad sigue girando en torno de los problemas judiciales de la expresidenta de la Nación. De cara a las próximas elecciones legislativas, Cristina Kirchner necesita estar rodeada en el Congreso de la Nación de militantes de su máxima confianza para avanzar en un proyecto cuyo eje central no es otro que la consagración de su impunidad ante los escándalos de corrupción que ella protagonizó durante su gestión al frente del Poder Ejecutivo Nacional y, más recientemente, haciéndose adjudicar un beneficio jubilatorio absolutamente obsceno.
Está claro que para la expresidenta la posibilidad de disensos internos debe estar vedada, por lo que las primarias abiertas no figuran dentro de sus cálculos. La selección de los candidatos debe pasar siempre por su propia lapicera.
La finalidad de las PASO ha sido alentar la participación activa de la ciudadanía para mejorar los canales de representación política, de modo que quienes accedan a cargos electivos sientan un auténtico compromiso con quienes los votaron, antes que con las cúpulas partidarias que puedan digitar sus postulaciones o con un puñado de militantes y afiliados. Pero desde el momento en que la mayoría de las fuerzas partidarias eluden la competencia interna abierta, el sistema diseñado exhibe sus flaquezas e implica un gasto innecesario para las arcas del Estado.
No es ese, sin embargo, el único inconveniente que han causado las PASO. Un dato no menor es el riesgo de crisis institucional que generan cada cuatro años estos comicios al realizarse nada menos que cuatro meses antes del traspaso del poder presidencial.
Los convencionales que reformaron la Constitución nacional en 1994, luego de la triste experiencia de la crisis de 1989, en que Raúl Alfonsín debió anticipar la entrega del poder al entonces presidente electo Carlos Menem, procuraron acotar al máximo el período entre las elecciones presidenciales y la transferencia del mando. Por ese motivo, estipularon que los comicios generales deberían efectuarse dentro de los dos meses anteriores a la asunción del nuevo presidente y que la eventual segunda vuelta electoral se llevara a cabo dentro de los treinta días de celebrada la primera. Pero la inclusión de las PASO, tras la sanción de la ley impulsada por el gobierno de Cristina Kirchner a fines de 2009, alargó los tiempos, dando lugar a la posibilidad de que un resultado contundente en favor de un candidato de la oposición en las primarias dejara al presidente en ejercicio en una situación de prematura debilidad cuatro meses antes del traspaso del mando, aun cuando no hubiera todavía una elección formal.
Así, las PASO, en años de recambio presidencial, se han constituido en un elemento de inestabilidad imprevisto, además de costoso e inútil.
Si bien su derogación resulta, en ese sentido, atendible, es menester tener en cuenta otras cuestiones, antes de abordar cualquier reforma de fondo. La primera es que las reglas de juego electorales, que hacen a la esencia de una democracia representativa, deben ser estables y previsibles; por consiguiente, no es factible modificarlas poco antes de un proceso eleccionario ni en función de las conveniencias de un determinado sector político con capacidad de imponer su número en el Poder Legislativo. Una segunda cuestión es que cualquier reforma electoral debería ser sancionada con el máximo consenso político posible, en tanto las elecciones constituyen el primer peldaño para la consolidación de un sistema democrático.
Así como ningún sistema electoral es perfecto, ninguna reforma electoral podrá ser completamente inocente. Es probable que casi siempre favorezca a unos y resulte desfavorable para otros. De ahí que resulte sano el criterio de que cualquier proceso de modificación de las reglas electorales no se aplique para los comicios más inminentes, sino después de que transcurra al menos una tanda eleccionaria, al tiempo que sea el fruto de un amplio y profundo debate legislativo que derive en sólidos consensos.

Alcoholismo juvenil: serio riesgo
El alcoholismo es una problemática de salud pública que afecta a millones de personas en todo el mundo. En la Argentina se registran alrededor de 8000 muertes anuales vinculadas al él y ocupamos el segundo lugar en consumo de alcohol en América del Sur, con un promedio de 9,88 litros por persona al año.
Su consumo en exceso a edad cada vez más temprana deriva en cuadros de pancreatitis, hepatitis agudas, coma alcohólico y hasta cirrosis en jóvenes menores de 20 años.
Un estudio del Observatorio de Adicciones y Consumos Problemáticos de la Defensoría del Pueblo porteña entre 18.000 estudiantes de 12 a 21 años, reveló que el 68% consumió alcohol al menos una vez en su vida, el 71,5% comenzó a beber antes de los 15 años y el 12,4%, antes de los 12.
La Tercera Encuesta Mundial de Salud Escolar de 2018 reportó que el 77,1% de los adolescentes argentinos de 13 a 15 años consumió alcohol por primera vez antes de los 14 y que siete de cada diez compraron bebidas alcohólicas pese a la prohibición por ley.
Silvia Cabrerizo, pediatra toxicóloga del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez y secretaria del Grupo de Trabajo de Adicciones de la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP), advierte que el desarrollo cerebral concluye entre los 21 y los 25 años, por lo que cuanto más precoz el consumo, mayor es el daño que ocasiona.
El consumo episódico conocido como binge drinking no es ni más ni menos que un atracón de alcohol. La proliferación de las llamadas “previas”, las reuniones que los chicos organizan en sus propias casas para tomar antes de salir a un bar o boliche, son ya moneda corriente. La contracara son muchas veces padres que se reconocen impotentes y resignados ante estas conductas, sin entender que deberían involucrarse más en la vida de los jóvenes.
La desaprensiva aceptación social y cultural del alcohol, el estrés y la publicidad son elementos que contribuyen al aumento del consumo. Sin una categórica reacción de la sociedad, sin campañas de prevención inteligentes y sostenidas y sin el cumplimiento de la prohibición de expendio a menores, poco podremos hacer para abordar una enfermedad tan compleja que se adueña de nuestros jóvenes.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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