sábado, 30 de noviembre de 2024

REFORMAS ESTRUCTURALES, , Y CONFLICTO LIMÍTROFE


Hacia una agenda acorde con nuestras urgencias y sostenible en el tiempo
Se trata de un desafío intergeneracional que debe atravesar varias décadas para consolidarse, demostrar resiliencia y resistir los intentos de reversión total o parcial de los éxitos iniciales
Sergio Berensztein


Javier Milei prometió en varias oportunidades que, una vez concluida esta primera etapa de su gobierno, focalizada en la estabilización de la economía, pretende implementar “tres mil reformas estructurales”. Revisando la vasta literatura sobre esta cuestión, que se puso de moda en la década de 1980 y que generó una enorme cantidad de estudios de caso en los siguientes veinte años, no queda claro a qué se refiere el primer mandatario cuando utiliza este concepto. Las típicas reformas estructurales son la impositiva, la laboral, la jubilatoria, la comercial (apertura), la desregulación de áreas controladas o monopolizadas por el Estado, las privatizaciones (incluyendo las concesiones para mantener y modernizar la infraestructura física y mejorar la movilidad de bienes y personas), la monetaria, la financiera y bancaria y la de la administración pública (involucra temas cruciales, como tecnología de la información, política de contratación de personal y mecanismos de transparencia y control). Los gobiernos las plantean en una secuencia lógica en función de las urgencias, las posibilidades de la coyuntura y el ciclo político-electoral. Nunca son procesos sencillos, ligeros ni exentos de obstáculos. Por el contrario, surgen dificultades de todo tipo, hasta en el terreno legal. Es evidente que anunciar es más sencillo que llevar a cabo. Reformulando la máxima de Perón, mucho más difícil que decir es hacer y resulta muchísimo más fácil prometer que realizar.
Luego aparece una agenda de reformas de “segunda generación”: una vez que las cuestiones macro están más o menos resueltas o encaminadas, es necesario mejorar la calidad de bienes públicos esenciales, como la justicia, la educación, la salud y la seguridad ciudadana (abarca el servicio penitenciario). En esta etapa surgen debates sobre la pertinencia y la calidad de la regulación en cuestiones como defensa de la competencia o control de los servicios públicos privatizados o concesionados. Finalmente, en países federales es imperioso revisar los mecanismos de distribución de recursos y funciones entre la Nación y los estados subnacionales, así como los criterios de subsidiariedad que comprenden a los gobiernos locales. No suele ser simple influir en las agendas de los gobiernos provinciales, caracterizados por ritmos, tendencias ideológicas y dinámicas políticas idiosincráticas propios.
Analizando la experiencia internacional, la implementación de esta agenda representa un desafío intergeneracional que debe atravesar varias décadas para consolidarse, deAún mostrar resiliencia y resistir los intentos de reversión total o parcial de los éxitos iniciales. Un test fundamental es que sobrevivan y hasta se profundicen a pesar de la alternancia entre diferentes fuerzas políticas. Además, deben calibrarse todas las áreas de política pública mencionadas en función de una visión estratégica del desarrollo del país (en nuestro caso, todavía inexistente) consensuada entre los principales actores políticos y sociales y de los desafíos y amenazas (económicos, de seguridad, políticos, sociales y ambientales) provenientes de los conflictos reales en el sistema internacional.
¿Piensa el Presidente que este proceso de larga duración y que implica miles de decisiones administrativas puede ser planteado, debatido, aprobado e implementado en uno o dos mandatos? Más que ambicioso, parece utópico. Tómese el caso de la ex-AFIP, ahora ARCA. Más allá de un cambio parcial de autoridades (que implicó no pocas polémicas) y del retiro voluntario de unos cientos
Un viejo banquero de inversión europeo afirmó en una reunión privada: “Si no fuera por este loco, las cosas no se habrían ordenado tan rápido”
de trabajadores temerosos de perder algunos privilegios, nada cambió. Para ser justos, fueron desplazados los responsables de áreas sospechadas de corrupción, como la vinculada con la recaudación del impuesto al tabaco. El resto de la organización sigue intacta. No era necesario cambiarle el nombre para sacarse de encima algunas manzanas podridas. no se conoce una hoja de ruta ni un plan de operaciones para definir los nuevos lineamientos de la flamante institución. Moraleja: el mismo gradualismo pragmático (“escenas de larretismo explícito”, bromeaba un agudo observador) que el gobierno demuestra en la salida del cepo, donde tiene una estrategia definida, o en las reformas micro que a diario anuncia Sturzenegger (aunque no quede claro cuáles son sus prioridades ni su lógica secuencial), predominará necesariamente en el resto de las áreas en las que se pretende implementar reformas.
Un viejo banquero de inversión europeo afirmó en una reunión privada: “Si no fuera por este loco, las cosas no se habrían ordenado tan rápido”. “Al ser extrapartidario, utiliza una caja de instrumentos y un criterio diferentes respecto de a lo que estamos acostumbrados”, admitió en el mismo entorno el titular de un fondo de cobertura. “No le importa pagar costos políticos de corto plazo, sino diferenciarse de sus predecesores y poner la economía en movimiento”, agregó. Esto nos lleva a reflexionar no solo sobre la agenda de reformas (los “qués”), sino también sobre los “cómos”. ¿Las decisiones del Poder Ejecutivo deben tomarse por consenso o imponiéndolas unilateralmente (“como sea”, “a como dé lugar”)? ¿Qué podemos aprender de la experiencia comparada? Nuestro país tiene fresco el ejemplo de la década de 1990. Dos leyes votadas a las apuradas al final del gobierno de Alfonsín (emergencia económica y reforma del Estado) fueron vitales para impulsar las reformas, implementadas luego mediante los polémicos DNU. Sin embargo, a partir de 2002 el país experimentó una reversión populista que implicó una insólita duplicación del tamaño del sector público. Con semejante precedente, es inevitable que la Argentina despierte dudas y desconfianza en el mercado.
Especialistas en política monetaria y cambiaria acuñaron una famosa disyuntiva para sintetizar los dilemas típicos de las autoridades de los bancos centrales: ¿conviene que tengan una regla clara (como la “tablita” o la “convertibilidad”) o es mejor otorgarles discrecionalidad para que sorprendan al mercado? Es muy interesante aplicar esta fórmula al analizar los métodos disponibles para implementar una agenda de reformas. Esta disyuntiva (consenso o unilateralidad) adquiere relevancia frente a la polémica designación por decreto de jueces de la Corte Suprema. Mauricio Macri lo intentó y debió ingresar los pliegos en el Senado. Puede que la medida sea legalmente válida, pero ¿es acaso legítima?
Más controversial aún resulta que Milei prefiera gobernar sin presupuesto. La “ley de leyes” es el punto de partida histórico de la democracia parlamentaria, creada justamente para definir las prioridades de los gobiernos y controlar su ejecución. No hacerlo implica un retroceso inexplicable en términos de calidad institucional, pues le otorga al “monarca” una arbitrariedad absoluta, que en este caso es más complicado por tratarse en un año electoral. Tendrá que rendir cuentas, es cierto, pero ex post. “Si hoy la oposición está fragmentada, el año próximo, sin presupuesto, directamente podría licuarse”, advirtió una especialista en financiamiento electoral. ¿Cuál hubiese sido la reacción de la política, la sociedad civil y de algunos medios de comunicación si el peronismo, y sobre todo el kirchnerismo, hubiese intentado semejante maniobra? Los gobiernos pasan, las personas también, pero quedan los antecedentes, que en el futuro pueden convertirse en un búmeran devastador para la democracia republicana.

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DE LOS TAMBORES DE GUERRA A LA PAZ: CÓMO SE LLEGÓ AL ACUERDO
Casi seis años después de la tensa Navidad de 1978 y del comienzo de la mediación papal por el conflicto limítrofe en el canal de Beagle, los cancilleres de ambos países firmaban en el Vaticano un documento para superar la controversia
JAIME ROSEMBERG
Caputo, Casaroli y Del Valle durante la firma del tratado en la Santa Sede
con 73 años recién cumplidos sobre sus espaldas, el cardenal Antonio Samoré pasó las navidades de 1978 cruzando, una y otra vez, la cordillera de los Andes, donde por aquellos días soplaban fuertes vientos de guerra. “Veo una lucecita de esperanza al final del túnel”, dijo Samoré, ya en Buenos Aires en aquel tórrido verano, mientras llevaba adelante los primeros y discretos contactos con los gobiernos militares de la Argentina y Chile, contactos en los que conseguiría –por orden el papa Juan Pablo II– frenar un conflicto bélico entre vecinos que entonces parecía inevitable.
Casi seis años después de aquellas gestiones desesperadas, y ya sin aquel mediador afable cuya principal virtud –según coinciden quienes lo conocieron– era la paciencia, pero bajo la conducción de la Iglesia, el gobierno democrático encabezado por Raúl Alfonsín y la entonces todavía vigente dictadura de Augusto Pinochet firmaban en el Vaticano el Tratado de Paz y Amistad entre ambos países, un hito que cuatro décadas después es recordado como uno de los logros más importantes de la diplomacia papal.
Enfrentados durante décadas por la demarcación de más de cinco mil kilómetros de frontera compartida, la Argentina y Chile habían recurrido a un tribunal arbitral a principios de la década del setenta para dirimir la soberanía de las islas Picton, Nueva y Lennox, ubicadas en el extremo oriental del canal de Beagle, entre los océanos Atlántico y Pacífico, frente a Tierra del Fuego. El resultado de aquella iniciativa no fue bueno para el país. En efecto, hacia 1971, los presidentes Alejandro Agustín Lanusse y Salvador Allende habían decidido someterse a un tribunal arbitral de cinco países (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia y Nigeria), que en mayo de 1977 falló en favor de Chile. La Argentina, con el general Jorge Rafael Videla en la presidencia, no aceptó el fallo, lo declaró nulo y comenzó una escalada con movimientos militares y planes de invasión de la zona en disputa que desembocaron en aquella Navidad de 1978, cuando el llamado papal y la presencia de Samoré frenaron un inminente desembarco de la Armada, entonces a cargo del almirante Emilio Massera. La denominada Operación Soberanía quedaba desactivada a horas de su puesta en marcha.
“A último momento, Videla y Pinochet entendieron la urgencia del momento y aceptaron la tabla de salvación que les ofrecía la Iglesia. Massera, por ejemplo, quería ir a la guerra”, sostiene a la nacion
Luis María Ricchieri, diplomático de carrera que a partir de 1980 participaría de manera directa, desde la posición argentina, en los trabajos para encontrar una salida negociada para el entuerto entre ambos países.
“Juan Pablo II era un papa joven, vital y con real deseo de intervenir en el conflicto. Pensó que su palabra, en dos países de mayoría católica, iba a ser escuchada”, agrega Ricchieri, trasladado en el mismo 1980 a la embajada argentina en Chile, país en el que –recuerda– “un fuerte sentimiento antiargentino podía sentirse en las calles”.
Estancamiento y tensión
Luego de cientos de reuniones, algunas con ambos representantes, otras por separado, el Papa les entrega, en diciembre de 1980, la propuesta del Vaticano a los contendientes. Chile la acepta de inmediato, mientras la Argentina, con una junta militar en la que había más de una opinión, pide más tiempo.
Comienza un proceso de estancamiento diplomático y tensión apenas disimulada que duraría varios años, con hechos trascendentes que complicarían aún más la negociación: el atentado contra el papa en 1981, que debilitó al sumo pontífice, y la Guerra de Malvinas, que obligó a la Argentina a ubicar en un lugar secundario la lucha por la soberanía de esas pequeñas islas del extremo sur.
El restablecimiento de la democracia en el país y la llegada a la Casa Rosada del radical Raúl Alfonsín, coinciden de uno y otro lado de la cordillera, revivieron las negociaciones y posibilitaron encaminarlas hacia un final feliz. “Alfonsín estaba convencido de que para que la democracia se consolidara debía haber democracia en la región. Y esa vocación de democracia significaba también paz entre los países vecinos. Había que formular, litigar el diferendo para terminarlo. En ese sentido, se debía producir un nuevo tratado”, recuerda Jesús Rodríguez, diputado nacional por la UCR desde 1983 y luego ministro de Economía de Alfonsín.
Un hito esencial
“Con el atentado al papa casi nos quedamos sin negociador, y la Guerra de Malvinas le impide a la Argentina ocuparse. Alfonsín llega, y su decisión es audaz y valiente”, rememoró días atrás el embajador chileno Milenko Skoknic Tapia, miembro del equipo que, a partir de enero de 1984, retomó el diálogo con la Argentina. Se había producido un hito esencial: en ese mes, los cancilleres Dante Caputo y Jaime del Valle, más el secretario de Estado del Vaticano Agostino Casaroli (había reemplazado a Samoré, fallecido en febrero de 1983), se reúnen en Roma y retoman las negociaciones. La Argentina había aceptado, en principio, la propuesta papal, consistente en otorgarle la soberanía de las islas a Chile, pero con salida exclusiva al Atlántico y delimitación repartida de aguas, suelo y subsuelo desde el canal de Beagle hasta el Cabo de Hornos. “Fue un cambio de clima”, recordó el negociador chileno en un encuentro organizado por el Senado.
Con el acuerdo ya casi bajo el brazo, el gobierno de Alfonsín buscó durante 1984 lo que Rodríguez define como la obtención “legitimidad, además de legalidad”. Organiza
Jaime Rosemberg — LA vueLtA A LA demoCrACIA eN eL pAís y LA LLegAdA AL poder de ALfoNsíN revIvIeroN LAs NegoCIACIoNes
una consulta popular no vinculante para que la ciudadanía apruebe o desapruebe el tratado, mientras sostiene una intensa campaña de divulgación sobre el acuerdo.
Una gran tarea le cupo a Caputo, que en un ya célebre debate televisivo de dos horas conducido por el periodista Bernardo Neustadt con el senador peronista Vicente Saadi logró sacar ventajas y descartar los argumentos de la oposición, que calificaba de “entreguista” al gobierno radical. Un Saadi confundido, buscando argumentos entre sus papeles, y tildando de “pura cháchara” las posturas del canciller, contrastó con la imagen tranquila y reposada de Caputo, días antes de que una mayoría abrumadora de más del 80 por ciento de la población se expresara en favor del sí.
El 29 de noviembre de 1984, Caputo y Del Valle firmaron en el Vaticano, ante la mirada atenta del cardenal Casaroli, el tratado que le puso fin al conflicto limítrofe. Y aunque la posterior aprobación del Congreso costaría demasiado (la oposición del PJ hizo que en el Senado el sí ganara por un solo voto), el objetivo se cumplió. Un mes después la junta militar chilena, en su papel de Poder Legislativo, dio también su aprobación. El 2 de mayo de 1985 ambos cancilleres intercambiaron, también en la Santa Sede, y con la presencia de Juan Pablo II, los instrumentos de ratificación del tratado.
El 30 de octubre de 2009, al cumplirse 25 años de aquella firma, ambos países sellaron en Chile un nuevo acuerdo, el Tratado de Maipú, rubricado por las entonces presidentas Cristina Fernández de Kirchner y Michelle Bachelet, con el propósito de reforzar la integración y la cooperación en las áreas cultural, social, económica y comercial.
Cuatro décadas después de haberse suscripto el Tratado de Paz y Amistad, las disputas por soberanía entre la Argentina y Chile, que estuvieron a punto de terminar en conflicto armado, son hoy parte de la historia.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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