Un proyecto laboral para la pospandemia
Hoy no hay desafío económico y social más urgente que poner a los argentinos a trabajar productivamente; la clave está en la educación y la formación
Eduardo Levy YeyED
Decano, Escuela de Gobierno, UTDT; director académico, CEPE
La falta de trabajo está en el origen de nuestro estancamiento y de nuestras crisis. Solo un tercio de nuestra población en edad de trabajar tiene un trabajo estable. Nuestro crecimiento per cápita negativo y nuestro déficit fiscal crónico se originan en gran medida en esta precarización laboral. La asistencia social mitiga sus efectos sociales, pero no la resuelve –y, en algunos casos, la agrava–. Tanto desde el bienestar como desde lo económico, esta ecuación es insostenible. Sumemos a esto que la herencia de la pandemia será laboral, y profundizará la precarización que veíamos antes de la crisis. Hoy no hay desafío económico y social más urgente que poner a los argentinos a trabajar productivamente.
Si hay una llave para salir de este camino descendente, es la educación para el trabajo. Para entender esto, conviene comenzar por algunos lugares comunes. El primero de ellos es la popular invocación a “más y mejores trabajos”, que es problemática por al menos dos razones. La primera de ellas es que “mejores trabajos” implica, en la mayoría de los casos, “menos trabajos”: la productividad laboral, si bien es deseable para el crecimiento del producto y del salario, es, por definición, producir lo mismo con menos trabajo. La segunda razón es que estos mejores trabajos (más estables, mejor remunerados) suelen exigir más calificación: si no formamos a nuestros trabajadores, los mejores trabajos, si llegan, no serán para ellos. Así, una aspiración más realista sería ir por “más trabajos… para nuestros trabajadores”, e invocar la educación para el trabajo para que en el futuro nuestros trabajadores puedan acceder a mejores trabajos. De este modo, la formación reconcilia el “más” y el “mejor”; sin formación, el eslogan no es más que una frase ganchera.
El segundo saber convencional que conviene interpelar es el que dice que “la falta de empleos es hija del alto costo laboral”. Ejemplos recientes de fracaso de esta variante “ofertista” de las políticas proempleo son la reducción de aportes de la reforma fiscal de 2017 o los modestos resultados del empalme de la ley de emergencia social de 2016. Pero sobran ejemplos en la historia laboral de la Argentina –o en la de América Latina– con problemas similares a los nuestros.
De nuevo, hay varias razones por las que la demanda de empleo formal aumenta muy poco con la caída del costo laboral. Por un lado, nuestra estructura productiva no crea suficientes puestos formales. ¿Es esto inevitable? En teoría, no. Si los salarios fueran permanentemente bajos, en el marco de una macroeconomía orientada a la exportación y a la integración en cadenas de valor global, la estructura productiva podría, con los años, virar a una intensiva en capital y demandante de trabajadores de calificación media y baja. Este “modelo coreano” nunca fue una opción para la Argentina, ni desde lo realizable ni desde lo deseable –y puede que sea inviable en la pospandemia–.
El sector productivo también podría absorber más trabajo si su productividad laboral e intensidad de capital le permitieran insertarse más arriba en las cadenas globales, como lo hacen Suecia o Singapur, o producir servicios basados en el conocimiento, como Irlanda o Israel. Para esto nos falta mucho (y cada vez más): el modelo desarrollado de salarios altos requiere un capital humano muy superior al nuestro. Pero, a diferencia del modelo coreano, esta opción es atractiva y promisoria: resuelve por arriba nuestros problemas de ingreso. De nuevo, la llave para que esta alternativa sea algo más que una aspiración lejana es la educación y formación laboral.
Pero hay otras razones, menos estructurales, que explican por qué la creciente dualidad de nuestro universo laboral no se resuelve con una reducción de cargas patronales: en muchos casos, nuestros trabajadores no pueden exhibir las calificaciones pertinentes a los puestos de trabajo demandados, y por lo tanto no consiguen trabajo a ningún salario.
Esto puede deberse a varias causas. Puede ser que el trabajador no tenga cómo validar sus competencias, lo que requiere un sistema creíble de certificación. Puede ser que las competencias que puede validar ya no se demanden, lo que requiere reentrenamiento. Incluso puede ocurrir que el trabajador no tenga competencias; nuestro sistema educativo, pensado como una autopista sin colectoras del preescolar a la universidad, deja a la inmensa mayoría en el medio y pocas veces se detiene a acompañar a los rezagados; por eso, la educación para el trabajo no puede tener un solo molde.
Hay un último aspecto, más dinámico y especulativo, que apunta a la mencionada dificultad en la creación de empleos y a los cambios que se vienen. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero hay razones para suponer que el futuro del empleo no será, principalmente, asalariado. Si esto es así, la formación profesional debería incorporar en sus objetivos las nuevas modalidades de trabajo, incluir oficios y competencias del trabajo independiente o eventual, e incluir habilidades transversales necesarias para un mundo en creciente rotación. ¿Por qué lo que hoy tenemos no es suficiente? Simplificando, porque muchas veces enseñamos lo que sabe el docente y no lo que precisa el alumno; porque no hay diálogo ni información sobre la demanda real de empleo: el empresario o el mercado de servicios independientes, y porque, aceptémoslo, ante la falta de una certificación seria y selectiva, la formación laboral, con las honrosas excepciones del caso, termina obedeciendo a los intereses de quienes solo buscan repartirse un presupuesto público.
Hubo hace poco un intento exitoso de poner en blanco sobre negro la complejidad de la educación para el trabajo. Un proyecto de ley de formación laboral continua, elaborado con insumos aportados por expertos sindicales y empresarios, y consensuado entre los ministerios de Educación, Producción y Trabajo, que fue elevado al Congreso en 2018, para morir primero a manos del debate de la reforma laboral y después, con la crisis. El proyecto activa y jerarquiza los consejos de competencias, genera un esquema de certificación esencial para que la formación funcione como escalera de progreso social y reúne a todos los actores relevantes en la misma mesa, abriendo la puerta a una mayor participación del empresariado: la formación laboral es la responsabilidad social empresaria de la pospandemia. Ese proyecto, primer paso para hacer de la educación para el trabajo una política de Estado, debe ser debatido, revisado y aprobado por el Congreso cuanto antes.
La herencia de la pandemia será laboral. Lo que intentamos hasta ahora para evitar la precarización laboral no funcionó. No se me ocurre algo que refleje mejor nuestra aspiración de crecimiento inclusivo que poner recursos en una formación de calidad para nuestros trabajadores. La relevancia de las políticas públicas suele correlacionarse negativamente con su glamour mediático: la educación para el trabajo es tan poco mediática como necesaria y urgente para crear, sin voluntarismos, más y mejores trabajos. Si vamos a reconstruir, reconstruyamos mejor.
Puede ocurrir que el trabajador no tenga competencias
Hay razones para suponer que el futuro del empleo no será, principalmente, asalariado
La falta de trabajo está en el origen de nuestro estancamiento y de nuestras crisis. Solo un tercio de nuestra población en edad de trabajar tiene un trabajo estable. Nuestro crecimiento per cápita negativo y nuestro déficit fiscal crónico se originan en gran medida en esta precarización laboral. La asistencia social mitiga sus efectos sociales, pero no la resuelve –y, en algunos casos, la agrava–. Tanto desde el bienestar como desde lo económico, esta ecuación es insostenible. Sumemos a esto que la herencia de la pandemia será laboral, y profundizará la precarización que veíamos antes de la crisis. Hoy no hay desafío económico y social más urgente que poner a los argentinos a trabajar productivamente.
Si hay una llave para salir de este camino descendente, es la educación para el trabajo. Para entender esto, conviene comenzar por algunos lugares comunes. El primero de ellos es la popular invocación a “más y mejores trabajos”, que es problemática por al menos dos razones. La primera de ellas es que “mejores trabajos” implica, en la mayoría de los casos, “menos trabajos”: la productividad laboral, si bien es deseable para el crecimiento del producto y del salario, es, por definición, producir lo mismo con menos trabajo. La segunda razón es que estos mejores trabajos (más estables, mejor remunerados) suelen exigir más calificación: si no formamos a nuestros trabajadores, los mejores trabajos, si llegan, no serán para ellos. Así, una aspiración más realista sería ir por “más trabajos… para nuestros trabajadores”, e invocar la educación para el trabajo para que en el futuro nuestros trabajadores puedan acceder a mejores trabajos. De este modo, la formación reconcilia el “más” y el “mejor”; sin formación, el eslogan no es más que una frase ganchera.
El segundo saber convencional que conviene interpelar es el que dice que “la falta de empleos es hija del alto costo laboral”. Ejemplos recientes de fracaso de esta variante “ofertista” de las políticas proempleo son la reducción de aportes de la reforma fiscal de 2017 o los modestos resultados del empalme de la ley de emergencia social de 2016. Pero sobran ejemplos en la historia laboral de la Argentina –o en la de América Latina– con problemas similares a los nuestros.
De nuevo, hay varias razones por las que la demanda de empleo formal aumenta muy poco con la caída del costo laboral. Por un lado, nuestra estructura productiva no crea suficientes puestos formales. ¿Es esto inevitable? En teoría, no. Si los salarios fueran permanentemente bajos, en el marco de una macroeconomía orientada a la exportación y a la integración en cadenas de valor global, la estructura productiva podría, con los años, virar a una intensiva en capital y demandante de trabajadores de calificación media y baja. Este “modelo coreano” nunca fue una opción para la Argentina, ni desde lo realizable ni desde lo deseable –y puede que sea inviable en la pospandemia–.
El sector productivo también podría absorber más trabajo si su productividad laboral e intensidad de capital le permitieran insertarse más arriba en las cadenas globales, como lo hacen Suecia o Singapur, o producir servicios basados en el conocimiento, como Irlanda o Israel. Para esto nos falta mucho (y cada vez más): el modelo desarrollado de salarios altos requiere un capital humano muy superior al nuestro. Pero, a diferencia del modelo coreano, esta opción es atractiva y promisoria: resuelve por arriba nuestros problemas de ingreso. De nuevo, la llave para que esta alternativa sea algo más que una aspiración lejana es la educación y formación laboral.
Pero hay otras razones, menos estructurales, que explican por qué la creciente dualidad de nuestro universo laboral no se resuelve con una reducción de cargas patronales: en muchos casos, nuestros trabajadores no pueden exhibir las calificaciones pertinentes a los puestos de trabajo demandados, y por lo tanto no consiguen trabajo a ningún salario.
Esto puede deberse a varias causas. Puede ser que el trabajador no tenga cómo validar sus competencias, lo que requiere un sistema creíble de certificación. Puede ser que las competencias que puede validar ya no se demanden, lo que requiere reentrenamiento. Incluso puede ocurrir que el trabajador no tenga competencias; nuestro sistema educativo, pensado como una autopista sin colectoras del preescolar a la universidad, deja a la inmensa mayoría en el medio y pocas veces se detiene a acompañar a los rezagados; por eso, la educación para el trabajo no puede tener un solo molde.
Hay un último aspecto, más dinámico y especulativo, que apunta a la mencionada dificultad en la creación de empleos y a los cambios que se vienen. Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero hay razones para suponer que el futuro del empleo no será, principalmente, asalariado. Si esto es así, la formación profesional debería incorporar en sus objetivos las nuevas modalidades de trabajo, incluir oficios y competencias del trabajo independiente o eventual, e incluir habilidades transversales necesarias para un mundo en creciente rotación. ¿Por qué lo que hoy tenemos no es suficiente? Simplificando, porque muchas veces enseñamos lo que sabe el docente y no lo que precisa el alumno; porque no hay diálogo ni información sobre la demanda real de empleo: el empresario o el mercado de servicios independientes, y porque, aceptémoslo, ante la falta de una certificación seria y selectiva, la formación laboral, con las honrosas excepciones del caso, termina obedeciendo a los intereses de quienes solo buscan repartirse un presupuesto público.
Hubo hace poco un intento exitoso de poner en blanco sobre negro la complejidad de la educación para el trabajo. Un proyecto de ley de formación laboral continua, elaborado con insumos aportados por expertos sindicales y empresarios, y consensuado entre los ministerios de Educación, Producción y Trabajo, que fue elevado al Congreso en 2018, para morir primero a manos del debate de la reforma laboral y después, con la crisis. El proyecto activa y jerarquiza los consejos de competencias, genera un esquema de certificación esencial para que la formación funcione como escalera de progreso social y reúne a todos los actores relevantes en la misma mesa, abriendo la puerta a una mayor participación del empresariado: la formación laboral es la responsabilidad social empresaria de la pospandemia. Ese proyecto, primer paso para hacer de la educación para el trabajo una política de Estado, debe ser debatido, revisado y aprobado por el Congreso cuanto antes.
La herencia de la pandemia será laboral. Lo que intentamos hasta ahora para evitar la precarización laboral no funcionó. No se me ocurre algo que refleje mejor nuestra aspiración de crecimiento inclusivo que poner recursos en una formación de calidad para nuestros trabajadores. La relevancia de las políticas públicas suele correlacionarse negativamente con su glamour mediático: la educación para el trabajo es tan poco mediática como necesaria y urgente para crear, sin voluntarismos, más y mejores trabajos. Si vamos a reconstruir, reconstruyamos mejor.
Puede ocurrir que el trabajador no tenga competencias
Hay razones para suponer que el futuro del empleo no será, principalmente, asalariado
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