sábado, 8 de agosto de 2020

EL ANÁLISIS DE SERGIO BERENSZTEIN,


El desafío de interactuar en un mundo conflictivo
Sergio Berensztein: "Afectar la economía también implica vidas ...
Sergio Berensztein
Justo cuando la humanidad más necesitaba un órgano que ayudara a navegar aguas turbulentas, aclarar dudas básicas, consensuar mejores prácticas, informar a la ciudadanía y guiar la toma de decisiones, la Organización Mundial de la Salud (OMS) se convirtió en sinónimo de disfuncionalidad, hiperpolitización, atrofia y liderazgo fallido con el que tiende a asociarse al sistema de organizaciones internacionales. La institución liderada por el cuestionado biólogo etíope Tedros Adhanom es objeto de innumerables críticas desde que el coronavirus escaló a los títulos de los medios de todo el mundo por su falta de rumbo, errores de comunicación y carencia de sentido común tan inéditos como la propia pandemia. Sería injusto que el conjunto diverso y complejo que constituye el sistema de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) asumiera la responsabilidad por los desatinos de la OMS. Aun así, en el marco de su aniversario número 75, la ONU atraviesa una crisis de legitimidad que no es nueva y de la que no podrá recuperarse fácilmente, en especial en el contexto de esta nueva guerra fría (¿tibia?) que escala entre China y Estados Unidos y en la que la propia OMS se convirtió en un terreno de batalla.
En el artículo 1 de la Carta de la Organización se definen los objetivos y las funciones de la ONU: “Mantener la paz y la seguridad internacionales; prevenir y eliminar amenazas a la paz; fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto; fortalecer la paz universal; realizar la cooperación internacional y servir de centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar estos propósitos comunes”. En el contexto de la segunda posguerra mundial, la visión de los fundadores era apoyarse en el principio medular de seguridad colectiva: la paz sería resultado de un trabajo conjunto, una construcción permanente con el involucramiento de las principales potencias y la participación de toda la comunidad internacional. EE.UU., Gran Bretaña, la URSS y China garantizarían la paz ejerciendo un incómodo pero necesario papel de “policías globales”.
No fue la única en su tipo. Los teóricos y los decisores de política pública (influidos por la escuela liberal, tan en boga en ese momento) partían del supuesto de que otras organizaciones transnacionales e intergubernamentales crearían un mecanismo efectivo para canalizar demandas e intereses a favor de la diplomacia y la disuasión de conflictos. El ideal era desplazar la dinámica de enfrentamientos y confrontaciones permanentes que había devastado Europa y el mundo en los siglos anteriores. Así, los representantes de los Aliados fundaron además la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), el Acuerdo General de Comercio y Tarifas (GATT, más tarde Organización Mundial del Comercio, OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial.
La multidimensional y densa red de reglas, instituciones y organizaciones económicas, políticas y de seguridad estaba diseñada para promover la negociación, una reciprocidad difusa y la provisión de al menos algunos bienes públicos a escala planetaria. La naciente “comunidad internacional” eliminaría la amenaza del uso regular de la fuerza como recurso legítimo de los Estados nacionales. El mecanismo, complejo, se diseñó para que ningún conflicto deteriorara un vínculo bilateral y desencadenara una espiral de represalias recíprocas. Medidas para generar confianza entre las partes, el derecho de propiedad y la expectativa mutua de respeto al estado de derecho hacen que las disputas materiales, territoriales y simbólicas puedan canalizarse gracias a estas instituciones y a regímenes de inspiración liberal. La realidad resultó más compleja. A pesar del éxito económico del capitalismo global en las últimas siete décadas, los graves problemas que enfrenta el mundo hoy son prueba de que el sesgo idealista inicial de la ONU quedó en la práctica muy desdibujado.
Así, llegamos a 2020 con enormes turbulencias, incluyendo una creciente competencia de poder entre potencias con capacidad de destruirse mutuamente y destrozar un planeta demasiado lastimado por un cambio climático que nadie sabe cómo detener ni revertir. La dinámica de crecimiento demográfico y una pandemia con pocos precedentes e impactantes repercusiones económicas profundizan tensiones sociales preexistentes que se combinan con conflictos locales (sistemáticos,como el racismo)para producir episodios graves de violencia y represión.lasnaciones-estado no EE.UU. está cada vez más guiado por el America First de Trump pueden contener sus ollas a presión domésticasytiendenaproyectarlas hacia un sistema internacional que experimenta transformaciones estructurales.
La pandemia hizo que el diálogo global y la acción coordinada entre países, sectores, personas y generaciones parezcan más urgentes que nunca. Pero la confianza en el tejido de organizaciones internacionales se resquebrajó significativamente. La pérdida de relevancia de la ONU como foro legítimo y efectivo para que los países solucionen disputas y cooperen en cuestiones de interés común se reflejó de manera contundente en la escasa coordinación global frente al Covid-19. Las principales naciones recurrieron a foros ad hoc como el Grupo de los 20 o a la cooperación bilateral con EE.UU., Rusia o China. Durante la última década, las tensiones entre Washington y Moscú también socavaron el papel de la ONU: dividieron al Consejo de Seguridad y paralizaron al organismo en medio de derramamientos de sangre en sitios como Siria, Sudán o Yemen. Mientras tanto, China obtuvo posiciones más influyentes (incluida la OMS, que por eso desconoce a Taiwán) y contrarrestó a EE.UU., cada vez más guiado por el America First de Donald Trump.
Pekín ocupaba la presidencia del Consejo de Seguridad en marzo –cuando se declaró la pandemia y abrumó los sistemas de salud europeos y estadounidenses– y ni convocó a una reunión. A principios de abril, la Asamblea General (compuesta por más de 190 miembros) llamó a la cooperación internacional para combatir el virus, medida patrocinada por Noruega, Indonesia, Ghana, Liechtenstein, Singapur y Suiza, lo que dejó de manifiesto la frustración de países menos poderosos ante la inacción del Consejo de Seguridad, cuyas resoluciones son las únicas con peso legal y simbólico. Tomó más de tres meses, más de 87.000 muertos y que el virus se extendiera por más de 180 países para que el Consejo discutiera el Covid-19.
La Argentina debe tener en cuenta que el mundo con el que debemos interactuar es más conflictivo que cooperativo. ¿Cuál es nuestra estrategia al respecto? ¿Cómo haremos para defender el interés nacional desde una posición de debilidad relativa, dada la terrible crisis económica y social que ya vivimos? En la Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides relata en el Diálogo Meliano a un pueblo –los melios– que apelan a argumentos de igualdad, institucionalidad, justicia y neutralidad. Los atenienses intentan explicarles la realidad del poder antes de verse obligados a destruirlos. Para países como la Argentina, la pérdida de influencia de la ONU es una mala noticia. Pero mucho peor sería ignorarla en la definición de las prioridades de nuestra política exterior.

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