miércoles, 19 de agosto de 2020

NO NECESITAMOS FAVORES; TENEMOS VALORES PROPIOS


Un organismo de control fuera de control
La pretensión de la Inspección General de Justicia de imponer a las sociedades un cupo femenino en sus directorios resulta a todas luces ilegal
La Inspección General de Justicia (IGJ) tiene a su cargo el registro y la fiscalización de sociedades, asociaciones y fundaciones que se constituyen en la ciudad de Buenos Aires. No la dirige un cuerpo colegiado designado por concurso que le dé visos de estabilidad, sino un individuo nombrado por el gobierno de turno. Su actual titular, Ricardo Nissen, tiene cierta preocupante predilección por dictar resoluciones generales que interpretan las modestas competencias de la entidad de una manera desorbitada. Se arroga facultades que ninguna ley le ha conferido y exige el cumplimiento de sus designios so pena de sanciones que él mismo aplica. Todo esto en un contexto en el cual el gobierno nacional sigue manejando una agenda alejada de la realidad y de sus urgencias.
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La última de esas normas pretende imponer a todas las sociedades y entidades sin fines de lucro por crearse en el futuro una cuota de mujeres en sus directorios o cuerpos equivalentes idéntica a la de hombres. Varios países europeos han dispuesto cuotas en los directorios de empresas, por lo general solo de las que hacen oferta pública de sus acciones. Pero en todos los casos lo han hecho a partir de normas aprobadas por sus poderes legislativos, y no de simples oficinas administrativas. Según el Informe Anual 2019 sobre la Igualdad entre Hombres y Mujeres de la Unión Europea, Suecia muestra una participación de mujeres en los directorios de las empresas superior a todos los demás países, a pesar de no haberla dispuesto de manera obligatoria.
Vale notar que la IGJ no habla de sexo, sino de género, lo cual, en términos modernos, involucra la llamada autopercepción y no una evidencia física o biológica.
La IGJ se excede en su competencia al pretender modificar de hecho lo que la ley dispone que ella meramente ha de aplicar. Ha resuelto que no inscribirá a ninguna sociedad que no respete ese cupo, a menos que, por razones relacionadas con el objeto de la entidad, considere, de nuevo a su exclusivo criterio, que corresponde hacer una excepción. El derecho constitucional de “asociarse con fines útiles” y de organizarse como mejor crean los interesados es vulnerado por una oficina estatal.
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No se puede limitar, condicionar u obligar a una persona a la hora de elegir a quién manejará su patrimonio sin afectar el derecho de propiedad.
¿Por qué un organismo público se atribuye el derecho de señalar a quién se debe elegir en una entidad privada? ¿Y por qué ese mismo organismo ha de privar a alguien del derecho a ser elegido? Estamos hablando, entiéndase bien, de cargos en la actividad privada, para administrar intereses y bienes privados. El condicionamiento que se pretende establecer mella notablemente los derechos constitucionales de los socios de las sociedades anónimas, de los asociados de los clubes y de los administradores de las fundaciones.
Por lo demás, no hay evidencia alguna de que la integración en función del género servirá al mejor cumplimiento de los propósitos institucionales. Al obligar a contratar a alguien en particular, ¿no se está imponiendo una carga pública? Y si se trata de una carga pública, ¿no dice acaso la Constitución que “la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas”?
Desde el punto de vista de la eficiencia de las regulaciones, tiene mucho más sentido otorgar incentivos sobre bases objetivas que favorecen un sano ejercicio de la libertad que imponer prohibiciones que terminen dando lugar a corruptelas.
El principio jurídico y constitucional vigente es el de igualdad ante la ley. Cuando la Constitución ha querido hacer una excepción lo ha hecho, al autorizar acciones positivas para garantizar la igualdad de oportunidades entre varones y mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios. Desde estas columnas nos opusimos también a esas leyes de paridad de género en listas electivas, pues entendemos que no ha de imponerse lo que debe surgir de una base sociocultural para asegurar que se postulen los más aptos, por sus méritos y no por su condición sexual.
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Reiteradas veces hemos destacado también cómo las grandes mujeres de la historia argentina no debieron recurrir a ningún cupo protector para hacerse valer en un mundo dominado por hombres. Cualquier discriminación fundada en razones de sexo, orientación, etnia, religión u otra característica que no se relacione con los requisitos de un empleo es inadmisible. Y en el empleo público, la Constitución también aclara que la idoneidad es el único requisito.
Las llamadas “acciones afirmativas” parten del principio de creer que la pertenencia a determinadas minorías no solo protege contra repudiables actos de discriminación, sino que otorga también derechos diferenciales. Sus defensores de buena fe sostienen que en un mundo competitivo algunas personas no parten de una misma “línea de largada”, y que entonces corresponde al legislador adelantársela para nivelar el campo de juego. Hay quienes, en cambio, descreen de que los cambios culturales puedan forzarse por decreto y señalan lo inconveniente de esos intentos de ingeniería social. Entre ellos, la discriminación inversa que sufren personas por el mero hecho de no pertenecer a aquellas minorías, la denigración de las mismas personas beneficiadas por sentir que acceden a un cargo o a un espacio por su pertenencia a grupos étnicos, de orientación sexual o de cualquier otro tipo, y no por sus méritos. Sostienen los críticos de estas corrientes que cada vez que la ley reconoce un derecho de alguien impone a otro una obligación, o un castigo.
El titular de la IGJ tiene todo el derecho a defender las políticas activas en el plano de la academia, pero ninguna competencia para imponer condiciones que no han sido normadas por el Congreso Nacional a través de una ley. Ante las nuevas condiciones, se puede pronosticar un éxodo masivo de sociedades radicadas en la Capital en busca de provincias con regulaciones más amigables, algo posible también gracias al acortamiento de las distancias que trajo aparejado la revolución tecnológica.
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Llamativamente, según el organigrama de la IGJ, las tres direcciones que dependen del doctor Nissen están a cargo de hombres. El funcionario no ha comenzado, como debería para ser coherente, por ordenar su propia casa.
Un argumento que seguramente irritará a más de uno de los embanderados en ciertas corrientes ideológicas que chocan con las ideas del mundo contemporáneo es que nuestro derecho está basado en derechos y garantías otorgados a individuos. Es excepcional la existencia en nuestro sistema legal de normas según las cuales los derechos del individuo ceden ante derechos otorgados a categorías determinadas. Los sistemas basados en principios opuestos –esto es, donde los derechos son otorgados, en primera instancia, a grupos determinados y luego a los individuos– son los llamados colectivistas. Por ejemplo, el régimen soviético, que preconizaba la dictadura del proletariado, fue uno de ellos. Otro fue el fascismo, donde los derechos de cada uno eran otorgados en función de la posición que esa persona ocupaba en la sociedad. Es decir, el derecho era posicional: uno disfrutaba de sus derechos en la medida en que los tuviera la categoría a la que pertenecía: obreros, artesanos, profesionales, jóvenes, militares, entre otros. En cambio, nuestro régimen se basa en el individuo, por lo que nuestros derechos y garantías nos son otorgados por el solo hecho de ser personas y no porque pertenezcamos a una categoría social predeterminada. Hoy se quiere otorgar derechos a un grupo social en función del género que esa categoría comparte. Otro día se lo hará en función del color del pelo o de la religión que profesa. Y habrá un funcionario, como hoy el inspector general de Justicia, que se atribuirá peligrosamente la potestad de decidir si esos derechos han sido bien o mal otorgados.
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El país requiere más que nunca inversión, que es lo único que genera empleo y recaudación tributaria. Un indicador habitual del atractivo para los emprendedores es la facilidad con que pueden constituirse las sociedades. Ya se anuló la posibilidad de conformarlas de modo simplificado en 24 horas; ahora se opta por enmarañar más el proceso con autorizaciones gubernamentales subjetivas.
Además de inconstitucional, la norma que un funcionario de tercera línea pretende imponer en la ciudad será una más en la larga lista de motivos que desalientan el arribo de capitales. Continuar alimentando burocracias que cercenan la autonomía y la libertad de los ciudadanos es elegir, una vez más, el camino equivocado.

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