domingo, 1 de octubre de 2023

EL ESCENARIO Y POLÍTICA ECONÓMICA




La minuciosa destrucción del kirchnerismo en manos de “la Jefa”
Cristina hizo más que sus opositores para debilitar el Frente de Todos 
Por Martín Rodríguez Yebra
Prensa Cristina Kirchner, durante el acto del sábado pasado
Javier Milei y Patricia Bullrich se disputan un mérito ajeno cuando discuten quién de los dos está mejor preparado para “destruir al kirchnerismo”. De esa tarea se ha encargado con minuciosa precisión Cristina Kirchner desde el momento en que decidió vaciar de autoridad a un gobierno en crisis.
Dueña de un liderazgo indiscutido en el peronismo, usó el poder para blindarse en una burbuja ajena a las culpas y dejó a la Argentina en manos de una burocracia sin cabeza. Alberto Fernández, el presidente que ella moldeó con la fuerza de un tuit, fue incapaz de sobreponerse al golpe palaciego que el kirchnerismo le dio, con el ministro Wado de Pedro a la cabeza, el día posterior a la derrota en las PASO de 2021. Desde aquel día su gestión consistió en esperar el final, con “la Jefa” dispuesta a concederle el oxígeno justo para seguir braceando hacia la orilla.
Cristina se ubicó en una cabina imaginaria, como una comentarista de ESPN, a observar el derrumbe. Dejó que el presidente de un país presidencialista se paseara por la vida como Bruce Willis en El sexto sentido ante una platea que ya conocía el final. Se regodeó con regularidad cartesiana de aquello en lo que había convertido a su criatura y hasta pareció gustarle el resultado.
“Es culpa de Alberto”, fue la frase que marcó el período. Alberto extendió demasiado la cuarentena. Alberto demoró las medidas de expansión del gasto para los sectores más vulnerables. Alberto eligió los candidatos legislativos que perdieron. Alberto se entregó al FMI. Alberto dejó que la Justicia desafiara al poder. Alberto enredó a la coalición de gobierno en unas primarias que iban a ser dañinas.
Al peronismo le gustó el refugio confortable de la irresponsabilidad. Los gobernadores trazaron fronteras políticas en sus provincias, despegaron las elecciones de las nacionales y ofrecieron a sus votantes una retórica antiporteña, que les permitió maquillar apenas el señalamiento al gobierno fallido. Los sindicalistas y los movimientos sociales se replegaron a blindar sus privilegios: negociaron beneficios estatales a cambio de paz en las calles. Los intendentes del conurbano se concentraron en sostener el asistencialismo y alimentar el aparato partidista para no fallar el día de la siguiente elección.
Cristina y sus pibes para la revolución se obsesionaron por rescatar del fuego el capital simbólico de un pasado idealizado. Creyeron que la autopercepción de lo que fueron podía tapar las miserias de la Argentina que se iba gestando ante la ausencia de un programa para enfrentar la caída.
Sergio Massa irrumpió en el gobierno cuando el daño de semejante experimento estaba avanzado. Fue un instrumento de Cristina para evitar lo que metafóricamente la política nacional llama “el helicóptero”. La renuncia del Presidente, que la hubiera obligado a ella a sentarse en la silla eléctrica de la Casa Rosada.
Con un año y medio por delante, en medio de una corrida cambiaria,
Massa descartó aplicar un plan de estabilización y se dedicó a administrar placebos en un cuerpo enfermo. La misión consistía en que la crisis se notara lo menos posible: las cuentas le daban para edificar una candidatura presidencial con alguna opción de éxito porque la oposición estaba fracturada. Había que ayudar a Milei.
La épica de la valentía –“agarré el fierro caliente”– fue el activo del ministro, que no perdió la oportunidad de usar a Fernández como coartada.
La sequía se interpuso ante su audacia. Sin dólares, con un presidente apenas protocolar y sin vocación de hacer reformas, la Argentina se internó decididamente en el círculo vicioso de inflación y devaluación. Los números de la pobreza asustan y el tejido social se deteriora a niveles dramáticos.
Al kirchnerismo le llegó la factura por el lujo de tirar a la marchanta dos años de gestión.
Puesta ante el desafío electoral, “la Jefa” aceptó que fuera Massa el encargado de rescatar votos entre las ruinas. El candidato ministro se mueve como un rey Midas blue: todo lo que toca lo convierte en pesos.
Los kirchneristas de paladar negro asisten a un baile de máscaras sin reglas. Se dejan guiar por un dirigente que viene de la derecha, que en el pasado prometía cárcel para los funcionarios corruptos del gobierno de Cristina y quería barrer a los ñoquis de La Cámpora y que ahora promete “racionalidad fiscal” (para después de las elecciones, claro) y un gabinete de “unidad nacional” con el radicalismo y una parte del Pro.
Axel Kicillof retrató esa confusión de manera involuntaria en un reciente acto de campaña con Massa. Con ánimo de atacar al macrismo, dijo la siguiente frase: “Ellos ganaron la elección de 2015 con una estafa electoral cuando recorrían los canales de televisión, Sergio, prometiendo que iban a sacar el impuesto a las Ganancias y lo duplicaron”. No reparó que esa era también la promesa electoral estrella de Massa en aquel tiempo y que intenta cumplir ahora en medio del incendio inflacionario.
La nueva música
“Es una epopeya que estemos competitivos”, dijo, como un elogio, el camporista Andrés Larroque, que milita a Massa como si fuera la reencarnación de Néstor Kirchner.
El resultado de las PASO constató el desastre. La peor elección histórica del peronismo unificado fue una sorpresa solo a medias.
Cristina reapareció con su implacable lógica del “yo te avisé”. Expuso la semana pasada su perplejidad al descubrir un “sujeto social nuevo” que huye del peronismo hacia una propuesta radical, la de los libertarios, que califica a la justicia social como “un robo”. Propone, entonces, “discutir en serio”, “entender” qué está pasando, “alcanzar acuerdos”, como si en estos años en el ejercicio del poder hubiera promovido alguna instancia para generar diálogos de algún tipo. Como si no fuera a darse vuelta y convocar a una sesión del Senado para reponer en su cargo a una exjueza a quien la Corte Suprema declaró cesada en su cargo.
Descubre al “trabajador pobre” sin asumirlo como producto de un fracaso político-económico gestado durante un largo período en el que ella tuvo responsabilidad de gestión la mayor parte del tiempo. Asume le necesidad de hallar soluciones justo cuando los votos se escapan y hay que atajarlos con urgencia.
El mensaje de Cristina hace juego con el disruptivo reclamo de Kicillof, cuando hace tres semanas pidió a los kirchneristas “componer una canción nueva” y dejar terminar con la nostalgia de los gobiernos de la década pasada. ¿Hay algo de autocrítica en ese razonamiento o es simple cálculo electoral del gobernador que tiene la misión de retener el bastión de la supervivencia en medio de una revuelta liberal? ¿Es una reflexión sincera o el reflejo atónito del árbol que ve venir la motosierra?
La única certeza es que el oficialismo vive horas de agitación. Máximo Kirchner está indignado con Kicillof por haber insinuado que había que sintonizar con la nueva ola. Ya no encuentra el servilismo de otros tiempos. Mario Secco, un cristinista de pura cepa que gobierna en Ensenada, pareció apuntarle al heredero cuando dijo esta semana: “Ella nos dijo que agarremos el bastón de mariscal. ¿Qué le dice a la mesa kirchnerista dura? Que nos hagamos cargo. ‘Hacete cargo, ya sos grande’, no te escondas abajo de Cristina. Cuando decimos que hay que escribir nuevas canciones, se trata de eso”.
El hijo de Cristina asistió desde el campo de juego al acto que Secco le organizó a Kicillof en la cancha de Defensores de Cambaceres el miércoles, en lo que más de uno interpretó como el lanzamiento de una línea independentista del gobernador. Es una hipótesis que para cuajar depende en gran medida de los votos que consiga juntar Massa en la provincia, donde las boletas van pegadas. Solo en caso de ganar sabremos de qué va el disco de Axel. Algo parece seguro: abundarán las marchas de resistencia.
Retener la provincia es una hazaña posible. A nivel país, con la regla del ballottage, Massa necesita en cambio un milagro. Cristina lo vislumbra imposible (nos dirá cuando ocurra que ella ya lo sabía), y por eso gasta poca energía en asistirlo. En charlas reservadas repite un dato contrastado: nunca desde 1983 ganó las elecciones un gobierno que deja el índice de pobreza por encima del que recibió. De cumplirse el presagio, evitará el momento agridulce de ver con la banda presidencial a un peronista que promete “ser el único jefe” si le toca asumir la Presidencia.
De acá a diciembre, la prioridad de Cristina pasa por rescatar porciones de poder institucional y sortear la hiperinflación, que ve como una amenaza cierta a su legado; un límite incluso para la estrategia autoindulgente del gobierno que no existió. No hay peor pesadilla para el kirchnerismo que coronar su declive con un 2001 particular.

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Historia de un desencuentro: peronismo y tributación progresista
La reforma del régimen fiscal nunca fue una opción de la política redistributiva del justicialismo; eligió en cambio, como ahora Massa, cubrir el déficit con emisión monetaria y otros recursos
Roy Hora
El ministro Sergio Massa, durante la sesión en la cámara de Diputados del Congreso de La Nación, para el tratamiento de Ley impuestos de las Ganancias
El gobierno de Massa-Fernández-Kirchner ha dañado la práctica y el ideal de una fiscalidad racional y progresista. La eliminación de lo que en todas partes se conoce como impuesto a la renta personal o impuesto a los ingresos (entre nosotros, “impuesto a las ganancias”) para casi todos los asalariados salvo para un puñado de contribuyentes de ingresos muy elevados aleja a nuestro país del sendero que, en materia tributaria, transitan desde comienzos del siglo XX los países más desarrollados y más animados por el espíritu igualitario.
Contra lo que muchos sugieren, esta osadía revela algo más que cinismo o ignorancia. Al proponer la eliminación del impuesto progresivo, el ministro Sergio Massa actuó en sintonía, no en contra, del sentido común justicialista en materia tributaria. Sus dichos y sus acciones combinaron el cálculo oportunista con el interés y la ideología. Hacen sistema con una arraigada cultura tributaria cuyos fundamentos comparten muchos argentinos. Para constatarlo no hay nada mejor que mirar el problema desde una perspectiva histórica.
"La renuencia a forjar un orden fiscal más igualitario tuvo consecuencias muy graves"
En Europa, el camino para la instauración del impuesto a la renta fue despejado durante la Primera Guerra Mundial. El enorme desafío fiscal que supuso ese conflicto hizo posible la sanción de reformas tributarias progresivas en las principales naciones del Viejo Continente. En la Argentina, en cambio, las cosas no fueron tan sencillas. Mientras el comercio exterior aportó los fondos que el Estado necesitaba para financiarse, el impuesto a la renta permaneció en suspenso. Nuestra primera democracia no logró imponerlo. La Gran Depresión, que desplomó la recaudación, finalmente despejó los obstáculos para su triunfo. Resulta algo paradójico que fuera un gobierno de facto y de derecha como el del general José Félix Uriburu el que, urgido por aumentar la recaudación, sancionó el impuesto más progresivo con que cuenta nuestro país.
Unos años más tarde, el impuesto a la renta alcanzó su cenit en Europa y América del Norte. Otra vez, el instigador fue el conflicto armado en gran escala. La Segunda Guerra Mundial impuso a todos los contendientes la obligación de extraer más recursos, forzando un aumento de las tasas y una fuerte ampliación del universo de contribuyentes. La supervivencia del Estado estaba en juego. Para tener dimensión de la magnitud de esta expansión basta recordar que, en Estados Unidos, un país de fuerte cultura individualista, hacia 1945 el 70% de los asalariados estaba alcanzado por este tributo.
"La idea de que ‘el salario no es ganancia’ hoy es arcaica"
La guerra terminó, pero el impuesto a la renta quedó. Su universalización, con escalas y alícuotas progresivas, constituye el pilar sobre el que se asentó la expansión del Estado de bienestar en los países que, de Inglaterra a Suecia, solemos tomar por modelo. A lo largo del tiempo, escalas y tasas sufrieron alzas y bajas. Pero lo importante es recordar que ese logro civilizatorio que es el Estado de bienestar dependió más de la universalización de la base tributaria que de la concentración del impuesto en las grandes fortunas o en las personas de mayores ingresos. En los países del Atlántico Norte, la enorme mayoría de los asalariados están comprendidos, en proporción a su capacidad contributiva. A los constructores del Estado de bienestar les hubiera resultado extraña la expresión, tan celebrada en nuestra patria, que insiste en que “el salario no es ganancia”.
Perón marca la pauta
Para entender por qué la Argentina tomó otro camino hay que dirigir la atención hacia el sorprendente desenlace de la Revolución de Junio. En 1946, un outsider surgido de los cuarteles alcanzó la presidencia, imponiéndose a una coalición donde estaba representado todo el arco partidario progresista, el que iba del centro a la izquierda. Para explicar esa victoria hay que recordar que la carta de triunfo del coronel Perón sobre la Unión Democrática fue la promesa de elevar a los trabajadores a un umbral superior de justicia social.
Imponer este programa fue costoso. Además de una reformulación de las relaciones entre capital y trabajo, reclamó erogaciones que elevaron el gasto público de menos del 20 % a cerca del 25 % del PBI. ¿Cómo financiar ese salto, que se producía al mismo tiempo que proliferaban las demandas distributivas? Sin una fuerza política estructurada que lo respaldara, sin lealtades populares aseguradas, y sin la posibilidad de invocar una emergencia militar, Perón no tenía mucho margen para contrariar a los asalariados que lo habían acompañado en las urnas. No hubo, pues, expansión del impuesto a la renta. Esta renuencia dice mucho sobre la coyuntura de 1945-6, pero también sobre las secretas continuidades entre la cultura tributaria popular forjada en los tiempos en que la izquierda daba voz a las demandas de los asalariados y la que comenzaba a cristalizar en torno al nuevo movimiento nacional-popular.
Así, pues, pese al considerable incremento de los salarios en el trienio dorado de 1946-48, la cuarta categoría del impuesto a los réditos casi no sufrió alteraciones. En favor de Perón hay que decir que su timidez frente a la reforma fiscal se justificaba a partir de un ideal: apostaba a que el desarrollo industrial y la expansión del empleo formal y bien remunerado crearan las condiciones para que todos alcanzaran un piso más elevado de bienestar. En este esquema, la redistribución a través de un régimen fiscal progresista no desempeñaba ningún papel relevante. En la vía argentina al progreso social, era la relación salarial, más que el impuesto, el principal agente de mejora de la condición popular.
Quedaba pendiente, sin embargo, la pregunta sobre cómo financiar un incremento del gasto público de más de 5 puntos del producto sin afectar los salarios. La respuesta peronista es conocida: gravámenes al comercio exterior, captura de diferencias en el cambio (IAPI), contribuciones a la seguridad social y emisión monetaria proveyeron el grueso de esos recursos. Ir por el camino de los impuestos no legislados fue una solución que tuvo bajos costos políticos pero que era económicamente frágil. De hecho, ya antes de 1955 la contracción de los saldos exportables y el aumento del gasto previsional comenzaron a mostrar las limitaciones de esta apuesta.
Mientras todo esto sucedía, Perón fue ganando mayor autonomía respecto de sus apoyos populares, confirmando que el resultado de las elecciones de febrero de 1946 no había sido un rayo en cielo sereno. Aun así, la reforma del régimen fiscal nunca formó parte del menú de opciones de política redistributiva del justicialismo maduro. ¿Convicción, ceguera, renuncia, derrota? En cualquier caso, inspirado por el principio según el cual “el salario no es ganancia”, el movimiento obrero más poderoso de América Latina logró un triunfo resonante contra la tributación progresista, en algunos aspectos similar al que alcanzó contra la constitución de un régimen de jubilaciones y pensiones de carácter universal, o contra la formación de un sistema de salud unificado como el que quiso Ramón Carrillo.
La frustración del sueño de este gran sanitarista condenó a aquellos sectores de las clases populares que no estaban encuadrados por la organización sindical (trabajadoras domésticas, jornaleros, personas sin empleo formal) a una cobertura sanitaria de calidad inferior. La renuencia a forjar un orden fiscal más consistente e igualitario tuvo consecuencias más graves, toda vez que colocó bajo presión a las finanzas de un Estado que desde entonces nunca pudo desentenderse del muy elevado nivel de demandas distributivas que constituye una marca distintiva de nuestra sociedad. No sorprende que, en esos años, comenzara a anunciarse el ingreso de la Argentina en la era de la alta inflación.
Durante su tercera presidencia, Perón protagonizó el último gran capítulo de esta saga. En 1974 nació el IVA, un impuesto al consumo creado para cerrar la brecha entre los gastos y los ingresos del cada vez más deficitario sector público. También modificó el viejo impuesto a los réditos, que pasó a llamarse impuesto a las ganancias. Pese a que la población alcanzada creció hasta comprender un universo algo mayor de trabajadores en relación de dependencia, el nombre elegido da cuenta del espíritu con el que, desde el comienzo, el justicialismo había concebido el significado del impuesto a la renta. A casi treinta años de su irrupción en la vida pública, la premisa de fondo no había cambiado. Trabajo bien remunerado para todos, impuestos directos para muy pocos, e impuestos indirectos para la mayoría, siempre fue su norte. Una fórmula que una y otra vez le dio la espalda a la idea de que el régimen tributario puede y debe constituir un instrumento al servicio de la justicia social.
Historia conocida
Lo que sucedió después es una historia triste, pero conocida. En el último medio siglo, la Argentina se hundió en el barro. La sociedad salarial se contrajo. Hace décadas que nuestro anémico mercado de trabajo no es capaz de ofrecer puestos calificados y bien remunerados para todos. Más de un tercio de los asalariados se gana la vida en empleos informales (entre las mujeres, que perciben sueldos más bajos, ya sea formales o informales, el porcentaje es aún alto). A todo esto hay que agregar que, entre las nuevas generaciones, por buenas y malas razones, cobra vigor el deseo de explorar formas más libres de inserción laboral. Ni la realidad actual ni el horizonte hacia el que marcha el trabajo se asemejan al de los tiempos de Perón.
En estas circunstancias en las que la realización de la justicia social mediante la incorporación de toda la población trabajadora al empleo bien remunerado y en relación de dependencia se ha vuelto no solo una quimera sino también un objetivo anacrónico, la idea de que los altos salarios deben estar eximidos de impuestos choca con los principios que animan la formación de una sociedad capaz de asegurarle a todos sus ciudadanos un piso mínimo de prosperidad.
En nombre de la justicia social, el argumento según el cual “el salario no es ganancia” no hace más que disimular y encubrir un privilegio (un privilegio, agreguemos, eminentemente masculino).
En sus orígenes, el justicialismo hizo una valiosa contribución a la ampliación de la ciudadanía social, pero renunció a expandir la ciudadanía fiscal. Volver la atención sobre esa coyuntura que cristalizó un divorcio histórico entre las fuerzas políticas populares y la tributación progresista es algo más que un ejercicio nostálgico. Reflexionar sobre ese hito y su legado nos permite entender mejor las razones del fuerte arraigo social que tuvo y todavía posee un ideal de justicia fiscal que, tras el ocaso de la sociedad salarial, y con más de la mitad de la población argentina a la intemperie, se revela no sólo anacrónico sino también perjudicial.
Comprender es importante para cambiar. Y cambiar es imprescindible porque, en este país fracturado y sin rumbo, pero que aun así difícilmente renuncie a su vigorosa cultura de demanda sobre el Estado, necesitamos reformular y recrear la idea misma de ciudadanía fiscal. Sin revisar nuestras nociones al respecto no podremos tener servicios públicos de calidad para todos ni posibilidades ciertas de construir una macroeconomía estable y, por tanto, seguiremos sumando fracasos en el combate contra la pobreza y la desigualdad. Construir una cultura tributaria que se coloque en las antípodas del arcaico y perimido “el salario no es ganancia” es parte de este desafío.

Doctor en Historia

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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