●“El comedor del fondo”: Para colaborar con el comedor se puede donar alimentos, ropa, productos de limpieza e higiene personal o dinero (el alias de MercadoPago es elcomedordelfondo).
También necesitan voluntarios. En el caso de las empresas, se proponen proyectos conjuntos e iniciativas de voluntariado corporativo. Para más información, se puede escribir a elcomedordelfondo@gmail.com; ingresar a su web, Facebook o Instagram; o comunicarse por WhatsApp a los teléfonos 362 527 5444 (Javier) o 11 3644 3824 (Sofía).
JAVIER LUZURIAGA
“DESCUBRÍ SUS HISTORIAS DE ABANDONO, ABUSO Y MALTRATO Y YA NO PUDE VIVIR DE ESPALDAS A ELLOS”
Texto de María Ayuso | Fotos: Santiago Filipuzzi
Javier Luzuriaga camina por la zona de la villa 31 que los vecinos llaman “el fondo”. Lleva el pelo sujeto con una colita y avanza saludando a quienes, arrastrando los carros en dirección a los chatarreros, vuelven de cartonear por la Calle 15. Cada tanto, alguien grita: “¡Eh, Javi!”. Él se da vuelta y levanta la mano. Estamos en una zona límite. Del otro lado de las vías del Ferrocarril Belgrano, a pocos metros de distancia, se recortan las siluetas de la Facultad de Derecho de la UBA y los edificios de Palermo. De este, alrededor de un predio donde se acumulan los contenedores del puerto, proliferan las ranchadas que comparten unos 40 jóvenes y adultos arrasados por el consumo de pasta base: son “los pibes del fondo”. La primera vez que atravesó ese rincón de la 31, Javier lo hizo en bicicleta. Fue hace más de una década y no podía imaginar que ese encuentro cambiaría su vida. “Estamos a metros de Barrio Parque, yo supongo que el barrio más caro de la Argentina. Y acá tenés pibes todo el día con el paco y el poxiran, totalmente invisibilizados”, dice. “A mí me tocó nacer del lado oeste de las vías, en Palermo, y cuando descubrí que acá atrás estaban los pibes, no pude volver. ¿Qué sentido tiene vivir de espaldas a esto?”. La pregunta queda suspendida en la humedad de la tarde. Al silencio que le sigue, lo corta la bocina de una de esas moles con acoplado que trasladan los contenedores. Debajo de un árbol solitario, sentada sobre lo que alguna vez fue un sillón, una joven de poco más de 20 años ojea una revista de Clemente, el personaje de Caloi. Cuando pasamos, no se inmuta. Es una de las chicas que habitan las ranchadas que rodean el predio de los contenedores. Aunque la mayoría son varones, también hay algunas mujeres. Cruzando la calle está “El comedor del fondo”, el espacio que Javier fundó en 2013 junto a un grupo de vecinas de la 31 para acompañar a los más olvidados entre los postergados: los pibes en situación de calle y consumo. En total, cada día reciben a unos 80, del barrio y de distintos puntos del conurbano. La actividad arranca con el desayuno, sigue con el almuerzo y a esa hora de la tarde se sirve la merienda: hay mate cocido y sándwiches de queso y huevo. Mirna, Cata y Alicia, tres históricas del equipo, se ocupan de que nadie se quede sin su porción. El movimiento de los que pasan a bañarse o cambiar su ropa es constante. Lejos de ser una realidad exclusiva de la 31, “el fondo” desnuda una problemática más grande: la dificultad que tienen quienes viven en la calle y consumen drogas para acceder a un tratamiento y sostenerlo, no sólo porque muchos lugares están colapsados, sino porque es poca la oferta que se adapta a las características de un grupo tan vulnerable. Además, la ausencia de redes y el haber pasado gran parte de sus vidas atravesados por las adicciones y sin acceder a derechos fundamentales (como la salud y la educación, por nombrar solo algunos), hacen que vislumbrar una salida sea especialmente desafiante. “No voy a negarte que cada tanto tenemos conquistas, pibes que revinculamos con sus familias o se internan para dejar el consumo, pero normalmente eso no pasa y si tuviese que decirte cuál es el logro más grande, te diría que es el involucramiento de actores como vecinos de la comunidad y trabajadores con esta población”, asegura Javier. Y sigue: “Trabajamos con los más rotos entre los rotos. Básicamente, para que los chicos que acompañamos no se mueran y para que, durante el tiempo que están con nosotros, no consuman: ese es el único momento del día en que recuperan su humanidad”.Javier Luzuriaga sirve el desayuno en El Comedor del Fondo, en la Villa 31 de Retiro, a donde asisten a 80 jóvenes en situación de calle y consumo. Esa mañana, hay sopa de fideos
“Era una zona liberada” Javier tiene 51 años y a los 20 se sumó como voluntario en la 31, mientras estudiaba el profesorado. En 1992, arrancó a trabajar como maestro y más tarde fue director de un jardín de infantes construido por los propios vecinos. Luego, pasó a dar clases para adultos en el Centro de Alfabetización 18, que funcionaba en el mismo espacio que el jardín. Su día lo repartía entre la villa y las horas que dedicaba a enseñar a jóvenes en conflicto con la ley, primero en el Instituto Agote y después en la cárcel de Devoto. Con el tiempo, descubriría que varios de ellos eran pibes del fondo. Fue un grupo de vecinas, estudiantes de Javier en el centro para adultos, quienes una tarde le preguntaron si quería que lo acompañaran a salir por el fondo, lo que le garantizaba un viaje más corto de regreso a casa. Él se movía en bicicleta y dejaba siempre el barrio por la parte de adelante, donde está la terminal de ómnibus de Retiro. Nunca había atravesado el fondo. La Calle 15, que termina en Salguero y marca uno de sus límites, era un kilómetro y medio sin luz. Se trataba de “una zona liberada, donde la policía no intervenía”, apropiada por los pibes que consumen paco. Javier aceptó. Las mujeres lo despidieron en un punto y él siguió pedaleando solo. Entre los contenedores, vio “grupos de pibes y pibas con sus ropas y caras sucias, como si hubiesen salido de una mina de carbón”, fumando alrededor de fogones y buscando entre pilas de basura cualquier cosa que pudieran vender para seguir bancando el consumo. El escenario le causó una impresión sin retorno. Poco después, le propuso a sus estudiantes empezar a cocinar para ese grupo y así, el 3 de septiembre de 2013, nació el comedor. Improvisaron una mesa con un fenólico y un tacho de aceite oxidado de cincuenta litros. Cuando los pibes se acercaron a compartir y ayudaron después a ordenar, Javier pensó: “Es por acá”. Con el tiempo, la olla empezó a hacerse rutina, y él arrancó a dar clases entre los contenedores: “Había descubierto que estar mucho tiempo con ellos [los pibes del fondo] era lo que quería. Lo que era hostil se había convertido en familiar. Me sentía cuidado y aceptado, sensaciones que nunca había sentido de esa forma y no quería perder”.Los pies de un jóven adicto a la pasta base. Como él, muchos empezaron a consumir en la infancia y vienen de hogares atravesados por la pobreza y las violencias.
Javier decidió comprar una pieza en el terreno de una de sus estudiantes, Cinthia Pereira, mudarse al barrio e instalar allí el primer espacio formal del comedor. La primera noche en su nuevo hogar diluviaba, se le inundó todo y las ratas no lo dejaron dormir. Su pieza estaba justo frente a las ranchadas. “Fue una bienvenida completita. Pero cuando empezó a pasar el tiempo, se fue transformando en una casa, aunque bastante particular: estaba siempre llena de pibes”. Tuvieron que pedir más raciones al Gobierno de la Ciudad, que, a medida que el proyecto fue creciendo, también los apoyó con subsidios, al igual que la Sedronar. Fortalecieron el equipo y ampliaron el horario. Se sumaron personas como Caty Medina, una vecina que se convirtió en indispensable. Los pibes la llaman “mamá Caty”: en ella ven esa figura maternal que nunca tuvieron o perdieron. “La empatía que logró con ellos fue tan grande que su presencia empezó a hacer la diferencia”, asegura Javier. Para él, articular ese trabajo social en la villa con la paternidad (tiene tres hijos) no fue fácil. “Son dos amores absolutamente incomparables. Estaba todo el tiempo yendo de un lado a otro y mis hijos lo padecieron. Creo que ya me perdonaron, pero perdí mucho tiempo de la vida de ellos. No lo planifiqué, esa no es una característica que me defina... Pero sí tuvo consecuencias”, admite hoy con la voz entrecortada.La esquina frente al comedor, donde se acumulan escombros y restos de basura. Abajo, Alicia Rodas, una de las cocineras de la organización, conversa con Javier y un vecino. Mientras, una de las jóvenes que “ranchean” frente a los contenedores, toma el desayuno.
“Sueño con que seamos cada vez más”
Aunque dejar las drogas es sumamente difícil para quienes pasaron gran parte de su vida en la calle, algunos lo logran. En esas historias, el comedor juega un rol central. Micky (26) conoció a Javier en 2012, cuando era su profesor en el centro de alfabetización, y dice que gracias a él logró terminar los estudios. Había empezado a consumir a las 12 y era uno de los habitués de la zona de los contenedores. Hoy, alquila una pieza, trabaja con el carro y haciendo changas. –¿Te sorprendió cuando Javier empezó con el comedor?
–Sí, porque había mucha gente que venía queriendo ayudar pero solo era para la foto. A él no le importó recibir nada a cambio: venía a hacer lo que tenía que hacer, siempre todo a pulmón. Esto era todo barro y él traía la olla en la mano, hasta el fondo de los contenedores. Siempre fue bien recibido por los pibes. Es una persona que no se puede no querer. Si no lo querés a Javi, ¡dale, no querés a nadie! No te querés ni a vos. Actualmente, “El comedor del fondo” cuenta con tres espacios en los que trabajan unas 70 personas. A la sede de la 31 (donde gran parte del equipo son vecinas), van los pibes a comer, pero también a bañarse y recibir el acompañamiento de trabajadores sociales, psicólogos y operadores en adicciones. Además, decenas de vecinos retiran su vianda: por día, se sirven 500 raciones. El segundo espacio es una casa en Chacarita que les fue cedida por el Ministerio de Salud de la Ciudad, donde almuerzan otros 80 jóvenes y duermen 20. La tercera sede queda en el Paraje Cuatro Bocas, en el Impenetrable chaqueño, y es una comunidad terapéutica que además trabaja en la prevención. Actualmente, Javier vive entre Palermo y Cuatro Bocas junto a su pareja, María Compagnucci, quien también integra el proyecto desde el comienzo. El comedor de la 31 quedó en manos de Caty: ella y Javier forman un equipo a prueba de todo, basado en una amistad de años. “Algo que descubrí y que me motiva es que lo que estábamos haciendo de manera anónima hace 30 años empezó a tener otra organización, y en un momento determinado explotó. Hoy, por ejemplo, estamos trabajando con Fernán Quiróz [ministro de Salud porteño] en la casa de Chacarita; y, junto a otra organización, abrimos recientemente una en Once”, cuenta Javier. “Me fui dando cuenta de la capacidad que tenemos para gestionar espacios que visibilicen lo que venimos haciendo desde siempre e involucrar a más gente. Estoy con una explosión de cosas que no sé dónde va terminar”. –¿Con qué soñás?
-Con seguir haciendo lo que hago. Creo que algo hermoso es que toda la gente que se involucró con el comedor, rompió con un montón de prejuicios en relación a esta población. Eso fue de las cosas más lindas, sobre todo acá en el barrio, donde los vecinos se sientan en la mesa a comer con pibes y antes era impensado. Eso tiene que ver con arrimar orillas. En una sociedad tan injusta, sueño con que cada vez seamos más haciendo esto.Javier, Cinthia Pereira y Alicia (ambas cocineras y vecinas del barrio) caminan junto a Vicente “Tarta”, que va al comedor desde sus comienzos. Debajo de uno de los pocos árboles que hay en esa parte de la villa, una chica en situación de calle ojea una revista.
En la oscuridad de la tarde se incuba una tormenta y Javier se detiene frente a un muro de tres metros que separa “el fondo” de las vías y del resto de la Ciudad. Es el lugar exacto donde estuvo la primera sede del comedor. En 2018, a ese espacio y a las viviendas que lo lindaban les pasó por encima la topadora. El proyecto del Gobierno porteño era construir un tramo de la autopista Illia, que al final no se hizo. Esas casas fueron relocalizadas, entre ellas el comedor, que hoy funciona a unos 600 metros de allí: sigue de frente a los contenedores y a donde ranchean los pibes. A quienes le propusieron mudarse a otro lugar, Javier siempre les respondió lo mismo: “Queremos estar acá, al lado de ellos, para que cuando quieran salir se encuentren con alguien que los pueda ayudar y para que, cuando no quieran salir, tengan un plato de comida caliente”. Nacieron para evitar que a los pibes los destruya la droga: “Que vivan mejor es nuestro principal objetivo, pero se nos han muerto y se nos siguen muriendo”. El temporal de diciembre se llevó puesto varios metros de la pared frente a la cual estuvo la primera sede del comedor. Sin embargo, el mural que pintaron los pibes, sigue intacto. Están escritos los nombres de los que lograron reconstruirse, los que siguen en consumo y los que ya no están: Yohanna. Juan. Yesi. Tomy. Miguel. Ana. Mari. Jorge. Misio. Karo. Moni. Y, sobre un cielo celeste, hay una frase de René, exlíder de la banda puertorriqueña Calle 13, que termina así: Cuando no queden rastros ni huellas Y la luna se estrelle contra las estrellas Y se rompa lo que ya estaba roto Aquí estaremos nosotros. Mientras se aleja, Javier comenta: “Se cayó todo menos el mural, que dice 'acá vamos a seguir, pase lo que pase'. Ése es el espíritu nuestro, seguir acompañando mientras los chicos estén acá”.
Cómo colaborar:
●“El comedor del fondo”: Para colaborar con el comedor se puede donar alimentos, ropa, productos de limpieza e higiene personal o dinero (el alias de MercadoPago es elcomedordelfondo).
También necesitan voluntarios. En el caso de las empresas, se proponen proyectos conjuntos e iniciativas de voluntariado corporativo. Para más información, se puede escribir a elcomedordelfondo@gmail.com; ingresar a su web, Facebook o Instagram; o comunicarse por WhatsApp a los teléfonos 362 527 5444 (Javier) o 11 3644 3824 (Sofía)
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