martes, 30 de abril de 2024

MEDIO AMBIENTE Y EDUCACIÓN


Edificios y cambio climático
Moisés Naím

Los propietarios de terrenos, casas, departamentos y otros edificios residenciales enfrentarán una pérdida que podría alcanzar los 25 billones de dólares –es decir, 25 millones de millones– a nivel mundial. Este exorbitante número, publicado por The Economist, es comparable al producto bruto interno de Estados Unidos. La alarma comienza cuando se hace visible el hecho de que terrenos, edificios, casas y otros activos inmobiliarios están entre los bienes que más se compran usando dinero prestado. Gran parte del mercado crediticio mundial tiene como garantía algún bien inmobiliario. Hasta ahora esto ha sido así y ha funcionado. Pero ¿qué pasa si el valor del activo inmobiliario que respalda la hipoteca cae precipitadamente? Pues que se produciría el shock más desestabilizante que haya experimentado la economía mundial. ¿Y qué fuerza podría producir semejante impacto? El cambio climático.
Los efectos de la crisis climática, muchos de ellos nunca vistos, se han hecho rutinarios. No pasa una semana sin que nos lleguen noticias de devastadores eventos climáticos desde los más variados lugares del planeta. Con igual frecuencia nos llegan informes avalados por el mejor conocimiento científico disponible acerca de la velocidad, magnitud y consecuencias de los cambios en el clima. Las reacciones para enfrentar los impactos de la crisis climática están siendo lentos, insuficientes y descoordinados. Peor: en muchos casos las respuestas eficaces no logran atraer la atención de quienes podrían ayudar a cambiar las cosas.
Hace poco fui invitado a dar una charla a un grupo de agentes inmobiliarios en Miami. Les pregunté si sus clientes interesados en comprar inmuebles en esa zona mostraban preocupación ante la posibilidad de que sus costosas propiedades fuesen afectadas por el cambio climático. Ninguno de los allí presentes indicó que ese haya sido el caso. Esta es solo una anécdota, pero ilustra bien la situación. La desconexión entre lo que la ciencia nos dice que será el impacto del cambio climático y las decisiones que se toman al respecto es una de las principales fuentes de riesgo sistémico en la economía mundial. Los mercados sencillamente no terminan de darse por aludidos ante riesgos que para la ciencia no están en duda. Esto solo puede terminar mal.
En Miami, el riesgo climático no es teórico. En una ciudad donde muchos de los altos rascacielos tienen garajes construidos en profundos sótanos ya se ha hecho frecuente ver las consecuencias de la infiltración permanente de aguas provenientes de un mar en alza. Uno pensaría que eso daría pie a la reflexión, pero parece no ser así. Y Miami es solo un microcosmos de un mal global. Los 11 millones de habitantes de Yakarta, la capital de Indonesia, se encuentran ante una crisis sin precedentes, ya que su ciudad costera se está hundiendo bajo su propio peso al mismo tiempo que el nivel del mar sube, obligando al gobierno a construir una costosísima nueva capital en la isla de Borneo. Y es un patrón que se repite en todas las geografías: Osaka, Chicago, Calcuta, Río de Janeiro, Lagos, en Nigeria, y Dhaka, la capital de Bangladesh, son solo algunas de las grandes ciudades que enfrentarán daños catastróficos en las próximas décadas como consecuencia del nuevo clima.
En Nueva York, infraestructuras concebidas para un clima distinto al que existirá difícilmente pueden adaptarse a un clima donde no solo el nivel del mar sube, sino que las tormentas se hacen más frecuentes y destructivas. En Londres el problema es al revés: en esta ciudad famosa por sus neblinas y sus lluvias, ya no llueve como antes, y la sequía causa que se asiente la arcilla sobre la que está construida, causando daños estructurales a miles de casas y edificios.
Lo que vemos es una minúscula parte de los daños económicos que causará el cambio climático en las próximas décadas. Y no hay vuelta atrás: gran parte del calentamiento global que se hará sentir será lo que los climatólogos llaman “calentamiento comprometido”, es decir, causado por emisiones de dióxido de carbono que ya tuvieron lugar, pero cuyo efecto tarda varias décadas en hacerse sentir plenamente.
No se trata, pues, de un asunto de “buenismo”, de querer ser “verdes” para sentirnos más virtuosos. Se trata de que el cambio climático se está tornando un riesgo sistémico para el bienestar de cada uno de los habitantes del planeta. Esto lo sabemos desde hace tiempo. Pero nos cuesta reaccionar en consecuencia. Cuando ni los agentes de bienes raíces de Miami se dan realmente cuenta del berenjenal en el que estamos metidos, vemos que queda muchísimo trabajo que hacer para adaptarnos al hostil sistema climático que nosotros mismos hemos engendrado.

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El riesgo de clausurar el futuro
Bernardo Saravia Frías


La Nación Argentina empezó a tomar forma cuando Sarmiento hizo realidad una idea tan simple como potente: cada día del año, a la misma hora, infantes de todo el país saludando a la bandera y prestos a ser educados.
Años después, siguiendo esta corriente, fue el ministro Wilde quien impulsó en la presidencia de Roca la ley 1420, conocida como “de educación primaria gratuita y obligatoria”. Se pretendía dejar atrás los tiempos barbáricos de Rosas, en el que la educación estaba a cargo del jefe de policía, para transmitir a las generaciones en formación ideas únicas, aquellas convenientes al poder de turno.
Desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente. La educación pública dio cinco premios Nobel y tantos otras distinciones internacionales en distintas ciencias, siendo el gran fundamento de la transformación, integración y movilidad social ascendente. En definitiva, permitió a la sociedad argentina dar lo mejor de sí.
Siempre estuvo latente la tentación de utilizarla como medio de imposición de ideas y de militancia, especialmente en las casi dos décadas de la última versión del peronismo, siguiendo ese patético atavismo de bajada de línea, ese que también se remonta a los tiempos en que Perón ordenó la educación religiosa en todas las escuelas. Aun así, aun con todos esos embates, la educación pública fue, es y seguirá siendo uno de los signos más destacados de lo que somos capaces de hacer como nación. Por eso es una bandera, lo que en ciencias políticas se llama “tercer riel”, esos que no se tocan sin sufrir una letal descarga: a la vista está una multitudinaria marcha que terminó con una luna de miel artificial de las redes, aunque la quieran ensombrecer con presencias aisladas y algún discurso desubicado que no la representa.
Dicen que el que no conoce la historia la repite. En esas estamos, pero con un giro inesperado: esta vez se propone dejarla morir desde el desprecio, reafirmado el derecho a la barbarie por sobre el derecho a ser educado; promoviendo eliminar su gratuidad. Una línea de pensamiento extrema que fomenta abiertamente y sin sonrojarse que un padre pueda elegir por la ignorancia de sus hijos; o que no pueda elegir, simplemente porque no tiene los medios suficientes para sacarlos de la peor de las pobrezas.
Esa dimensión ideológica, caracterizada por el reduccionismo del valor institucional (que explica que la educación no esté entre los ejes de un acuerdo con los goreclamo bernadores y también el silencio inexcusable del ministro del área), va acompañada por el estrépito del que no tiene un plan, del que avanza a los hachazos sin distinguir yuyos de árboles, ni importarle las consecuencias de voltearlos. Lo más triste es que ya hemos visto tantas veces la sacralización de ciertas ideas desde una Economía con mayúsculas, como dogma de fe: hoy el nuevo becerro de oro es el superávit, presentado como maná que permitiría cruzar al pueblo argentino el desierto.
Sabemos lo que eso significa, y también dónde termina. Vejar la educación pública es mucho más que una torpeza política. Es un error típico del que no tiene la mirada del estadista y resume todo en un cálculo aritmético. Eso no es gobernar, eso no es hacer política, eso es clausurar el futuro de un país. 

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/INDECQUETRABAJA

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