domingo, 27 de octubre de 2024

EL MEDIO ES EL MENSAJE Y OPINIÓN


Políticos actores y actores políticos, equívoco nacional
Milei y CFK, un dúo Pimpinela que ya cansa, y actores como Norman Briski, infelizmente ocurrente con el drama de Medio Oriente

Pablo Sirvén
Muy sabiamente, ya lo dice el dicho: “Zapatero, a tus zapatos”. Políticos histriones que protagonizan berretísimas peleas de vedettes (por caso, el presidente Javier Milei y la expresidenta Cristina Kirchner, con sus reiterados numeritos pimpinilescos), en vez de resolver las difíciles problemáticas que implican administrar eficientemente el Estado y actores que, en vez de concentrar todo su potencial en dar lo mejor de sí mismos sobre un escenario, se ponen a discutir en voz alta, cual si fuesen estadistas, que hay qué hacer desde la política, sin contar con el más mínimo expertise, demuestran que el cambio de roles a veces puede resultar un equívoco con costos demasiado altos para el país. Por de pronto, ambos travestismos contribuyen en primer lugar a descentrar y desasosegar el necesario debate de los temas en el ágora pública, no genera buenos intercambios, confunde y termina provocando sentimientos negativos.
El paso de comedia malograda en el que persisten, aparentemente sin tener conciencia de la vergüenza ajena que provocan, empieza a convertirse en un vicio malsano, tanto en Milei como en CFK. Además de ufanarse ambos de lo maleducados que son, los adjetivos mutuamente peyorativos con que intentan repelerse y repelearse, no conducen a nada que no sea la degradación de la palabra y el desprestigio de la institución presidencial. Cual barrabravas parecen disfrutar en esos chapoteos en el barro que solo pueden alimentar sus respectivos narcisismos extremos y tóxicos. No son conscientes que, siendo así, solo deleitan a sus respectivos círculos de fanatizados seguidores, en tanto que a los demás les produce perplejidad y rechazo. Generan un pésimo ejemplo porque contribuyen a difundir la errónea idea de que los problemas se solucionan a los gritos y a los empujones cuando es sabido que ese tipo de comportamientos no solo no resuelven absolutamente nada, sino que tienden a empeorarlos. Solo les sirve (a ellos) para la vanidad de una pasajera viralización en las redes sociales, con los consabidos aplausos virtuales de sus fanáticos y algunos títulos periodísticos que hacen ruido y que no producen nada significativo.
Lo peor es que esa enfermiza manera de relacionarse que tienen las principales cúpulas dirigenciales, en donde se destaca principalmente la ausencia absoluta de autocrítica para analizar cada tema, termina haciendo escuela y contagia sus procedimientos a otros colectivos sociales.
Es lo que se vio en la reciente ceremonia de los Martín Fierro del cine. La entendible defensa del sector por parte de sus jugadores principales (actores, productores y demás representantes de esa fuerza laboral) careció de los necesarios matices para reconocer que a la sombra del apoyo estatal al sector hubo demasiados abusos (sobredimensionamiento de personal en el Instituto del Cine, camarillas que seleccionaban proyectos solo por afinidad ideológica o por amiguismo, una burocratización excesiva que se tragaba gran parte del apoyo estatal y una dispendiosa política de viáticos en materia de viajes “festivaleros” y gastos de representación, etcetera). Y comprender que entre seguir manteniendo el ineficiente esquema anterior o abolir todo tipo de respaldo estatal a la actividad, hay muchas alternativas razonables que merecen ser estudiadas, sin exaltaciones partidarias para un lado o para el otro.
Más grave y extemporáneo resultó en ese mismo ámbito, el discurso de barricada en apoyo al terrorismo palestino que realizó Norman Briski. Tuvo que pronunciar más de una vez la palabra “Gaza” ante el silencio de la concurrencia en la sala principal de La Usina del Arte. “Gaza jamás será vencido” podía llegar a resultar una burda ocurrencia para algún sótano teatral con público acotado e irreverente, pero no para ser pronunciada ante cámaras de televisión que transmitían ese acto a todo el país, y visto por cientos de miles de personas.
Briski, actor talentoso y ocurrente, siempre se caracterizó por ser políticamente incorrecto y armar actings muy border para sacudir con humor corrosivo cualquier tipo de statu quo. De paso, eso siempre le garantizó una gran repercusión. En este caso cruzó un límite, con el agravante que arrastró en su imprudencia al resto de sus colegas. El desgraciado juego de palabras con el nombre de la organización terrorista que llevó adelante la masacre del 7 de octubre de 2023 en Israel incitó a un cerrado aplauso que terminó avalando tal despropósito. La actual tragedia en Medio Oriente, con excesos y salvajismos por parte de los bandos en pugna exige un tratamiento más cuidadoso y mesurado. El aplauso irreflexivo y frívolo de los artistas se pareció al de los legisladores cuando Adolfo Rodríguez Saá anunció la suspensión del pago de la deuda externa.

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Si vamos a ser peronistas, que no se note tanto, compañeros

Jorge Fernández Díaz
Los historiadores militares nos muestran cómo algunos de los mejores estrategas de todos los tiempos fueron quienes aprendieron con esmero y luego imitaron con eficacia las metodologías de sus enemigos. Se podría pensar que acaso por primera vez hay en el “campo del no-peronismo” un petit comité que ha resuelto estudiar las argucias del Movimiento, adaptarlas a sus objetivos ideológicos y practicarlas de un modo más o menos embozado. La osada táctica parece consistir en cosechar, en esta primera etapa, los votos republicanos de diferente pelaje, y con ellos destruir al “enemigo” con sus propias armas, para en una tercera fase directamente reemplazarlo en el territorio y en el imaginario.
“El nuevo peronismo somos nosotros”, ironizó alguna vez un miembro del círculo áulico. “No soy gorila”, advierte siempre el antiguo jefe económico de la campaña presidencial de Daniel Scioli. “Javier Milei juega con habilidad el juego, exactamente como lo haríamos nosotros”, susurra un ministro justicialista del gabinete de Axel Kicillof. La indisimulable admiración mileísta por el partido de Perón prescinde del “hecho aberrante” de que este ha sido frecuentemente la encarnación del estatismo, y se concentra solo en su praxis política. Tiene lógica: esa praxis le permitió una especie de hegemonía, mientras que sus distintos oponentes –dominados por los escrúpulos y la “tibieza”– nunca lograron hacer pie: son “perdedores natos”, para el alma libertaria. La consigna es copiarles entonces a los “ganadores” las astucias y picardías –incluso los pecados– para alcanzar y retener el poder: culto a la personalidad, aire mesiánico, verticalismo, batalla cultural, linchamientos simbólicos, industrialización del resentimiento, política polarizadora, hostigamiento a la prensa, pactos bajo la mesa, desprejuicio y transgresión, y el uso de personajes oscuros que actúen sin miedo y que sean capaces de infligírselo a los rebeldes, a los disidentes y a los incómodos; la “garra peronista”, su audacia sin límites, su capacidad para deshacerse de los reparos bienpensantes, su relativización de las reglas y su reconocida pericia para encantar y distraer con relato a la fiera más peligrosa de todas: la opinión pública.
Menem se auropercibía como un “pacificador” y un acuerdista que venía a proponer una “unidad nacional. Milei se presenta como un “destructor” con ansias bélicas y la voluntad de desunir para reinar
Esta pretensión viene de la mano de otra teoría: la fulminante aparición de Milei y la implosión consecuente del sistema político se parecen en parte a la irrupción prepotente y galvanizante de Juan Perón, que con su innovadora fuerza partidaria no sustituyó a nadie, más bien se devoró en un santiamén al laboralismo, los nacionalismos de entonces y el conservadurismo popular, y creó con todos ellos un nuevo lugar que no se parecía a nada. Ese razonamiento, su carácter refundacional, sus genes de populistas de derecha, y su necesidad de construir un kirchnerismo de mercado, acerca al general Ancap y a su estado mayor a la experiencia menemista, que conviene también a la narrativa para emparentar la baja de la inflación actual con la convertibilidad, y aquellas privatizaciones de los noventa con estas desregulaciones. Se trata, obviamente, de un simplismo: a “La Cámpora de Milei” la pueden bautizar “La Carlos Menem”, y los sobrinos de los riojanos pueden llevar las riendas de La Libertad Avanza, pero como dice el escritor Jorge Asís, el menemismo fue una experiencia interna del movimiento peronista, y esta es una apuesta externa de unos paracaidistas (outsiders y derechistas de distinto cuño) en la era de los algoritmos. Bien es cierto que los tiempos y los diseños partidarios cambiaron de manera abismal, que el mundo del trabajo hoy tiende al individualismo y que la revolución tecnológica obliga a pensarlo todo de nuevo. Pero también es cierto que Menem se autopercibía como un “pacificador” y un acuerdista que venía a proponer una “unidad nacional”, y que Milei se presenta como un “destructor” con ansias bélicas y la voluntad de desunir para reinar. No obstante, un gremialista que estuvo en la cocina del fenómeno Menem y que se acercó a Milei antes de que este ganara las elecciones, comenta que el León estaba obsesionado con comprender cómo había logrado el menemismo domar a la partidocracia y conseguir la gobernabilidad; la mayoría automática de la Corte y los jueces de la servilleta no fueron excesos de aquel modus operandi, sino sus rasgos esenciales.
Relanzar una campaña anticasta desde una suerte de menemismo del siglo XXI parece una contradicción evidente, deja demasiados flancos
Toda esta paradoja plantea varias revelaciones y problemas. Milei usó a Massa para ganarle a Massa, y luego a Macri para someter a Macri, y ahora piensa reunir voluntades antiperonistas para fundar una especie de peronismo antiestatal que le garantice su programa libertario. Para eso necesita, claro está, que la economía se recupere de manera consistente y vigorosa, algo que no está garantizado. Pero imaginando por un momento que lo logre y que no se trate de un mero repunte ni genere con ello un panorama desolador de desigualdad, parece razonable pensar que para toda esa operación de largo aliento a Milei ya no le alcance con el remanido argumento anticasta (así lo piensa también Agustín Laje), porque mientras opera ese marketing diario se va embarrando con el colectivo al que dice combatir. Relanzar una campaña anticasta desde una suerte de menemismo del siglo XXI parece una contradicción evidente, deja demasiados flancos. Se explica también, con todo eso, por qué los republicanos de cualquier oficio y signo político reciben a veces más palos que los propios peronistas, y cómo contradecir el canónico consejo de Marco Aurelio (“el verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele”) puede abrir riesgos impensados. La idea de ordenar la cancha entre “el partido del Estado” y “el partido del mercado”, en este contexto se parece demasiado a un populismo de izquierda contra un populismo de derecha, y coloca a los ciudadanos de estómago delicado a elegir trinchera, morir en la intemperie o edificar una coalición para la que todavía no hay un mínimo clima en este país esquemático. Una cosa, sin embargo, es el sinuoso anarcocapitalismo y otra el conservadurismo sin ambages de Victoria Villarruel, que no disgusta al papa Francisco pero que mete la pata al revelar demasiado las cartas: Isabel Perón es too much, como diría la arquitecta egipcia. Si vamos a ser peronistas, que no se note tanto, compañeros.

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