Texto de Celina Chatruc // Fotos: Martín Lucesole
De chico, cuando iba al colegio, tuvo lo que él llama “una iniciación ritual a la logia de la pintura”. En el breve trayecto entre el departamento donde vivía y la puerta del edificio donde esperaba el ómnibus, Luis Felipe “Yuyo” Noé descubría universos en las manchas de los mármoles que revestían las paredes del hall, se sentía “prisionero del infinito” al mirar dos espejos enfrentados y observaba fascinado a un hombre que sonreía y saludaba mientras caminaba hacia atrás en su camino al trabajo. “¿Sin sentido? No, era tan absurdo como observar la parte convexa de un objeto que se plantea inicialmente como cóncavo, o viceversa. La otra cara. Si él lo hacía, era posible. ¿Por qué no caminar al revés? El excéntrico tuvo un discípulo”, escribiría el artista y escritor décadas después en Cuaderno de bitácora, uno de dos tomos autobiográficos publicados por El Ateneo en 2015, que juntos pesan cinco kilos. En El ojo que escribe (Ampersand), su libro más reciente presentado en agosto último, vuelve a mencionar aquellos viajes iniciáticos donde surgieron tres temas recurrentes en su obra: la mancha, los espejos y el derecho y el revés. Algo de esa forma de mirar parece haber revertido el tiempo en la vida de este hombre de 91 años que recibe a LA NACION en su casa-taller de la calle Tacuarí, en Monserrat. Por más que se apoye en un bastón para caminar y vista su característico conjunto de camisa, chaleco y anteojos, la juventud de su espíritu se refleja en el collar de metal que lleva colgado al cuello con la palabra “caos”, escrita con letras estilo punk. “Se lo regaló Morena Mercado, de @mafiametal, una chica de unos veinte años que nos sigue en Instagram”, explica Lorena Alfonso, la cuidadosa asistente que no solo oficia de community manager de las redes sociales de Noé. También pasó los últimos cuatro años y medio transcribiendo sus manuscritos, que durante la pandemia le llegaban a su casa vía delivery, para lograr la inminente publicación de Asumir el caos. En la vida y el arte (El cuenco de plata). Otro libro de más de 500 páginas que estará en librerías desde el jueves y que elevará la lista de los que llevan su firma a casi una veintena.
Yuyo se dispone a inaugurar una muestra en Rubbers, acaba de publicar un libro y está por presentar otro
Será lo que él llama su “legado”, ya que el caos es un tema que atraviesa su obra –de arte y escrita– desde hace 65 años, en los inicios de una carrera que incluye importantes premios –entre los cuales se cuentan cuatro Konex, el Di Tella, el de Trayectoria del Salón Nacional y la Beca Guggenheim–; más de cien exposiciones individuales; el envío de la Argentina a la Bienal de Venecia y la creación del Bárbaro, célebre bar fundado con varios socios sobre la calle Reconquista en 1969, que luego se mudó al Pasaje Tres Sargentos y fue durante décadas el lugar de encuentro de los protagonistas de la cultura porteña. En el principio fue el caos: ya estaba latente en su primera muestra en la galería Witcomb, en 1959, cuando la felicitación de su maestro Horacio Butler confirmó que se había convertido en pintor. Ese día conoció también a tres colegas que marcarían su vida: Alberto Greco, Jorge de la Vega y Rómulo Macciò. Con estos dos últimos y Ernesto Deira conformaron entre 1961 y 1965 el grupo inicialmente presentado como Otra Figuración, y luego rebautizado como “Nueva”. Tan original como Caosiendo, neologismo que inventó para titular su próxima muestra, que inaugurará el 6 de noviembre en la galería Rubbers. “Para él es sinónimo de existiendo”, apunta Alfonso. “Nosotros somos nuestros propios fantasmas –escribe Noé en Asumir el caos–. Pero eso, que todos lo sabemos, no lo asumimos. Suponemos que los culpables del caos son los otros; una concepción equivocada que limita el caos a circunstancias que alteran el orden. El caos está por encima de todas ellas. El caos está en los otros y nosotros somos también los otros”. El tema del caos también se aborda en su primer libro, Antiestética, editado por Van Riel en 1965. Y en muchos de los que publicó desde entonces, presentes en las diversas bibliotecas distribuidas en los tres pisos de su casa. Algunas de ellas conservan ejemplares encuadernados que pertenecieron a su padre, Julio Noé: crítico, historiador y autor de una Antología de la poesía moderna argentina. De esa herencia no solo surgieron sus primeros recuerdos, sino también una pasión por las imágenes y por la historia argentina que lo llevaría a crear obras como Serie Federal y Por la patria soñada, díptico de 1990 donado al Estado Nacional. Apenas iniciada su adolescencia, Yuyo lanzó su propia editorial de libros de un solo ejemplar, bautizada Albatros en referencia a un poema de Baudelaire. Tenía trece años cuando publicó Yo defiendo a Picasso, en el que opinaba lo siguiente: “Las teorías contra Picasso son menos comprensibles que sus cuadros. Las personas no pueden entender los cuadros de Picasso porque son demasiado profundos frente a esos que lo único que encuentran lindo son las caras bellas”. Una década más tarde llegaría a ejercer la crítica de arte en el diario El Mundo. Por entonces conoció a Nora Murphy, mientras ambos estudiaban Derecho en la Universidad de Buenos Aires. Se casaron en 1957 y tuvieron dos hijos: Paula, también artista, y Gaspar, conocido director de cine. Ambos viven en París, donde la familia se exilió en 1976. Tras el retorno de la democracia, Yuyo y Nora volvieron a la Argentina y se instalaron en su casa-taller de la calle Tacuarí. Ella falleció en 2012. Lo primero que se ve al entrar allí ahora es un yacaré de madera de unos dos metros de largo. Se lo acaban de traer a Yuyo desde Paraguay, donde lo recibió como regalo en un homenaje que le hicieron en agosto último en el Museo del Barro, durante la semana de Pinta Sud ASU. Visitó entonces todas las muestras de la mano de Natalia Revale, otra de sus fieles asistentes, días antes de inaugurar un vitral que realizó en el Hotel de Inmigrantes.“¿De qué unidad puede hablarse en un mundo que carece totalmente de unidad?”
–Contando Asumir el caos, que llegará a las librerías esta semana, ¿cuántos libros llevás publicados? –A partir de mi Antiestética de 1965, los libros teóricos que he realizado, contando los dos últimos de este año, serían siete, si tengo en cuenta el de conversaciones con Horacio Zabala, El arte en cuestión. Pero he hecho 17 publicaciones en total, si cuento tres libros de creación literaria y cuatro de ilustraciones, incluyendo En el nombre de Noé, y tres acerca de mi propia obra. Me refiero al de dibujos hechos en terapia y sus consecuencias en los años 70; una monografía hecha con Jorge Glusberg y mi obra de dos tomos: Mi viaje-Cuaderno de bitácora. –En tu último libro, El ojo que escribe, decís que “la lectura es el acto creativo por excelencia”. ¿Por qué? –La lectura te ubica en el universo de la cultura, y te creás un lugar dentro de ese universo. –También mencionás la biblioteca de tu padre como un punto de partida. ¿Qué libros de ahí fueron los que más te marcaron? –Los libros que más me influyeron son los que tenían que ver con la historia argentina. Esto no quiere decir que sepa mucho de ella, sino que me prepararon el clima que me llevó a hacer en 1961 la Serie Federal. A partir de allí hablo de mi interés sobre el caos. Mi formación artística comenzó con los libros de mi padre sobre arte. Me fascinaban. Tenían algunas reproducciones en color, pero la mayor parte eran en blanco y negro. Sin embargo, más que leer textos, me atraía leer las imágenes. Desde chico, incluso desde antes de aprender a leer, siempre estuve atraído por la imagen. Eso fue lo que me preparó para la pintura. A decir: “Yo quiero ser pintor”. No había en ese momento una formación para los chicos, como ahora que hay talleres que son buenísimos. Yo detestaba la materia de dibujo en el colegio, cuando comencé. Porque dibujar yesos me aburría, es una manera de enseñar a odiar el arte. –En Cuaderno de bitácora contabas que la primera imagen que te impresionó fue la tapa de tu primer libro de lectura, en la que se replicaba hasta el infinito a un chico leyendo. ¿Por qué? –El niño dibujado lee un libro con la misma imagen que yo tengo. Y yo entonces me preguntaba si el que estaba leyendo era yo o era el representado en el libro. O sea, lo que me fascinaba era el infinito. Cuando yo esperaba el ómnibus que me venía a buscar para ir al colegio, miraba la entrada del edificio y había espejos que reflejaban otros espejos; también tenía esa sensación de infinito. Esa ida al colegio tenía etapas que me sirvieron como prólogo a toda mi creación artística. Por ejemplo, estar leyendo los mármoles, como los chicos leen las nubes. Eso me influyó muchísimo, luego cuando estuve pintando. –Hiciste una instalación con espejos en Estados Unidos, que presentaste en 1968 en el Museo Nacional de Bellas Artes de Caracas. –Sí, por eso. Y otra cosa que se ha repetido en mi obra es eso del adelante y el atrás. Esto también viene de la espera del ómnibus cuando era chico. Porque pasaba un loquito que tenía su empleo, y toda la gente lo aplaudía porque caminaba al revés. Enseguida, entonces, tuvo un imitador. –¿Sentís que observar la vida cotidiana alimenta la imaginación? –Claro. Evidentemente uno dialoga siempre con la vida, con todo lo que ve. La vida es una infinita conversación. –Pero hay que estar atento, ¿o no? –Hay ojos que miran y ojos que simplemente ven, pero los ojos que simplemente ven son ciegos. –¿Cómo se aprende a mirar? –Ahí todo el mundo se autoenseña. El mirar es la conciencia del entorno. Y la manera de mirar influye totalmente en la obra de los artistas. No sólo de los artistas visuales, sino de los artistas en general y los escritores. –En El ojo que escribe decís que el núcleo central del libro es “la lectura como campo de batalla”. ¿Podrías resumir esa idea? –Es que discuto siempre con mis propias ideas, aunque esté de acuerdo o en desacuerdo con el autor. A veces simplemente para reubicarlo en lo que a mí me concierne. –En este libro también decís: “Cuando pienso en el mundo, pinto; cuando pienso en la pintura, escribo. A esta altura, ¿te consideras tan escritor como pintor? –Bueno, ante todo soy pintor, pero evidentemente he tomado la práctica de ser escritor. En la actualidad, puede ser que sea las dos cosas. Pienso en el hacer de mis obras y sobre el hacer de ellas. Una pintura me ha llevado a escribir sobre lo que estoy creando, y es siempre un poco teoría del arte. Pero luego también me llevó a otras acciones más libres. –En Antiestética decías: “Me equivoco porque soy pintor y escribo”. ¿A qué te referías? –Esa es una afirmación de mi juventud. –Pero en El ojo que escribe decís: “Muchas veces los poetas o los escritores les niegan a los pintores la posibilidad de pensar a posteriori, porque se supone que el pintor tiene otro lenguaje y no puede pensar con palabras”. ¿Qué le responderías a alguien que te dice eso? –Ahora nadie me diría algo semejante, pero sé que todavía es habitual pensar eso en general. –También contás que la pintura fue un consuelo en un mundo tormentoso. ¿En qué medida el arte puede ofrecer consuelo en el contexto bélico actual? – Es eso que yo llamo asumir el caos. O sea, poder ser sí mismo en un mundo que te sobrepasa y al que llamo el Gran Todo. –Asumir el caos es un libro de 500 páginas que te llevó cuatro años y medio de trabajo, sobre un tema que te inspira desde hace décadas. ¿Cómo y cuándo surgió esta obsesión? –Yo nací en 1933, año en que llegó Hitler al poder. Pasé mi infancia escuchando sobre la guerra civil en España y la Segunda Guerra Mundial, hasta su fin con las bombas atómicas. Eso es lo que me creó el tema permanente del caos. Y también, como ya insinué, la historia argentina con todas sus luchas internas. Traducido a la pintura, el caos partía de la época del informalismo, de la mancha y de buscar una imagen dentro de un marasmo. Eso gestó mi obsesión sobre el caos. –¿Qué sentís en el actual contexto bélico? –Siempre ha habido guerras: la historia de la humanidad es eso. Nunca, en toda la historia de la humanidad, ha habido un momento de paz.“Los ojos que simplemente ven son ciegos. El mirar es la conciencia del entorno”
–¿Por qué crees que ocurre eso? –Porque eso define el caos de la humanidad. –¿Y es inútil intentar controlarlo? ¿Cuál es la actitud ideal para tomar frente al caos? –Asumirlo cada uno como puede. En el arte es esencial asumirse a sí mismo, lo que yo llamo “poder ser”. Poder ser frente al marasmo del Gran Todo. –Vos que hiciste terapia… ¿Ayuda a manejarse en el caos? –Mi terapia ha sido muy particular. Primero, porque tuve un gran profesional enfrente. Que no me hizo diván, sino que yo conversaba. Duró un poco más de un año, lo suficiente. Yo veía que tenía papeles y biromes. Y entonces mientras hablaba, dibujaba. Y eso fue importante porque me llevó a una experiencia curiosa, de estar comunicándome simultáneamente sobre el mismo tema en dos lenguajes diferentes: las palabras y los dibujos. No eran ilustraciones de lo que yo estaba diciendo, sino otro tipo de reflexión sobre lo que me animaba a hablar. Y eso se convirtió en otro libro. La terapia me sirvió mucho. Fue el punto de partida de una nueva etapa, porque además me sirvió para volver a trabajar. Una de las razones de la crisis que yo tenía es que no estaba pintando en ese momento. –¿Cómo diferenciás crisis de caos? ¿O es todo parte de lo mismo? –Es parte de lo mismo. –¿Por qué seguís escribiendo a mano en tiempos de inteligencia artificial? –Fui periodista durante seis años. Por lo tanto, escribía a máquina. Luego, por mucho tiempo, dejé de escribir. Y con las computadoras no me entiendo. Soy un poco analfabeto tecnológico. –Viendo tu vida en retrospectiva, ¿qué consideras que fue lo mejor y lo peor? –Lo mejor que tuve en la vida son las personas que más quise. Mis padres, Nora Murphy, mi compañera, mis hijos y amigos como Jorge de la Vega, Ernesto Deira, León Ferrari, Ricardo Carpani y muchos más. En la actualidad me entiendo muy bien con mis colaboradoras. ¿Qué aprendí de todos ellos? A vivir en sociedad. –¿Y lo peor? –Lo peor, varias macanas que yo hice. Haber suspendido tanto tiempo el trabajo pictórico. Y otras personales que afectaron mi relación con Nora, una persona que amé profundamente. –¿Qué te llevó a suspender el trabajo pictórico? –La búsqueda de extremar el caos a través de instalaciones que luego eran muy difíciles de transportar, porque eran muy complejas. Yo estaba en Estados Unidos y volví a Buenos Aires, y decidí desprenderme de todas ellas. Me había ido del plano y me costaba mucho volver. Justamente, los dibujos de terapia me dieron el pie para poder volver. –Y eso de que las tiraste al río, ¿es un mito? –Es un mito, pero es cercano a la verdad. Porque yo dije que lo tiré al río Hudson, y vivía al borde del río Hudson en ese momento. Las tiré debajo de mi departamento, pero no al agua. –Pero entonces, ¿la suspensión de la pintura no tuvo que ver con algo ideológico? ¿Era más bien una búsqueda estética? –Eso sí, se complicó también con el hecho de que era lo que se respiraba en esa época, tal como escribí en uno de mis libros, El arte de la tecnología y la rebelión. En Estados Unidos era la época de la guerra de Vietnam, y había todo un movimiento artístico que se iba a la vida cotidiana, a la lucha y demás. Primaba la influencia de [Marshall] McLuhan y de [Herbert] Marcuse. Y muchos, como Susan Sontag, hablaban del fin del arte. Acá mismo, muchos artistas tuvieron su periodo de parálisis en la creación artística. Entre ellos Pablo Suárez, [Juan Pablo] Renzi, y mi amigo León Ferrari. –Nora ya no está, y tus dos hijos viven en París. ¿Por qué seguís eligiendo vivir en la Argentina? –Buenos Aires es mi ciudad preferida, es donde realmente soy. Utilizo la diferencia que hace el idioma español entre ser y estar. No solamente estoy en Buenos Aires, sino “soy” en Buenos Aires. –Viviste en París y en Nueva York. ¿Cómo fue tu experiencia en esas ciudades? –Siempre tenía nostalgia. –¿Qué tiene Buenos Aires que no tienen esas ciudades? –Es muy difícil de decir. Creo que, si yo hubiese nacido en Francia o Estados Unidos, y me hubiera educado en esos países, te diría lo mismo respecto de París o Nueva York. Pero lo que pasa es que nací aquí. Soy argentino hasta la más médula. Para mí una cosa es estar en un país y otra cosa es ser de ese país. Yo nunca me sentí de Francia, estando en Francia, ni me sentí norteamericano estando en Estados Unidos. En cambio, acá me siento lo que soy. –¿O sea que tiene que ver con las raíces? –Con todas las virtudes y los defectos de los argentinos. –¿Cuáles serían las virtudes y los defectos de los argentinos? –Las virtudes de los argentinos serían estar abiertos, los que están abiertos al mundo, pero con una gran nostalgia del mundo. Ya eso es un defecto. –O sea que en la virtud hay un defecto. –Sí. Yo, más que argentino, me siento latinoamericano. Pero es como un destino no cumplido todavía. El concepto de unidad latinoamericana me parece la Gran Patria. Lo que me dolió, cuando he estado en Estados Unidos y en Francia, es que los países hegemónicos desprecian el arte latinoamericano. No les interesa para nada. En ellos es habitual creer que están informados de todo, y no es así. Lo cual les lleva a despreciar lo que ignoran. Me duele incluso por ellos, porque en ese sentido los siento unos imbéciles. –¿No pensás que esa concepción está cambiando un poco, respecto del arte latinoamericano? ¿Que están más abiertos ahora, por ejemplo, con las muestras de Marta Minujín en Europa? –No, son pequeñas anécdotas. No hay un verdadero interés. Es como un pequeño progreso, pero es algo así como irse de rodillas caminando a Luján. –Hablando de Marta, tenés acá una obra reciente suya… ¿Cómo es tu vínculo con ella? –A Marta la conocí desde sus comienzos, porque ella tenía admiración por Alberto Greco. Yo había comenzado un poquitito antes, tengo como diez años más, pero comenzó tan jovencita... En Nueva York, me acuerdo de que quería entrar a los museos con patines. Y en París, ella tendría 18, una vez nos invitó a comer fideos con Jorge de la Vega y le habían dicho que tenía que lavarlos antes… ¡Le quedó un cascote! [Ríe a carcajadas] Mi hija Paula tuvo tres personas que la cuidaron en París: De la Vega, Marta y Greco. Nora salía de lo más angustiada. –Seguís yendo a inauguraciones y hace poco estuviste muy activo en Paraguay, para la semana de Pinta Sud ASU. ¿Qué opinás sobre el arte contemporáneo? –Creo que el arte contemporáneo es como un cóctel de arte. Es un camino de combinaciones, de experiencias, incluso del pasado y de todas las vanguardias. Es decir, cada uno hace su propio cóctel y ese camino abierto y de líneas muy diversas me parece interesante. Ahora, en un juicio sobre los artistas y demás prefiero callarme, porque hacer juicios sobre la gente joven cuando sos viejo… Los viejos se equivocan porque parten de supuestos distintos a los supuestos de los que partieron los jóvenes. Me gustaría ir a las galerías de los jóvenes y seguir viendo eso, pero ya el cuero no me da. –Durante décadas te dedicaste a la labor docente y como periodista escribías sobre política universitaria. ¿Qué opinás sobre el reciente veto a la ley de financiamiento universitario? –Me parece una barbaridad, porque siento que para el Presidente no existe otra cosa que la economía. Ignora que es una anécdota más de la cultura societaria. –¿Qué libros estás leyendo? –Estoy leyendo de todo. Acabo de leer Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla, que me gustó mucho. Y ahora la autobiografía de Trotsky y la biografía de Artigas, y también quiero leer Civilización, de Burucúa, que acaba de aparecer y me parece muy interesante. Leo varias cosas al mismo tiempo. Hay libros que digo: “Este no lo he leído”. Y los abro y veo que están subrayados por mí, intensamente. Las lecturas dependen del momento en que estás leyendo y con el fin que estás leyendo. En ese sentido, la lectura puede cambiar mucho. –En la época en que tuviste El Bárbaro, ¿seguías leyendo también? ¿Cómo fueron cambiando tus lecturas? –Sí, claro, El Bárbaro fue para mí simplemente una invención que tuve para poder sobrevivir porque no estaba pintando. Éramos varios socios pero yo iba como cliente más que como dueño. Lo manejaba otra gente. Estuve vinculado al Bárbaro 30 años, desde el 69 hasta el 99. En la actualidad sigue existiendo, pero no voy. Ni siquiera me gusta pasar por la puerta. Porque es como cuando te han criado en una casa y tenés toda una cantidad de vivencias personales, y de repente la ves ocupada por otra gente. No estoy haciendo un juicio, sino que digo lo que me pasa a mí. Me duele. –Asumir el caos, el libro que estás por publicar, ¿lo considerás tu obra maestra? –Es mi legado. No es mi obra maestra, es un gran esfuerzo que hice. Para lo cual me ayudó muchísimo Lorena. Me llevó cuatro años y medio, más o menos. Ya había escrito un pequeño folleto en 2017 sobre el tema, pero este es el gran desarrollo de lo que estaba latente ahí. –Por lo que me decías, la idea del caos viene desde la infancia. –Sí, pero la conciencia de la palabra la ha ido formando mi quehacer artístico. Desde que empecé a pintar, a exponer. A ser consciente de qué quería considerar mi obra. En Antiestética comienzo a hablar de asunción del caos. –El 6 de noviembre vas a inaugurar otra muestra en Rubbers, como hacés todos los años... –Sí, salvo el año pasado porque estuve escribiendo este libro. Y además porque se me superpuso con una exposición en el museo Mar de Mar del Plata, que se exhibió durante todo el verano. Era de instalaciones y se llamó Visión quebrada; es el concepto que yo inventé cuando quise superar este prejuicio de lograr la unidad de la obra. Yo pensaba: ¿de qué unidad puede hablarse en un mundo que carece totalmente de unidad?
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