lunes, 4 de noviembre de 2024

HORACIO LAVANDERA Y JHON WILLIAMS


Horacio Lavandera
“Soy afortunado y bendecido, y lo más hermoso es que lo sé”

Texto de Helena Brillembourg // Fotos: Vera Rosemberg
¿Quién es el pianista?, se acercó a preguntar la chica que había entrado toda apresurada cerrando su paraguas. La sesión de fotos estaba planificada hacerla en los salones del Museo Fernández Blanco, en su sede del Palacio Noel, quienes gentilmente prestaron sus espacios. La alerta por tormenta sobre la ciudad no había sido en vano, el viento y la lluvia eran terribles. “Es Horacio Lavandera”, le respondió una de las representantes del museo. “¡No puedo creerlo! Yo que casi me quedo en casa por este clima horrible y resolví que así fuese con lluvia iba a culturizarme, me encuentro ahora con esta sorpresa. Es como ganarse un premio”, dijo y se sumó a quienes éramos los espectadores de esta sesión de fotos que terminó transformada en un concierto. Todo había comenzado de manera muy estructurada y formal. La fotógrafa había estudiado el espacio, colocado sus luces y acordado con el artista cuál era el traje, de los dos que había traído, que consideraba estaría mejor. Inmediatamente empezó a tomar las primeras fotos con el clásico posado alrededor del piano, hasta que, en un momento, le sugirió –como buscando una atmósfera más dinámica– si podía tocar algo. Ese “algo” resultó ser nada menos que la Appassionata, la sonata de Beethoven que está considerada como una de sus obras trascendentales para piano. Bastaron las primeras notas para que comenzara la magia. Como una bailarina alrededor de Horacio Lavandera y el piano, la fotógrafa no dejó de sacar fotos, mientras los que estábamos allí quedábamos extasiados bajo el poder de la música. A la chica que había decidido contra todo pronóstico visitar el museo le corrían las lágrimas. “Yo no sé nada de música, pero desde que lo escuché el año pasado en un concierto que dio en el [ex]CCK quedé impresionada, le volaban las manos. Es un bárbaro”, decía conmovida. Horacio Lavandera tiene un hablar pausado y una generosidad inmensa en sus respuestas. Sorprende la memoria con la que recuerda cada detalle mientras comparte anécdotas y repasa su vida. Una vida vivida alrededor de la música. “En este museo tuve la oportunidad de presentar uno de mis primeros conciertos. Fue un repertorio impresionante, toqué la Sonata N°18 de Beethoven, la Polonesa-Fantasía de Chopin, la Sonata de Alban Berg y, por último, la Sonata de Prokofiev. Eran obras que formaban parte del programa que estaba por hacer en el concurso”. Se refiere al III Concurso Internacional de Piano Umberto Micheli, en el Teatro alla Scala de Milán, que ganó con apenas 16 años.“La música, las vibraciones que existen en un escenario son incomparables. Es algo indescriptible”
–¿Ganar ese concurso te dio el impulso para convertirte en músico profesional? –Obviamente. Era el concurso de piano más importante que existía en ese momento. Entre los miembros del jurado estaban nada menos que Maurizio Pollini, uno de los más grandes pianistas italianos de los últimos tiempos, y el compositor Luciano Berio, quien además era el creador y presidente del concurso. En esta competencia no solamente se presentaban obras clásicas, también se le daba un peso enorme a toda la música del siglo XX, de vanguardia. Así que iba preparado para interpretar esos repertorios. Además de lo que toqué en el concierto del Fernández Blanco antes de viajar, también interpreté el Klavierstücke de Stockhausen, toda la serie de Imágenes de Debussy y el Concierto en Sol Mayor de Ravel. Con este último conseguí además un premio especial que me otorgó la Orquesta Filarmónica della Scala. Inmediatamente después de ganar este concurso comenzaron mis primeras giras internacionales. Fui invitado por los teatros y salas más importantes del mundo para presentarme como solista junto a grandes orquestas y directores. Viajé por las principales ciudades de América, Europa y Asia. A este concurso le debo una gran proyección. –También hizo que la prensa argentina te presentara como “chico prodigio”. Una calificación que aún hoy, cuando estás a punto de cumplir cuarenta años, te sigue acompañando. La verdad es que seguís pareciendo un jovencito. ¿Cuánto te influyó ese calificativo? –Con toda humildad, siempre consideré que lo más importante era el trabajo duro y que todo lo demás no es sino añadidura. Mi objetivo era brindarme al arte y eso lo he hecho al completo. Es lo que mi padre me inculcó de muy pequeño. Él era de una exigencia enorme, pero yo llevaba esa exigencia con alegría. Nunca fue un peso para mí. Otros podrían haber terminado locos y yo creo que estoy bastante cuerdo. Trato de estar conectado con mis emociones, con lo que me sucede, con mis sueños y mis deseos. Con todo lo que significa la música. Así que el hecho de recibir estas calificaciones era más para mi entorno, para la gente que me rodeaba. Como mi madre, que todavía colecciona todos los periódicos. Yo siempre pude mantenerme aislado, como esos monjes budistas en medio del Himalaya, sintiendo dentro qué sonidos quiero elegir para mi vida. Tuve la bendición de tener una familia que me protegió mucho y de esta manera, mantener ese lugar de aislamiento absoluto. Un músico en familia de músicos Nacer en una familia de músicos representa un gran privilegio. La historia está llena de ejemplos en las que músicos que alcanzan fama y reconocimiento crecieron en familias en las que la música era protagonista. Horacio Lavandera forma parte de este grupo de privilegiados. Su padre fue José María Lavandera, un gran baterista y percusionista que formaba parte de la Orquesta del Tango de Buenos Aires, así como de varias agrupaciones tangueras. –El piano es un instrumento de cuerda, pero también entra en el ámbito de los instrumentos de percusión. Tu padre era un gran percusionista. ¿Fue eso lo que te llevó al piano? –Vengo de una familia de músicos, desde mi tatarabuelo. En mi casa se escuchaba música permanentemente. Por esto, empecé a pedir estudiar música, quería aprender a tocar el piano y me llevaron a estudiar con mi tía abuela, Marta Freijido. Ella había sido discípula de Vicente Scaramuzza, gran maestro de piano de la Argentina. También fue condiscípula, aunque de una generación mayor, de Martha Argerich y Bruno Gelber. Como mi tía venía de una familia muy conservadora, en la que las mujeres no se subían a los escenarios, no la dejaron dar conciertos. Se casó, formó su familia, pero siempre se dedicó por ocho horas diarias a su piano. Empecé con ella a los siete años e iba todos los lunes por tres horas a su casa en Villa Ballester. La verdad es que sus clases, a las que me llevaba mi padre, fueron excepcionales. Me abrieron un universo. Lamentablemente, cuando yo tenía 11 años falleció su marido y a ella le afectó mucho. En mi familia las pérdidas se sienten así y no pudimos seguir con la misma continuidad. –¿Con quién continuaste tu formación entonces? –Yo quería crecer y pensamos que Antonio de Raco, quien también había sido alumno de Scaramuzza, era el profesor ideal. Él tenía mucho vínculo con el arte de vanguardia y trabajó con los más grandes compositores de la Argentina: Alberto Ginastera, Juan José Castro. Vivió una época de oro, la de los años 30 y 40. Erich Kleiber vivía aquí, Fritz Bush, todos grandísimos músicos que le daban al ambiente musical un peso enorme y también mucha relevancia a la música de vanguardia. Desde el comienzo, de Raco me puso a estudiar Debussy y Ravel. Al poco tiempo ya tocaba la Sonata de Alban Berg y el Klavierstücke de Stockhausen. Esto pude lograrlo gracias a ese vínculo, de encontrarme con un profesor que me pasó toda esta tradición, tradición que también tenía que ver con el peso de la música argentina. Fue un formador integral. Allí decidí tomar el riesgo y dejar la escuela. Estudiaba matemáticas e idiomas por mi parte. –¿Qué tipo de música creciste escuchando? –En casa se escuchaba de todo. Hace poco hice un video en mi canal de YouTube en donde muestro los discos que escuchaba desde muy niño. Y ahí hay mucho de mi hermana, ella es apenas un año mayor que yo y ejercía gran influencia sobre mí. Mi hermana no se dedicaba a la música, ella estudiaba ballet y yo la acompañaba. Estudiaba con Olga Ferri, la maestra de Paloma Herrera. Inclusive coincidíamos. Por eso lo primero que recuerdo escuchar es música de ballet. Cuando yo iba al jardín me preguntaban qué música me gustaba y yo contestaba: la de las bailarinas. Era por la tapa del disco del Lago de los Cisnes. Ese disco todavía lo conservo y está lleno de los garabatos que le hacía con los crayones. –¿Qué música escuchás hoy? –¡Todo! No filtro nada. Trato de percibir y entender lo que está pasando. Consumo música a diario. –¿De todo? ¿Hasta rap? –Sí, sí…de hecho, el rap es una música que sería el equivalente al hip hop que escuchaba mi generación. Nunca sentí que esa música no era para mí, estoy abierto a todas las expresiones. Lo cierto es que con mis amigos, que siguen siendo los mismos que hice de chiquito en la escuela alemana a la que iba, la Schiller Schule, escuchábamos de todo. Hasta por pura diversión hice algunas versiones en las que utilicé unidades temáticas de canciones de grupos como Rage Against the Machine, Queen, los Beatles y las transformé a la música clásica.“Dedicarse a la música te lleva a vivir una vida en cambio permanente”
–Hay una anécdota que has contado en otras ocasiones y que se refiere a la carta que te escribió Stockhausen (gran compositor alemán, pilar de la música electroacústica) cuando te escuchó por primera vez. En esa carta te dice que tu talento había sido dado por Dios. ¡Que elogio inmenso! Pero sabemos que no basta solo con el talento, que se acompaña de un estudio profundo y una dedicación absoluta que requiere de sacrificios. ¿Cuál ha sido el sacrificio más complejo que te ha tocado hacer por la música? –Dedicarse a la música te lleva a vivir una vida en cambio permanente. Y esto yo lo sé desde muy pequeño. Me lo inculcó mi padre. Él me advirtió sin guardarse nada del riesgo enorme que significa dedicarse al arte, la inestabilidad que genera. Por eso, creo que una de las palabras que más estoy usando hoy es equilibrio. Tenés que estar muy equilibrado interiormente porque todo lo que te rodea es inconstante. Así que éste podría ser el sacrificio más grande: no tener un camino más estable. Dedicarse a la música significa que un día podés tener una cantidad de oportunidades para presentarte, y en otros quizás no. Y es algo que les sucede a todos los artistas. No hay nada lineal. Pero yo elegí ser músico de manera consciente y lo disfruto día a día. –Tu padre falleció en 2020. ¿Cómo ha sido continuar con tu carrera sin tenerlo a tu lado? –Dificilísimo, ha sido el golpe más fuerte que he tenido. Tuve que rearmar absolutamente toda mi vida, mi estructura, y todavía estoy en eso. Mi padre era el director ejecutivo de todos mis proyectos. Pero afortunadamente pude encontrar un productor con el que siento que estamos trabajando muy bien. Vamos haciendo muchos conciertos a nivel internacional, en los Estados Unidos y, para 2025, nos esperan también grandes desafíos en la Argentina. Y eso me tiene contento en este momento. El arte de programar un concierto Este 2024 ha tenido a Horacio viajando por los Estados Unidos y también por toda la Argentina. Quedan todavía varios conciertos programados de esta gira, en Neuquén, Bariloche y, por último, el que está anunciado para el 16, en el Teatro Coliseo. Todos forman parte de un proyecto que armó a partir de la presentación que tuvo lugar el pasado mayo en el mítico Carnegie Hall de Nueva York y que incluye un programa que llama la atención por la diversidad de compositores y estilos que combina: Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Dino Saluzzi y George Gershwin. –¿Hubo alguna intención especial al armar este programa tan diverso? –Este programa que he venido interpretando a lo largo de todo el año y que repito en mi próxima presentación en el Teatro Coliseo, fue construido pensando en el Carnegie Hall. La tradición indica que allí se presentan las obras más reconocidas de los compositores clásicos, así como también es un espacio para incursionar en obras poco conocidas. –Hablame de las poco conocidas. –Las versiones de George Gershwin que voy a interpretar son muy poco tocadas. Es más, no conozco a ningún pianista que lo haga. Son versiones originales que el compositor grabó en rollo de pianola. Este trabajo era muy importante para él y son el resultado de una investigación sonora muy interesante. Es más, no creo que haya grabado esto solamente con dos manos. Cada vez que las toco tengo que rezar unos cuantos Padre Nuestro, porque realmente es muy, muy difícil. El otro desafío es presentar la música de Dino Saluzzi, uno de los grandes compositores contemporáneos argentinos. A él se lo conoce más por la música folclórica o el tango, pero también está toda la música del norte, la música andina. Lo que voy a tocar forma parte del disco Imágenes, que grabamos en 2015 y que representó un trabajo muy importante para mí (este disco fue clasificado como uno de los mejores 20 de 2015 por el crítico estadounidense Ted Gioia –The New York Times, Los Angeles Times). Es música de vanguardia, donde él explora no solamente sus cantos ancestrales, indígenas y folclóricos, que vienen de su familia, sino también utiliza mucho atonalismo, dodecafonismo. El único lugar donde lo utiliza en toda su obra es en estas piezas para piano que compuso para mí. Como siempre, este tipo de música es una ruptura. –¿Y cómo hacés para enlazar esta ruptura con las otras obras? –En lo que se refiere a las artes, para mí no es bueno ir al choque. Hay que tratar de generar puentes y crear conexiones. Entonces encuentro que uno de los vehículos ideales es combinar. Por eso uno a Saluzzi con Schubert. Así como Dino Saluzzi bebe de toda su música ancestral, Schubert es el representante por excelencia de Austria, de toda su música y su tradición. Y bueno, toda la música clásica que presento son realmente las obras más paradigmáticas. De Mozart, las 12 Variaciones en Do mayor; de Beethoven, la Appassionata; de Schubert, los Momentos musicales e Impromptus, y de Mendelsshon, las Variaciones serias para piano. Todo también tiene un poco que ver con Beethoven como centro. El Impromptu en Do menor es claramente un homenaje de Schubert a Beethoven. Las Variaciones serias fue una obra que Mendelssohn compuso como una búsqueda de financiación para hacer el monumento de Beethoven en Bonn. Con todas estas consideraciones y en torno al Carnegie Hall, terminé armando este programón. –¿Siempre pensás tus programas así? ¿Es necesario un disparador? –Son muchas las variables y hay muchas categorías donde voy eligiendo. Como en este caso que tuvo que ver con la historia del Carnegie Hall. En realidad, hay mil maneras de armar un repertorio. Desde los 12 años estoy en esto. Me gusta que el espectador sienta que estamos unidos celebrando la cultura y creciendo espiritualmente. No creo en los golpes de efecto, presentar algo disruptivo sin que antes haya algo que te permita entrar. No es lo mismo escuchar a Saluzzi por golpe de efecto que hacerlo luego de escuchar a Mozart. Así podés entrar a entender los silencios, entender el valor del dodecafonismo desde otros lugares. –¿Qué te atrapa de una obra? –Después de tantos años haciendo música, hay un concepto que quizá es muy de la clásica y, de alguna manera, lo llevo adentro. Es necesario que haya un balance, un equilibrio. Puede tener quizás aspectos de humor, aspectos dramáticos, siempre que todo esté balanceado. Esto no solo lo aplico para mis selecciones musicales, sino para mi vida en general. Tratar de tener un equilibrio de pensamiento y de lo que me rodea a mí como ser humano. Luego entran otras variables, yo soy pianista y existen aspectos que tienen que ver con el virtuosismo, con mostrar obras casi imposibles. Como esta de Gershwin que te estoy comentando. Eso también es un reto personal y quiero compartirlo con la audiencia porque se nota que hay un esfuerzo, un sacrificio enorme para lograrlo, y eso también me estimula. Y también estimula al público venir a un concierto de alguien que está por rozar lo imposible. –Sé que has tenido la oportunidad de trabajar junto a grandes compositores, como con Stockhausen, Gandini y el propio Saluzzi. ¿Existen diferencias al estudiar una obra recibiendo instrucciones personalísimas a cuando te toca estudiarla a través de una partitura? –Este trabajo para mí es fundamental y tiene que ver con que la música está viva. Ravel y Stravinsky decían que su música debía de ser ejecutada, no interpretada. Y esto es mentira. Porque cuando uno escucha la versión de Ravel de su Bolero, se da cuenta que hay una cantidad de sutilezas que tienen que ver con su idioma, con su dicción, que no están escritas en la partitura. Y lo mismo Stravinsky, cuando interpreta su Consagración de la Primavera, allí hay giros idiomáticos que no se encuentran escritos. Son una inflexión del compositor. Basta escuchar las diversas grabaciones que hizo en épocas distintas. Por lo tanto, ni aun así que el compositor diga que su música no debe ser interpretada, solo ejecutada, también entra en conflicto. Esto a mí me anima a investigar a fondo, a tratar de ver cómo sentía el compositor cuando estaba con su pentagrama en blanco. –Veo que te interesa mucho el contexto de las obras. –Necesito descubrir qué era lo que rodeaba a cada compositor, cuál era la música popular de su época, la que no le gustaba, aquella de la que se quería diferenciar. Con esto te armás un panorama gigantesco de posibilidades, de información que no va a estar en la partitura. Stockhausen fue el primer compositor vivo con el que trabajé y además me premió por tocar su música. Pero, más allá de esta anécdota, me dio flexibilidad con su obra, valorando el aporte que le podía dar yo haciéndole ver cosas nuevas a su música. Yo llegué a rezar con él, algo que no olvidaré nunca. Estábamos trabajando e íbamos a cenar. En ese momento había sucedido una catástrofe natural en América Latina y me propuso rezar juntos para pedir por esa gente que había perdido todo. –¿Resulta difícil producir un concierto de música clásica en la Argentina? –Es un reto enorme. Pero no podemos solamente hablar de este país, podemos hacerlo a nivel global. Producir cualquier tipo de concierto es complejo. Pero, por otro lado, y a mi favor, puedo destacar que tenemos una tradición pianística muy grande que forma parte de un contexto migratorio europeo con una afinidad enorme por las artes. Solo se trata de despertarlo. A la hora de convocar han sucedido experiencias muy hermosas, donde me di cuenta de toda esta efervescencia. Es algo como subterráneo. Quizá no está presente en los medios, en la televisión, ni siquiera en las redes sociales, pero está presente en cómo se organizan las comunidades de Argentina. Entonces, con hacerlos enterar de que va a haber conciertos, se muestran muy interesados. Desde que ganó el Concurso Umberto Micheli a los 16 años, Horacio no ha dejado de viajar constantemente por todo el mundo. Recorre las principales ciudades de América, Europa y Japón para dar recitales y presentarse como solista junto a reconocidas orquestas y a las órdenes de grandes directores. Para alguien que lleva esta vida, lo más lógico sería pensar que su residencia debería estar en un sitio que le brinde facilidades para continuar la proyección de su carrera. Pero Horacio, quien durante unos años vivió en Madrid, decidió hace un tiempo que su casa estaría en Buenos Aires. –¿No resulta más práctico haber fijado residencia en Europa? –Desde que falleció mi padre me quedé aquí y es una decisión que me ha hecho muy feliz. Siento un auge con todo lo referente a la música clásica, veo cómo va ganando peso en la sociedad y quiero ser parte de esto. La Argentina tiene un potencial espectacular. En esta gira que he hecho observé cómo las comunidades del norte del país están creciendo cada vez más. Esto va a ser brillante para todo el quehacer educativo y cultural. El sur sí está más despoblado y le faltan teatros. Pero el nivel de teatros en lo que va de La Pampa a Jujuy es increíble, desde su infraestructura hasta la calidad de sus pianos. Es muy prometedor lo que puede surgir en cuanto a las artes, a la percepción de la música, a la cultura. Yo soy optimista. Y Buenos Aires es además una gran ciudad para vivir, no tiene nada que envidiarles a otras. –¿Preferís el escenario o el estudio de grabación? –Me encanta el riesgo, sentir que la música está viva. Creo que los compositores no nacieron para estar encerrados en un disco. La música, las vibraciones que existen en un escenario son incomparables. Es algo indescriptible. No hay palabras para tanta poesía y tanta tensión que se pueda generar. Sentir la vibración de la sala, el piano como está en ese momento y todos los imponderables, esos que hacen el total para mí, es lo mejor. –¿Tenés alguna cábala? –Ninguna, no soy supersticioso para nada. Si siento nervios antes de cualquier estreno, creo que ningún músico podrá decirte que, cuando ejecuta una obra por primera vez, no está aterrorizado con lo que puede llegar a pasar. Es lo natural, pero estoy acostumbrado a vivir con ese terror. Puedo decir que es un terror que da gusto. Después la obra empieza a crecer y te envuelve. –Cuando en medio de un concierto suena un celular o alguien tose, ¿perdés la concentración? –Lo cierto es que sí, que todo lo que sucede en la sala te afecta. Uno tiene una comunicación con ese respirar que no se puede negar. Lo que les pasa a esas 1800 personas que irán al Coliseo o las casi 3000 que pueden estar en el Teatro Colón, también le está pasando a uno. Uno está conectado realmente con ellas. Es la magia. Pienso que quizás hay que investigar científicamente esa conexión. Hasta se podría hablar de planos metafísicos para las personas que les interese todo eso. –¿Qué esperás del futuro? –Sinceramente no lo pienso mucho. Puede ser que, desde el fallecimiento de mi padre, vivo más pendiente del presente, de lo que me sucede, de mis emociones, y soy muy feliz de esta manera. Hay proyectos, ideas, sueños, pero lo más importante para mí es vivir. Vivir en tiempo presente y disfrutarlo a pleno. –Así como hablamos del sacrificio que has hecho por la música, ¿qué te ha dado ésta a cambio? –Todo. Todo lo que me rodea es música, mientras estoy hablando con vos también siento música. Veo música, estoy rodeado de música. Es mi vida. Desde la música que elijo, de los sonidos. Siempre me impactó esa sensación de estar, no sé, metafóricamente flotando en el espacio. –Entonces sos un afortunado. –Afortunado y bendecido. Y lo más hermoso es que lo sé. Agradecido cada día por mi familia, mis padres, mi hermana, mi novia y toda la gente que me rodea y que de alguna manera está conmigo.


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John Williams compuso la música de películas que con solo escuchar algunos acordes aparecen imágenes
Creó más de 100 bandas de sonido, fue nominado 54 veces al Oscar. Un documental cuenta la vida del hombre detrás de los temas de “Tiburón”, “Star Wars”, “E.T” y “La Lista de Schindler”
Sebastián Tabany
John Williams y Steven Spielberg llevan más de 50 años trabajando juntos
La semana pasada Disney+ estrenó el documental La música de John Williams, dirigido por Laurent Bouzereau. El film se centra en la vida del compositor de 92 años cuya carrera ocupa más de setenta años y es una de las figuras fundamentales de Hollywood al estar principalmente relacionado con directores como George Lucas y Steven Spielberg.
Williams [Nueva York, 1932] creó más de 100 bandas de sonido, fue nominado 54 veces al Oscar y ganó cinco [El violinista en el tejado, Tiburón, Star Wars: Una nueva esperanza, E.T. El extraterrestre y La Lista de Schindler]. Además, ostenta de tres récords en lo que a los premios de la Academia se refiere: es el nominado con mayor edad, el que tiene más candidaturas en diferentes décadas y es la persona viva con más nominaciones al Oscar.
Su nombre es sinónimo de música de películas, acompañamiento que comenzara en vivo durante el periodo del cine mudo y se asentara como pieza fundamental en la década del 30.
Antes de 1927, cuando Warner Bros. presentó El Cantante de jazz, con Al Jolson, interpretando cinco temas musicales en un largometraje mayormente mudo, las películas eran musicalizadas en vivo en cada cine, ya sea mediante un fonógrafo en la sala o interpretada por músicos, o frecuentemente por un pianista, en las funciones especiales o en las más caras de las principales ciudades de Estados Unidos
Muchas de las piezas eran clásicas si las tocaba la pequeña orquesta o improvisadas si el encargado era el pianista. Como ejemplo, el sketch Kathy, La Reina del Saloon, de Les Luthiers de 1979, parodia el acompañamiento de un pianista a un western de la época del cine mudo.
Desde que el cine tuvo la capacidad de sincronizar el sonido y la música con la imagen, el score, o banda de sonido, se convirtió en parte integral e indivisible de un film. Al día de hoy, el 99 por ciento del contenido audiovisual que vemos, ya sea cine o series, tiene música. En su mayoría, la banda no forma parte de lo que está sucediendo en la pantalla sino que es algo agregado, hasta artificial, para lograr crear un ambiente y acompañar emociones. Tomado del vocabulario narrativo clásico, a la música se la denomina no diegética cuando los personajes no escuchan la música sino que está hecha para el público, como “La marcha imperial”, de John Williams, presentada en El Imperio Contraataca, de 1980.
John Williams es uno de los compositores más celebrados
Música diegética es cuando un personaje toca un instrumento, hay un concierto en la película o se escucha un tema en la radio. Muchas películas han jugado con esta formas de teoría cinematográfica como el Manifiesto Dogma creado por los directores daneses Lars von Trier y Thomas Vinterberg, de principios de los años 90, donde, entre otras cosas, se proponía que la música de la película fuera solamente diegética, un personaje tocando la flauta, por ejemplo.
En El último gran héroe, de John McTiernan con Arnold Schwarzenegger, un chico se mete en una película de acción y en cada secuencia de persecución, el personaje de Arnold, cambia el CD de su camioneta musicalizando con heavy metal los tiros y las explosiones en un claro juego referenciando la música diegética y no diegética al mismo tiempo.
No es tarea fácil hacer una selección que resuma los mejores temas del cine, pero si debe hacerse una, Williams sin duda sería de la lista.
Eric Kuschevatzky es músico, compositor y docente. Trabaja activamente en el mercado del cine y la publicidad para la Argentina, Estados Unidos y Europa. Fue becado en Berklee College of Music (Boston) en donde completó las especialidades de Contemporary Writing & Production y Film Scoring. Trabajó en Hollywood para Randy Newman y participó en clínicas con diversos compositores como el mismísimo John Williams, Jerry Goldsmith, Alan Menken, Quincy Jones, entre varios más.
Eric se pregunta cuál es el criterio de evaluación cuando se arman listas con los “mejores temas”. “¿Es lo que tuvo mayor rédito comercial? Porque si tenemos que hablar en términos técnicos, prácticamente todo va a estar casi copado por John Williams. Es que Williams comprende más de 100 años de film scoring en todo sentido: técnicamente, musicalmente, emotivamente, etc.” Solo basta sumar a los temas ya mencionados las bandas de sonido que realizó para las sagas de Indiana Jones, Jurassic Park, Harry Potter y de los títulos inolvidables como Superman, de Richard Donner y Rescatando al soldado Ryan, de Steven Spielberg.
Laurent Bouzereau, el director del documental recién estrenado junto a John Williams
Según Eric, la música de películas “está asociada a vivencias personales y no tanto a cuestiones de análisis. Los que crecimos en los años 80 tenemos un nivel de identificación muy grande con los Harold Faltermeyer (el compositor alemán, Un detective suelto en Hollywood con Eddie Murphy), con los Brad Fiedel (Terminator), con los Alan Silvestri (numerosas colaboraciones con Robert Zemeckis entre ellas Volver al Futuro).”
Para ser salomónicos, en esta selección arbitraria de cinco temas que sirven de ejemplo para tomar dimensión de todo lo mencionado, tomamos una composición de Williams y de ahí fuimos a las composiciones que con solo silbar las primeras notas la gente los reconoce. Música que entraría en la categoría de “fácil” en cualquier juego de trivia porque están tan embebidas en nuestra mente que ya forman parte del acervo creativo mundial.
Star Wars: Una Nueva Esperanza (1977), de John Williams
“Lo que generó Star Wars fue como un revival que volvió a establecer la música orquestal como un patrón –cuenta Kuschevatzky–. Hay muchas teorías que Williams basó la banda de sonido en la música del compositor inglés Gustav Holst, especialmente en ‘Los Planetas’, compuesta en 1916. También hay muchas cosas de los compositores rusos como Igor Stravinsky y de Aram Khatchaturian. Lo que es claro es que es la primera película que sentó precedente, sobre todo porque el tipo de narración musical que tiene es fenomenal. Williams manipula desde cuestiones técnicas de reducciones de elementos, hasta también utilización de esos motivos en diferentes contextos como para poder representar otro tipo de emoción. En ese sentido, Williams es un genio.”
El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo (2001), de Howard Shore
La magnitud de la banda de sonido va mano a mano de lo visual: grandes paisajes, vistas gigantescas, tomas épicas. Nueva Zelanda fue fotografiada como nunca y al día de hoy es un polo audiovisual activo gracias a Peter Jackson, el director de esta primera trilogía. “Tiene una mezcla de cuestiones litúrgicas que ayudan un poco a imprimir ese gran dramatismo y también es mucho mérito de las decisiones que tomó, fue estratégicamente muy interesante la forma en la que Shore encaró la composición”, describe Kuschevatzky.
El bueno, el malo y el feo (1966), de Ennio Morricone
Morricone pertenece a esa camada de compositores de películas italianas, especialmente del género spaghetti western, como el argentino Luis Bacalov o Pino Donaggio, cuya característica es ser muy melódicos y efectivos. En esta última parte de la trilogía “El hombre sin nombre” [ Por un puñado de dólares, 1964 y Por unos dólares más, 1965], la película de Sergio Leone es una épica que Morricone acompaña con sus melodías más de concierto.
El Padrino (1972), de Nino Rota
Al igual que Morricone, Rota también trabajó en el spaghetti western. La música toma elementos de temas italianos utilizando instrumentos locales pero con un ojo puesto en lo internacional, ya que gracias a los estudios Cinecittá en Roma, donde se filmaban películas para exportar, los creativos italianos tenían el manejo de lo propio con lo norteamericano. La banda de sonido fue nominada al Oscar, pero fue descalificada por descubrirse que Rota se había copiado a sí mismo. Partes de la música eran extractos que había compuesto para la película Fortunella, de 1958, pero con un tono más dramático. Curiosamente, Rota ganó dos años después por El Padrino II con la misma música, o sea, también tenía extractos de Fortunella.
Dr. No (1962), de Monty Norman
Si bien fue John Barry quien compuso la música para la mayoría de las películas de James Bond [once en total], el primer film tiene música de Norman. Acá se presenta el tema que acompañaría a 007, en todas sus versiones, en adelante hasta nuestros días. Compuesto por Norman, y arreglado por Barry, el tema de James Bond es un ejemplo de jazz bien de esa época, como lo es también Misión: Imposible, otra pieza de jazz compuesta por el argentino Lalo Schifrin para la serie de televisión de 1966.

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