Nathán Pinzón: el actor que nunca dio un beso en pantalla y consideró a su papel más recordado su mayor alegría y su “más grande desgracia”
Nathan Pinzón, sobre su trabajo en El vampiro negro: "Ese éxito fue mi mayor alegría y mi más grande desgracia. Desde ese momento quedé encasillado en esos personajes siniestros"
Fue becado a Inglaterra a estudiar a Shakespeare y fue crítico de cine esperando su oportunidad, que llegó de la mano de Daniel Tinayre, pero su deslumbrante papel en El vampiro negro marcó su carrera para siempre
Guillermo Courau
Por cuestiones burocráticas de la época, a Nathán lo bautizaron Natalio, no fuera cuestión de ponerle un nombre extranjero a un bebé nacido en pleno corazón de Buenos Aires. Para poder llevar el nombre ansiado por su madre hubo que esperar a que el pequeño triunfara en el mundo del arte. Ahí sí fue para siempre Nathán. Con el “Pinzón” pasó algo parecido: “mi apellido es la traducción del de mis ancestros, Garfinkle, es decir, ‘Gran pinzón’. Modesto como soy, preferí quitarme el ‘gran’ y quedó Nathán Pinzón”.
Nathán Pinzón era hijo de un comerciante ucraniano que escapó de Rusia en los primeros años del siglo XX, y de una entrerriana integrante de una colonia judía. Como era de esperar, en el seno de los Garfinkle si algo no abundaba era la plata, pero sí el amor y los valores, que ambos padres se encargaron de inculcar como un mantra: “En mi casa -contaba en una entrevista de 1986-, muchas veces no hubo plata. Pero lo que nunca nos faltó fue dinero para estudiar. Somos dos varones y dos mujeres. Mi hermano es ingeniero y mis dos hermanas, psicólogas. El gran sacrificio de mi padre fue que todos sus hijos se dedicaran a una carrera universitaria. El único que no cumplió fui yo. Tenía diez años y ayudaba a ensayar a mi hermana de seis una obra en el Teatro Labardén. Me tocaba hacer del eco en el poema ‘El borracho y el eco’. Me gustó tanto que el actor terminé siendo yo”.
En realidad el único en esa rama, porque con los años, Pinzón descubrió que un primo hermano de su padre era el astro de Hollywood John Garfield, el de El cartero llama dos veces y La luz es para todos, entre varias decenas de títulos
Nathán Pinzón no se veía como un hombre agraciado, por lo que su sueño de llegar al cine le parecía imposible. Lo más cerca a lo que, creía, podía llegar era escribiendo sobre esos hombres que nunca sería. Así, su firma apareció en entrevistas y análisis de cine del diario Crítica o de la hoy olvidada revista Guión.
Sin embargo, el entusiasmo pudo más, y el futuro actor se anotó en el Conservatorio de Arte Escénico, donde recibió consejos y clases de referentes de la profesión como Cunill Cabanillas, Alfonsina Storni o Armando Discépolo. A puro tesón, Nathán accedió a pequeños papeles en films, que con el tiempo se convirtieron en clásicos como Divorcio en Montevideo (primera vez que tuvo un diálogo en pantalla) o El misterio del cuarto amarillo. Con respecto de esta última, “luego de filmarla, el director Luis Saslavsky me auguró un gran porvenir. Poco después me llamó Daniel Tinayre para ofrecerme un papel en Pasaporte a Río. Desde ese momento empecé a hacer una película detrás de otra”. La cronología asegura que fueron más de veinte: él nunca llevó la cuenta. Lo que sí tuvo claro es que aquel día del cincuenta y pico, el terror llamó a la puerta, y él le abrió inocentemente. Sin saber que se convertiría en una relación para toda la vida.
La sombra del vampiro
En 1931, M, el vampiro negro, dirigida por Fritz Lang y protagonizada por Peter Lorre, había quedado en el recuerdo de los espectadores como una película sobrecogedora. A comienzos de la década del 50, el realizador Román Viñoly Barreto decide filmar un guion propio basado en aquella. Claro, le faltaba su Peter Lorre, y lo encontró en Nathán Pinzón quien, con el estreno, llamó tanto la atención como su par húngaro: “Ese éxito fue mi mayor alegría y mi más grande desgracia. Desde ese momento quedé encasillado en esos personajes siniestros, tanto que llegó un momento en que cuando me llamaban para algún trabajo, siempre preguntaba: ‘¿A quién tengo que matar?’”. Sin embargo, antes de eso, Pinzón debió lidiar con su propia muerte. Metafórica, por supuesto, pero igualmente triste.
En 1947, el actor era secretario de la Asociación Argentina de Radioteatro, y se le ocurrió que podía aprovechar ese lugar para fundar una agrupación que llamó Federación del Espectáculo Público. Sin embargo, el gobierno tenía otros planes, y se encargó de sacarle la idea de la cabeza. Asustado y sin poder trabajar, el actor irse a vivir al Uruguay, donde encontró otros compañeros de exilio, como Atahualpa Yupanqui o Alfredo Palacios (quien había sido su profesor en su breve paso por la universidad): “Jamás podré olvidar la mañana de aquel domingo en que fui a escuchar a Atahualpa en un recital que dio en un teatro montevideano. Después de levantarse el telón, don Ata dijo: ‘Vengo a cantar a esta tierra, porque en la mía no me dejan’. Fue muy emocionante. Hace poco, cuando fui a ver El exilio de Gardel y escuché la canción que dice: ‘Un país donde yo no me sienta cucaracha’, me di cuenta, aunque las circunstancias no eran las mismas, de cómo me sentí cucaracha en aquel entonces. Por no poder luchar por mi libertad, por esa libertad de la que ahora disfruto”.
Volvió a la Argentina en 1955, para descubrir que todavía figuraba en una de las tantas listas de prohibidos, por lo que volver a subirse a un escenario o aparecer en pantalla no era una opción, “escribí algunas obras de teatro con seudónimo, pero en realidad, lo que me daba de comer era la venta ambulante -vendía puerta a puerta adornos de cerámica. También vendí bikinis y ropa interior femenina, que fabricaban unas amigas mías”. Fue recién durante el gobierno de Illia, en 1963, que el actor pudo volver a tener continuidad profesional. Y también alguna que otra sorpresa: “El Fondo Nacional de las Artes me mandó a Inglaterra para participar, en calidad de becado, en unos cursos que se dictaban en la Real Academia de Arte Dramático. Ese fue un paso muy importante en mi carrera. Aprendí mucho y, además, tuve de maestro al gran Michael Redgrave”.
Cine, teatro, también TV, en todos esos espacios Nathán Pinzón paseó su terrorífica máscara, siempre acompañada por una declamación pausada y perturbadora. El encasillamiento lo despegaba del resto (como le pasó también a Narciso Ibáñez Menta), pero también le trajo problemas inesperados. Al recordar sus años de gloria, al artista le gustaba resaltar entre risas: “En la ficción nunca pude besar a una mujer, cada vez que lo intentaba me pegaban. Aún recuerdo los cachetazos de Olga Zubarry y de Mirtha Legrand. Lucas Demare, al que le divertía mucho esta situación, decía que la mía era la cara más ‘aplaudida’ del cine argentino”.
Cuando la pureza del género de suspenso y terror comenzó a contaminarse, los papeles continuaron, pero cada vez más caricaturizados. No era lo que Pinzón habría elegido, pero había que trabajar. Y eso lo tenía bien claro. “He quedado definitivamente marcado como un hombre aterrador. Y para colmo, algunos papeles que me tocan en televisión, como el de la telenovela María… de nadie, también muestran a un hombre perverso. Cotidianamente advierto el suceso de esta tira en lo que me dice la gente en la calle. No dudan en recriminarme las maldades que realizo en la ficción”.
Y a pesar de que se los aclaraba, con calma y una sonrisa afable, nadie le creía: “Es habitual que la gente me pregunte por la calle por qué soy tan malo. Y yo les puedo asegurar que, en la realidad, soy una buena persona. Hace muchos años me pasó una cosa increíble, estaba charlando con un amigo en una confitería. Al lado nuestro, en otra mesa, había un matrimonio con un chico de unos 10 años. Mi amigo se interesó por la salud de mis viejos, que todavía vivían. Antes de que yo pudiera contestarle escuché claramente al niño, que, muy asombrado preguntaba: ‘Pero cómo, ¿Nathán Pinzón tiene padres?’”.
Un artista olvidado
Nathán Pinzón, en El vampiro negro
“Nos han cambiado los ídolos. Antes teníamos como modelos a Jorge Luis Borges o a Manuel Mujica Láinez. Ahora son Maradona y Sabatini. ¿A dónde vamos?”. Comenzada la década del 90, Nathán Pinzón debió enfrentar uno de sus mayores temores: el olvido.
Aunque finalmente se había reconciliado con su público, que había dejado de confundir ficción con realidad y ya no lo veía como un ser despreciable, su imagen dejó de ser atractiva para los productores de espectáculos, películas y programas. El hombre que había desafiado al mundo por seguir su sueño de ser actor, de pronto se encontró con las manos vacías: “En la calle, desde los chicos hasta los más grandes, me dicen ‘maestro’, pero los productores aún no se dieron cuenta de lo que yo puedo dar -se lamentaba en marzo de 1993-. Marco Denevi, un autor que admiro, dice siempre: ‘¿Qué esperan para encontrar una gran película para Nathán?’. Una vez uno me dijo que le gustaba mucho como yo trabajaba, pero que olía al cine de antes. Eso causa dolor. Fíjate además que también escribo guiones de terror y los llevé a los cinco canales de televisión. Mis compañeros de toda la vida los dejaron en los cajones de sus escritorios: ninguno los leyó. Entonces, se me ocurrió mandarlos a un productor de Puerto Rico, con el que yo había trabajado una vez. A los tres días me llamó y firmamos un contrato por un año y, desde hace cinco, le mando mis libros”. El actor se refiere al ciclo Historias que el diablo me contó, que estaban escritas y presentadas por él.
Fue una de las últimas entrevistas que dio. Cinco meses después de la nota, luego de una función de ¡Qué noche de casamiento!, obra que compartía con Javier Portales en el Teatro Regio, Nathán sintió un fuerte dolor en el pecho. Enseguida fue trasladado al Hospital Italiano, donde murió al día siguiente. Fue el 16 de agosto de 1993, tenía 76 años, y muchas ganas de vivir.
“Mi vida termina conmigo, no espero nada del ‘más allá’. Es más, no creo en el ‘más allá’. Esto no impide que crea en lo que me rodea, pienso que el miedo a la muerte determina que la gente quiera creer en cualquier cosa, pero yo odio los fetichismos. Estoy convencido de que yo termino con mi último suspiro, y desaparezco”. A pesar de la honestidad intelectual de sus palabras, se equivocó. Porque Nathán Pinzón, el villano más querido, nunca desaparecerá.
Por cuestiones burocráticas de la época, a Nathán lo bautizaron Natalio, no fuera cuestión de ponerle un nombre extranjero a un bebé nacido en pleno corazón de Buenos Aires. Para poder llevar el nombre ansiado por su madre hubo que esperar a que el pequeño triunfara en el mundo del arte. Ahí sí fue para siempre Nathán. Con el “Pinzón” pasó algo parecido: “mi apellido es la traducción del de mis ancestros, Garfinkle, es decir, ‘Gran pinzón’. Modesto como soy, preferí quitarme el ‘gran’ y quedó Nathán Pinzón”.
Nathán Pinzón era hijo de un comerciante ucraniano que escapó de Rusia en los primeros años del siglo XX, y de una entrerriana integrante de una colonia judía. Como era de esperar, en el seno de los Garfinkle si algo no abundaba era la plata, pero sí el amor y los valores, que ambos padres se encargaron de inculcar como un mantra: “En mi casa -contaba en una entrevista de 1986-, muchas veces no hubo plata. Pero lo que nunca nos faltó fue dinero para estudiar. Somos dos varones y dos mujeres. Mi hermano es ingeniero y mis dos hermanas, psicólogas. El gran sacrificio de mi padre fue que todos sus hijos se dedicaran a una carrera universitaria. El único que no cumplió fui yo. Tenía diez años y ayudaba a ensayar a mi hermana de seis una obra en el Teatro Labardén. Me tocaba hacer del eco en el poema ‘El borracho y el eco’. Me gustó tanto que el actor terminé siendo yo”.
En realidad el único en esa rama, porque con los años, Pinzón descubrió que un primo hermano de su padre era el astro de Hollywood John Garfield, el de El cartero llama dos veces y La luz es para todos, entre varias decenas de títulos
Nathán Pinzón no se veía como un hombre agraciado, por lo que su sueño de llegar al cine le parecía imposible. Lo más cerca a lo que, creía, podía llegar era escribiendo sobre esos hombres que nunca sería. Así, su firma apareció en entrevistas y análisis de cine del diario Crítica o de la hoy olvidada revista Guión.
Sin embargo, el entusiasmo pudo más, y el futuro actor se anotó en el Conservatorio de Arte Escénico, donde recibió consejos y clases de referentes de la profesión como Cunill Cabanillas, Alfonsina Storni o Armando Discépolo. A puro tesón, Nathán accedió a pequeños papeles en films, que con el tiempo se convirtieron en clásicos como Divorcio en Montevideo (primera vez que tuvo un diálogo en pantalla) o El misterio del cuarto amarillo. Con respecto de esta última, “luego de filmarla, el director Luis Saslavsky me auguró un gran porvenir. Poco después me llamó Daniel Tinayre para ofrecerme un papel en Pasaporte a Río. Desde ese momento empecé a hacer una película detrás de otra”. La cronología asegura que fueron más de veinte: él nunca llevó la cuenta. Lo que sí tuvo claro es que aquel día del cincuenta y pico, el terror llamó a la puerta, y él le abrió inocentemente. Sin saber que se convertiría en una relación para toda la vida.
La sombra del vampiro
En 1931, M, el vampiro negro, dirigida por Fritz Lang y protagonizada por Peter Lorre, había quedado en el recuerdo de los espectadores como una película sobrecogedora. A comienzos de la década del 50, el realizador Román Viñoly Barreto decide filmar un guion propio basado en aquella. Claro, le faltaba su Peter Lorre, y lo encontró en Nathán Pinzón quien, con el estreno, llamó tanto la atención como su par húngaro: “Ese éxito fue mi mayor alegría y mi más grande desgracia. Desde ese momento quedé encasillado en esos personajes siniestros, tanto que llegó un momento en que cuando me llamaban para algún trabajo, siempre preguntaba: ‘¿A quién tengo que matar?’”. Sin embargo, antes de eso, Pinzón debió lidiar con su propia muerte. Metafórica, por supuesto, pero igualmente triste.
En 1947, el actor era secretario de la Asociación Argentina de Radioteatro, y se le ocurrió que podía aprovechar ese lugar para fundar una agrupación que llamó Federación del Espectáculo Público. Sin embargo, el gobierno tenía otros planes, y se encargó de sacarle la idea de la cabeza. Asustado y sin poder trabajar, el actor irse a vivir al Uruguay, donde encontró otros compañeros de exilio, como Atahualpa Yupanqui o Alfredo Palacios (quien había sido su profesor en su breve paso por la universidad): “Jamás podré olvidar la mañana de aquel domingo en que fui a escuchar a Atahualpa en un recital que dio en un teatro montevideano. Después de levantarse el telón, don Ata dijo: ‘Vengo a cantar a esta tierra, porque en la mía no me dejan’. Fue muy emocionante. Hace poco, cuando fui a ver El exilio de Gardel y escuché la canción que dice: ‘Un país donde yo no me sienta cucaracha’, me di cuenta, aunque las circunstancias no eran las mismas, de cómo me sentí cucaracha en aquel entonces. Por no poder luchar por mi libertad, por esa libertad de la que ahora disfruto”.
Volvió a la Argentina en 1955, para descubrir que todavía figuraba en una de las tantas listas de prohibidos, por lo que volver a subirse a un escenario o aparecer en pantalla no era una opción, “escribí algunas obras de teatro con seudónimo, pero en realidad, lo que me daba de comer era la venta ambulante -vendía puerta a puerta adornos de cerámica. También vendí bikinis y ropa interior femenina, que fabricaban unas amigas mías”. Fue recién durante el gobierno de Illia, en 1963, que el actor pudo volver a tener continuidad profesional. Y también alguna que otra sorpresa: “El Fondo Nacional de las Artes me mandó a Inglaterra para participar, en calidad de becado, en unos cursos que se dictaban en la Real Academia de Arte Dramático. Ese fue un paso muy importante en mi carrera. Aprendí mucho y, además, tuve de maestro al gran Michael Redgrave”.
Cine, teatro, también TV, en todos esos espacios Nathán Pinzón paseó su terrorífica máscara, siempre acompañada por una declamación pausada y perturbadora. El encasillamiento lo despegaba del resto (como le pasó también a Narciso Ibáñez Menta), pero también le trajo problemas inesperados. Al recordar sus años de gloria, al artista le gustaba resaltar entre risas: “En la ficción nunca pude besar a una mujer, cada vez que lo intentaba me pegaban. Aún recuerdo los cachetazos de Olga Zubarry y de Mirtha Legrand. Lucas Demare, al que le divertía mucho esta situación, decía que la mía era la cara más ‘aplaudida’ del cine argentino”.
Cuando la pureza del género de suspenso y terror comenzó a contaminarse, los papeles continuaron, pero cada vez más caricaturizados. No era lo que Pinzón habría elegido, pero había que trabajar. Y eso lo tenía bien claro. “He quedado definitivamente marcado como un hombre aterrador. Y para colmo, algunos papeles que me tocan en televisión, como el de la telenovela María… de nadie, también muestran a un hombre perverso. Cotidianamente advierto el suceso de esta tira en lo que me dice la gente en la calle. No dudan en recriminarme las maldades que realizo en la ficción”.
Y a pesar de que se los aclaraba, con calma y una sonrisa afable, nadie le creía: “Es habitual que la gente me pregunte por la calle por qué soy tan malo. Y yo les puedo asegurar que, en la realidad, soy una buena persona. Hace muchos años me pasó una cosa increíble, estaba charlando con un amigo en una confitería. Al lado nuestro, en otra mesa, había un matrimonio con un chico de unos 10 años. Mi amigo se interesó por la salud de mis viejos, que todavía vivían. Antes de que yo pudiera contestarle escuché claramente al niño, que, muy asombrado preguntaba: ‘Pero cómo, ¿Nathán Pinzón tiene padres?’”.
Un artista olvidado
Nathán Pinzón, en El vampiro negro
“Nos han cambiado los ídolos. Antes teníamos como modelos a Jorge Luis Borges o a Manuel Mujica Láinez. Ahora son Maradona y Sabatini. ¿A dónde vamos?”. Comenzada la década del 90, Nathán Pinzón debió enfrentar uno de sus mayores temores: el olvido.
Aunque finalmente se había reconciliado con su público, que había dejado de confundir ficción con realidad y ya no lo veía como un ser despreciable, su imagen dejó de ser atractiva para los productores de espectáculos, películas y programas. El hombre que había desafiado al mundo por seguir su sueño de ser actor, de pronto se encontró con las manos vacías: “En la calle, desde los chicos hasta los más grandes, me dicen ‘maestro’, pero los productores aún no se dieron cuenta de lo que yo puedo dar -se lamentaba en marzo de 1993-. Marco Denevi, un autor que admiro, dice siempre: ‘¿Qué esperan para encontrar una gran película para Nathán?’. Una vez uno me dijo que le gustaba mucho como yo trabajaba, pero que olía al cine de antes. Eso causa dolor. Fíjate además que también escribo guiones de terror y los llevé a los cinco canales de televisión. Mis compañeros de toda la vida los dejaron en los cajones de sus escritorios: ninguno los leyó. Entonces, se me ocurrió mandarlos a un productor de Puerto Rico, con el que yo había trabajado una vez. A los tres días me llamó y firmamos un contrato por un año y, desde hace cinco, le mando mis libros”. El actor se refiere al ciclo Historias que el diablo me contó, que estaban escritas y presentadas por él.
Fue una de las últimas entrevistas que dio. Cinco meses después de la nota, luego de una función de ¡Qué noche de casamiento!, obra que compartía con Javier Portales en el Teatro Regio, Nathán sintió un fuerte dolor en el pecho. Enseguida fue trasladado al Hospital Italiano, donde murió al día siguiente. Fue el 16 de agosto de 1993, tenía 76 años, y muchas ganas de vivir.
“Mi vida termina conmigo, no espero nada del ‘más allá’. Es más, no creo en el ‘más allá’. Esto no impide que crea en lo que me rodea, pienso que el miedo a la muerte determina que la gente quiera creer en cualquier cosa, pero yo odio los fetichismos. Estoy convencido de que yo termino con mi último suspiro, y desaparezco”. A pesar de la honestidad intelectual de sus palabras, se equivocó. Porque Nathán Pinzón, el villano más querido, nunca desaparecerá.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.