viernes, 15 de noviembre de 2024

AEROLÍNEAS Y EDITORIAL


El pacto secreto de los gremios aeronáuticos y la cultura del apriete
Hay un sindicalismo que no representa a sus bases, sino a su burocracia; no defiende ideas ni derechos, sino privilegios y negocios que socavan sus fuentes de trabajo y su propia legitimidad 
Luciano Román


Si un día descubriésemos que los competidores de Aerolíneas Argentinas contrataron en forma clandestina a los sindicalistas de la línea de bandera, nos escandalizarían las malas artes y la inescrupulosa ruptura de la lealtad comercial. Pero deberíamos reconocer que la estrategia habría sido tan perversa como efectiva: nadie ha hecho tanto por devaluar la competitividad de Aerolíneas, y beneficiar así a todos sus competidores, como los gremios que, desde hace meses, llevan adelante una estrategia salvaje de reclamo con angustiantes consecuencias para los pasajeros que quedan varados o directamente encerrados en aviones y aeropuertos.
“¿Quién compraría hoy un pasaje en Aerolíneas?”, se preguntaba hace pocas semanas el profesor Juan Carlos de Pablo en una columna en la nacion. Para muchos destinos no existe alternativa, pero en los casos en los que hay otras opciones los pasajeros prefieren, naturalmente, no correr riesgos de cancelaciones ni demoras. Así –explicaba De Pablo–, cae dramáticamente la facturación de una empresa que ya arrastra desde hace años una ecuación deficitaria. Al provocar ese resultado los gremios destruyen la empresa que dicen defender. ¿Son una excepción? ¿O forman parte de una cultura prepotente y autodestructiva que tiñe muchos reclamos sectoriales? Tal vez debamos mirar el conflicto de los aeronáuticos como parte de un fenómeno más amplio y más complejo, en el que el sindicalismo no representa a sus bases, sino a su propia burocracia; no defiende ideas ni derechos, sino una red de privilegios y negocios que socava, paradójicamente, sus fuentes de trabajo y su propia legitimidad.
La metodología que se vio la semana pasada en Aeroparque, cuando cientos de pasajeros quedaron atrapados en los aviones y vieron retenidos sus equipajes por una “asamblea” de Intercargo, es el reflejo de una cultura violenta y extorsiva que ha tendido a naturalizarse en las últimas décadas. Para reclamar por el presupuesto, los universitarios toman facultades y cortan calles con supuestas “clases públicas”; para negociar salarios, muchos gremios bloquean circuitos productivos, toman fábricas y obstaculizan el comercio. Para “defender” la escuela pública se cierran las aulas y se deja a millones de chicos sin clases. Cualquier marcha o movilización puede incluir una pedrada o una quema de cubiertas. Cuando un fallo no satisface las expectativas, se amenaza o se patotea a los jueces. La “cultura piquetera” y las prácticas patoteriles se han enquistado en la lógica del reclamo, como si amplios sectores de la dirigencia y de la militancia se hubieran dejado seducir por el estilo de Moyano, Baradel, Grabois y Belliboni.
Un fallo de esta semana tiende a poner las cosas en su lugar. Uno de los jefes de la CGT fue procesado y embargado por liderar, en 2021, el bloqueo de una estación de servicio en la ciudad de Buenos Aires. El pronunciamiento de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal contra el gremialista Carlos Acuña traza una línea clara: una cosa es la protesta; otra distinta es el delito. Una cosa es el derecho a huelga y otra el chantaje y la extorsión. Esa raya, sin embargo, se ha hecho cada vez más difusa, al extremo de incorporar la fuerza, y en muchos casos la violencia, como si fueran herramientas aceptables del reclamo sectorial.
Apenas tomamos perspectiva vemos que el conflicto de los aeronáuticos se inscribe en la tradición exacerbada de una Argentina corporativa en la que cada uno mira que “la nuestra esté”. Camuflado bajo una bandera de “soberanía” y “solidaridad”, se pelea por defender pasajes en primera clase, traslados en remises, descuentos para familiares, pagos extras y otros privilegios que, en el caso de Aerolíneas Argentinas, los pagan millones de ciudadanos que nunca se subieron a un avión. Pero muchos sectores miran la realidad desde un ombliguismo extremo, desentendiéndose del conjunto y hasta de las consecuencias que tienen esas metodologías sobre su propia actividad. No solo se debilitan las fuentes de trabajo; también se devalúa el prestigio y la confianza social de ciertas profesiones: el piloto de avión era asociado a la figura de un “comandante” y una autoridad, hasta que la percepción viró con Biró. Lo mismo pasó con “el maestro”, que dejó su aura y su reputación para convertirse en un “trabajador educativo”.
El sindicalismo docente es otro exponente claro de esta cultura que en la provincia de Buenos Aires representa Baradel. Un “huelguismo” salvaje llegó a debilitar los cimientos de la escuela pública al extremo de que muchos sectores de clase media y media baja migraron a la educación privada. Cuesta medir los efectos de estas metodologías en toda su dimensión, pero está claro que han contribuido al deterioro de las comunidades educativas, donde el vínculo entre padres y maestros se ve muchas veces atravesado por la desconfianza. Cada vez se ha hecho más claro que el sindicalismo docente juega con intereses partidarios y se desentiende de la calidad y la solidez de la escuela, aunque utiliza esa bandera para conservar regímenes abusivos de licencias y sistemas de descontrol que amparan el ausentismo y combaten las evaluaciones.
Al observar los comportamientos gremiales surgen otros patrones que, a esta altura, también se han enquistado en diferentes estamentos de la vida pública. Uno es la doble vara, que se ejerce sin pudor: la misma CGT que pasó los cuatro años de Alberto Fernández sin hacer un solo paro, a pesar de la inflación galopante, le hizo al actual gobierno una huelga general cuando apenas se habían cumplido 45 días de su asunción. El mismo Baradel que entre 2006 y 2016 hizo 110 días de paro (según un relevamiento oficial) no ha hecho una sola medida de fuerza en la gestión de Kicillof. Se ve una intencionalidad política y una vocación desestabilizadora que también provoca falta de credibilidad y un fuerte rechazo social.
La doble vara, sin embargo, es otra patología que contamina el debate público y la acción política más allá de los sindicatos. Lo mismo que el “ombliguismo corporativo” y la utilización de banderas principistas y ampulosas para encubrir negocios y privilegios. “La cultura”, “los derechos humanos”, “la inclusión” y “la soberanía” han sido malversados y utilizados, en muchos casos, como coartada y como disfraz.
Si miramos otro conflicto latente, como el universitario, veremos que esas desviaciones también aparecen con bastante nitidez. Bajo la bandera sagrada de “la defensa de la universidad pública” se esconde la resistencia a ser auditadas, a mostrar las cuentas de sus servicios a terceros y a discutir los indicadores de calidad y eficiencia. Universidades que facturan cifras astronómicas por contratos de consultoría, muchas veces a través de fundaciones que actúan en zonas de opacidad administrativa, se desentienden, sin embargo, de las dramáticas necesidades de otros estamentos educativos. Parecen reclamar “que la nuestra esté”, aunque la educación primaria y secundaria exhiba necesidades más urgentes. ¿La facturación adicional de las casas de altos estudios no debería ir a un fondo de becas para estudiantes secundarios? El debate no tiene cabida. La lógica sindical también ha contaminado la vida académica. Los piquetes universitarios cuentan con el estímulo, la simpatía y el activismo de muchos profesores y rectores.
Detrás de esos conflictos también asoman ideas de apropiación y concepciones casi totalitarias: “Aerolíneas es nuestra”, dicen los pilotos y los maleteros, como si no fuera también de los pasajeros y de los contribuyentes. Algo similar se escucha en la universidad: un grupo se concibe a sí mismo como “el todo”. Las escuelas “son de los trabajadores”, no de los alumnos ni de los padres.
No asistimos, entonces, a un mero conflicto con gremios aeronáuticos o con las burocracias universitarias, sino a expresiones de una cultura corporativa que en los últimos años se ha vuelto cada vez más autoritaria y ha tendido a utilizar el “apriete” como metodología de reclamo. Es una de las tantas consecuencias de un largo ciclo populista que reivindicó y exaltó “la lucha social” y avaló el “piqueterismo”, utilizándolo en beneficio propio. La prepotencia ha reemplazado al diálogo y el eslogan al debate.
El simple ciudadano que manda a sus hijos a la escuela, viaja en tren o va en avión a otra provincia del país, cruza un puente para ir a trabajar o se presenta en una ventanilla pública a hacer un trámite cualquiera muchas veces se ha sentido rehén de estos reclamos extorsivos que, lejos de generar empatía y comprensión, provocan rechazo, impotencia e indignación. Todo contribuye, además, a lesionar la cultura de los derechos laborales, que por su propio carácter fundamental debería ser preservada de abusos y distorsiones.
El fallo judicial de esta semana que ha encuadrado el bloqueo de una estación de servicio como un acto delictivo de “coacción” debe leerse, en este contexto, como un pronunciamiento de fondo. Marca un rumbo y pone un límite. Intenta reinstalar un sentido de la legalidad y de la norma. Nos dice, para apelar al diccionario de moda, “es por acá”: se puede discutir y reclamar, pero dentro de la ley. La Argentina necesita recuperar ese camino, en el que el diálogo y la negociación se impongan al apriete y la extorsión. El acuerdo que acaba de firmarse en Aerolíneas tal vez marque un aprendizaje.

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La violencia que modela el negocio narco
El reciente doble crimen de Bracamonte y Attardo volvió a extremar la tensión en Rosario, luego de un importante descenso de los hechos criminales
En los últimos diez meses, Rosario respiró con cierto alivio por el descenso de la cantidad de homicidios. En este período la baja de los asesinatos, según cifras del Observatorio de Seguridad Pública de Santa Fe, fue del 64%, la más importante de los últimos diez años. Las estrategias que se implementaron desde el Ministerio de Seguridad de la Nación y desde el gobierno de Maximiliano Pullaro fueron efectivas, de acuerdo con este indicador, que tabula los niveles de violencia más extrema.
El plan para enfrentar este problema, que se estaba convirtiendo en un drama endémico, pasó por tres puntos esenciales: mayor control y restricción en las cárceles, donde los grupos criminales detenidos usaban las celdas como si fueran oficinas del crimen; un incremento de los patrullajes y de la presencia de la policía de Santa Fe, y cambios a nivel normativo, como la adhesión a la desfederalización de la lucha contra el narcomenudeo y la implementación de una nueva ley de ejecución penal.
El descenso en los niveles de violencia causó un respiro en una ciudad donde en marzo pasado cuatro asesinatos contra trabajadores elegidos al azar sembraron lo que el Gobierno definió como acciones de “narcoterrorismo”. En los últimos 15 años, los rosarinos cambiaron su forma de vivir ante este flagelo. Pero esta mejoría en los indicadores no implica la desaparición del problema.
El doble crimen de Andrés Bracamonte, jefe de la barra brava de Rosario Central, y su ladero Raúl Attardo, el sábado pasado, muestra de modo descarnado que la violencia permanece intacta como forma de modelar un negocio criminal.
Bracamonte era un personaje tan oscuro como emblemático, líder desde hace casi 30 años de una de las más temibles y pesadas hinchadas. Pillín, el sobrenombre con el que era conocido, construyó su poder a la vista de directivos que pasaron por el club y de las autoridades de los gobiernos que transitaron por Santa Fe y la Nación. Era una especie de intocable porque, según coincidían distintas fuentes, era “el mal menor”. Su figura garantizaba estabilidad en las tribunas e impedía que la banda de Los Monos copara ese club, como lo había hecho en Newell’s, donde las marcas de la conducción de este grupo criminal se traslucían en la cantidad de asesinatos: más de 20 en los últimos diez años. Sin embargo, Bracamonte tenía estrechos lazos con el temible clan Cantero. Se necesitaban y usaban mutuamente.
El jefe de la barra brava no solo había acumulado poder de mando, sino que abroqueló una fortaleza económica muy sólida a partir de los negocios que se tramaban a su alrededor, como tener bajo su control a decenas de jugadores de fútbol de las inferiores de Rosario Central, bajo representación encubierta de uno de sus hijos, y a distintos emprendimientos legales o teñidos de opacidad, como las maniobras extorsivas que habría urdido con la Unión Obrera de la Construcción, según investigó la Justicia.
Con el exinterventor del sindicato en La Plata, Carlos Vergara, que ocupó el lugar de Juan Pablo “Pata” Medina, proveían viandas y baños químicos a obras de construcción en distintas provincias. El que no quería contratar el servicio podía enfrentar la violencia de los matones de la barra. Esa conjugación de aprietes contribuyó a que Bracamonte se transformara en un hombre duro con una espalda económica millonaria, con inversiones inmobiliarias de grandes dimensiones, asociado con empresarios locales.
La Justicia santafesina abrió una investigación en 2020 por lavado de dinero, que lo llevó a la cárcel durante ocho meses, pero no se logró detectar la verdadera trama que se tejía detrás de este hombre, que confesó en una entrevista con que lo habían la nacion intentado matar 29 veces.
El crimen de este barrabrava extremó otra vez la tensión en Rosario. Su historia y su desenlace también exponen complicidades que contribuyeron a que se transformara en una especie de celebridad intocable.
La comisaría N° 9, que tiene jurisdicción en el barrio de Arroyito y en la cancha de Rosario Central, estaba a cargo de Débora Cavani, quien ascendió a comisario en 2022. Su hermano Maximiliano Cavani era miembro de la barrabrava de ese club. El fiscal Alejandro Ferlazzo, a cargo de la investigación del doble asesinato de Bracamonte y Attardo, ordenó un allanamiento en la seccional, donde secuestraron celulares y documentación. La sospecha es que la propia barra tenía influencia en la designación de los jefes policiales de la zona. Una de las hipótesis es que pudo haber una zona liberada.
Luego del doble homicidio que sacudió y generó conmoción en Rosario retornó la incertidumbre sobre si la violencia se volverá a imponer como parte de la dinámica del negocio criminal del narcotráfico. En el imaginario social reapareció la antigua postal de la época en la que la banda de Los Monos inició una cacería, tras el crimen de Claudio Cantero el 26 de mayo de 2013. Ese raid de venganzas encendió la llamada “guerra narco”, que provocó que Rosario llegara a tener, en 2022, 24 homicidios cada 100.000 habitantes, una cifra que la emparentó con las ciudades más violentas del mundo.
El desafío de las autoridades es romper con ese esquema en el que la muerte moldea un negocio que tejió en la última década aceitadas complicidades con la Justicia y el poder político, que sostuvieron una plataforma que tuvo en el sector financiero informal un canal para lavar dinero.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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