viernes, 10 de julio de 2020

TEMA DE REFLEXIÓN Y ANÁLISIS,


Cien días y dos preguntas: ¿a dónde llegamos?, ¿a dónde vamos?
La universidad "progresista", enamorada de sus propios dogmas ...
Luciano Román.
Hace cien días, asumimos un sacrificio que creímos razonable. El mundo estaba asolado por un virus que sembraba muerte sin reconocer fronteras. Nos propusieron, delante de ese espejo de dolor y de tragedia, una cuarentena que nos permitiría “aplanar la curva”, preparar nuestro sistema de salud, evitar el descontrol de los contagios. Algunos con dudas, otros con miedo, todos con incertidumbre, nos quedamos en casa para cuidarnos y cuidar a los demás. Vimos a oficialistas y opositores en una misma mesa; vimos un comité de científicos que aportaba opiniones autorizadas. Fuimos –a grandes rasgos– una sociedad que actuó con madurez, con responsabilidad, con espíritu solidario. Pero pasaron cien días, y aquella foto del principio ya luce en color sepia. Esa coordinación entre el Presidente y gobernantes de distinto signo político ha exhibido evidentes fisuras y desacoples, aunque se intente mantener las formas. El comité de científicos ha tenido algunos derrapes casi grotescos y ha quedado cristalizado en un enfoque sesgado, sin incorporar otras miradas ni perspectivas más amplias.
Muchas otras cosas han pasado en estos cien días: enojo desde el poder frente a quienes plantearan angustias e interrogantes; descalificaciones por “miserables” a empresarios que advertían sobre pérdidas irreparables; aprovechamiento de la coyuntura para liberar presos; avances del Estado sobre la propiedad privada y la Justicia. Ha ocurrido, también, que se ha impuesto una suerte de “Estado de sitio” a la bartola, chapucero y anárquico, en el que muchos intendentes cerraron las puertas de sus municipios, levantaron “muros sanitarios”, implantaron toques de queda y desconocieron normas y permisos de autoridades superiores, mientras el Poder Judicial se declaraba “servicio prescindente”. Ha ocurrido que se convirtieran algunas villas en guetos y que, al amparo de la emergencia, se pagaran escandalosos sobreprecios para la ayuda social. Mientras tanto, el personal de salud sigue reclamando insumos y elementos de protección indispensables.
Han pasado cien días para que nos digan que estamos igual que al principio. Solo que en el medio se han desmoronado empleos, libertades, familias, sueños y proyectos. En el medio, además, se ha deteriorado la salud de todos, no solo por el coronavirus: se hacen menos cirugías, menos consultas, menos tratamientos y controles, sin contar –en muchos casos– las secuelas del sedentarismo, la ansiedad, la mala alimentación, el aislamiento y la violencia intrafamiliar. Por supuesto, también se ha degradado la educación, donde las desigualdades han sido acentuadas.
Acá estamos, cien días después, con más preguntas que respuestas; con la misma preocupación y el mismo temor del primer día, pero con la carga de cien días de un país paralizado, aunque también con la tranquilidad de una catástrofe que no ha ocurrido. Hoy tenemos que hacer frente a las inmensas y múltiples consecuencias de una “cuarentena eterna”, mientras nos dicen que sigamos encerrados porque no hay alternativa.
El “sacrificio racional” que asumimos en aquellos días de marzo se empieza a parecer ahora a un “encierro asfixiante”. Es cierto que la cuarentena se ha flexibilizado de hecho, sencillamente porque para muchos se ha tornado insostenible. Millones de ciudadanos han empezado, desde hace varias semanas, a aplicar sus propios protocolos. Con lógica simple e irrefutable han dicho, “si puedo ir al supermercado y cruzarme con decenas de desconocidos, puedo visitar a mi hermano, que vive solo y no puede trabajar”. O “si puedo salir a pasear al perro, puedo ir con mi hijo a la plaza a respirar aire puro”. Por supuesto, con barbijo, distancia y alcohol en gel. Desde el principio supimos también que “quedarse en casa” era imposible para millones de familias que sufren condiciones de extrema precariedad habitacional.
Esta flexibilidad desordenada y espontánea no atenúa, sin embargo, el impacto de la cuarentena sobre la economía, que no es –vale aclararlo– algo alejado ni separado de la vida. Detrás del cierre definitivo de bares, restaurantes, gimnasios, bazares, peluquerías, institutos de enseñanza, librerías, cines, peloteros, salones de fiestas... hay familias desahuciadas, empleos que costará mucho recuperar, dolor, impotencia, insomnio y desolación. El problema no es solo de algunos sectores ni de algunas zonas. Cuando se dice que “la industria funciona en pleno” o que “el interior está normalizado”, se dice una cosa a medias. No hay industria “en pleno” sin comercio “en pleno”; no hay interior “normalizado” sin interconexión con la ciudad y la provincia de Buenos Aires. Se ha roto un entramado que ya estaba muy debilitado antes de la pandemia.
Las penurias son enormes y profundas. También nos asfixia la pérdida de nuestras pequeñas cosas. “¿Qué querían, salir a correr? ¿Querían salir a pasear? Ahí tienen...”, nos retó el Presidente. Y sí, queremos hacer esas cosas que hacemos los hombres y las mujeres comunes cuando vivimos en libertad: queremos ir a trabajar, queremos salir a caminar, queremos no pedir permiso para vivir nuestra vida. No debería haber retos, sino comprensión ante el impulso humano de la vitalidad. Sabemos que estamos en una pandemia universal y es lógico que debamos lidiar con las restricciones que impone el peligro. Sabemos que es un virus nuevo y que eso justifica, en alguna medida, marchas y contramarchas, ensayo y error. Pero sabemos, también, que están en juego nuestra salud, nuestros empleos, nuestras familias y nuestro futuro. Es demasiado importante como para que nos callemos y acatemos, para no preguntar qué están haciendo, qué nos están proponiendo con esta lógica de “cuarentena o muerte”. No podemos entregar otros cien días de libertad sin saber a dónde vamos.
El “sacrificio racional” que asumimos en aquellos días de marzo se empieza a parecer ahora a un “encierro asfixiante”

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