Penélope reconoce a Ulises
Tras su largo viaje, pasa la prueba que le impone su mujer: identificar el lecho conyugal que solo ellos dos compartieron
por Homero
Y sentose en el mismo lugar en que estuvo sentado y, teniendo a su esposa delante, le habló de este modo: –¡Desdichada! Jamás dieron un corazón tan reseco a una débil mujer los que habitan olímpicos lares. [No hay mujer que con el corazón obstinado se aparte de su esposo, que, luego de haber transcurrido veinte años de fatigas y males, regresa a su tierra paterna.] Así, pues, ve, nodriza, y prepárame un lecho en que pueda dormir solo, pues por corazón tiene hierro en el pecho.
Y repúsole entonces así la discreta Penélope:
–¡Infeliz! Ni me entono ni siento por ti menosprecio, ni en exceso me admiro, pues sé yo muy bien cómo eras al marcharte de Ítaca en la nave de remos muy largos. Ve, Euriclea, obedece y un lecho macizo prepárale en la sólida alcoba, ese lecho que él mismo se hizo; lleva, pues, allí el lecho macizo, adereza la cama y prepara las pieles y mantos y colchas espléndidas.
Dijo así para ver de probar a su esposo, y Ulises, sulfurado, le habló de este modo a su esposa honestísima:
–¡Oh mujer! En verdad que me apenan las cosas que dices. ¿Quién quitó de su sitio mi lecho? Difícil le fuera al más hábil, si para ayudarlo algún dios no se ofrece [a llevar fácilmente este lecho a otro sitio cualquiera. Hoy no vive mortal, ni siquiera por joven que sea] que lo mueva a placer, pues yo puse una marca secreta en el lecho, que solo hice yo sin ayuda de nadie. Creció dentro del patio un olivo de alargadas hojas, floreciente y robusto, tan grueso como una columna. Las paredes de mi dormitorio labré en torno suyo (...) y le hice unas sólidas puertas muy bien ajustadas. Despojé de su fronda al olivo de alargadas ramas y pulí con el bronce su tronco desde las raíces hábil y diestramente; y después de a nivel trabajarlo, hice el pie de la cama, que yo barrené totalmente.
Comenzando por él fui montando y puliendo la cama (...). Y por dentro extendí unas vistosas correas purpúreas. Esta es, pues, nuestra marca. Y ahora, no obstante, yo ignoro, ¡oh mujer!, si mi lecho está incólume, o alguien acaso lo ha cambiado de sitio, cortando debajo el olivo.
Dijo, y ella sintió vacilar corazón y rodillas cuando reconoció las señales que Ulises le daba; y se puso a llorar y corrió velozmente a su encuentro, le echó al cuello los brazos, besó su cabeza, y le dijo:
–¡No te enojes, Ulises, conmigo, tú, el más avisado de los hombres! Los dioses nos dieron la desaventura; no quisieron que la mocedad los dos juntos gozáramos, ni que juntos llegáramos ante el umbral de ser viejos. Pero ya no te enfades conmigo ni te encolerices si al momento de verte no te acaricié como ahora. Porque mi ánimo dentro del pecho sintió siempre el miedo de que un hombre viniese a engañarme con buenas palabras (…). Pero como me has dado las claras señales que tiene nuestro lecho, que nunca fue visto por otros mortales que no fuéramos tú y yo, además de una sierva tan solo, Áctoris, que mi padre me dio cuando vine a esta casa, y custodia la puerta de nuestra muy sólida alcoba, me convences en mi corazón, aunque ya él nada siente.
Así dijo, y en él fue creciendo un deseo de llanto, y lloraba abrazado a su fiel y amadísima esposa.
Fragmento de Odisea, de Homero (introducción de Joan Casas, versión en hexámetros de Fernando Gutiérrez); Penguin Clásicos
Dijo, y ella sintió vacilar corazón y rodillas cuando reconoció las señales que Ulises le daba; y se puso a llorar y corrió velozmente a su encuentro, le echó al cuello los brazos, besó su cabeza, y le dijo:
–¡No te enojes, Ulises, conmigo, tú, el más avisado de los hombres! Los dioses nos dieron la desaventura; no quisieron que la mocedad los dos juntos gozáramos, ni que juntos llegáramos ante el umbral de ser viejos. Pero ya no te enfades conmigo ni te encolerices si al momento de verte no te acaricié como ahora. Porque mi ánimo dentro del pecho sintió siempre el miedo de que un hombre viniese a engañarme con buenas palabras (…). Pero como me has dado las claras señales que tiene nuestro lecho, que nunca fue visto por otros mortales que no fuéramos tú y yo, además de una sierva tan solo, Áctoris, que mi padre me dio cuando vine a esta casa, y custodia la puerta de nuestra muy sólida alcoba, me convences en mi corazón, aunque ya él nada siente.
Así dijo, y en él fue creciendo un deseo de llanto, y lloraba abrazado a su fiel y amadísima esposa.
Fragmento de Odisea, de Homero (introducción de Joan Casas, versión en hexámetros de Fernando Gutiérrez); Penguin Clásicos
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