Lo que dicen las cartas de amor a la distancia
Hasta no hace mucho expresar la pasión en largos escritos era un arte de primer orden, como lo muestran Flaubert y Kafka, Cortázar o Pizarnik; tal vez llegó la hora de volver a ejercitarse
Texto Pedro B. Rey
↔ ilustración Boligan
Algún lector conocerá aquel verso de Fernando Pessoa que dice: “Todas las cartas de amor son ridículas”. Casi nunca se cita, sin embargo, cómo continúa el poema.todas las cartas de amor son ridículas, dice el poeta portugués, porque si no,no serían cartasdeamor.si hay amor, insiste, tienen que serlo, porque ridículas de verdad solo son las criaturas que nunca escribieron cartas de amor. También él, Pessoa, como lo admite, las tiene: ahí está su epistolario, ridículo, triste y maravilloso, con Ofélia Quiroz, la mecanógrafa que fue el único amor conocido de su vida. No llegó a buen puerto.
Sobre toda efusión sentimental pesa la amenaza de la cursilería, muy particularmente si el que la lee en frío y a destiempo es el propio autor. Las cartas de amor son, por lo demás y por mucho cálculo que pueda haber, intimidad en estado puro. No fueron escritas para el ojo ajeno. Debería entrarse en ellas con una cuota de pudor: conviene que el lector entre en ese territorio ajeno en puntas de pie, más con actitud de voyeur cómplice que de espía profesional.
Algún lector conocerá aquel verso de Fernando Pessoa que dice: “Todas las cartas de amor son ridículas”. Casi nunca se cita, sin embargo, cómo continúa el poema.todas las cartas de amor son ridículas, dice el poeta portugués, porque si no,no serían cartasdeamor.si hay amor, insiste, tienen que serlo, porque ridículas de verdad solo son las criaturas que nunca escribieron cartas de amor. También él, Pessoa, como lo admite, las tiene: ahí está su epistolario, ridículo, triste y maravilloso, con Ofélia Quiroz, la mecanógrafa que fue el único amor conocido de su vida. No llegó a buen puerto.
Sobre toda efusión sentimental pesa la amenaza de la cursilería, muy particularmente si el que la lee en frío y a destiempo es el propio autor. Las cartas de amor son, por lo demás y por mucho cálculo que pueda haber, intimidad en estado puro. No fueron escritas para el ojo ajeno. Debería entrarse en ellas con una cuota de pudor: conviene que el lector entre en ese territorio ajeno en puntas de pie, más con actitud de voyeur cómplice que de espía profesional.
Simone de Beauvoir a Nelson Algren
Cartas a Nelson Algren. Trad.: Miguel Martínez-lage. Lumen, 1999
Domingo, 18 de mayo de 1947
Mi precioso y amado hombre de Chicago, pienso en ti en París, y en París te echo de menos. Todo el viaje fue una maravilla. Prácticamente no hubo noche, ya que volamos hacia el este. En Terranova empezaba a ponerse el sol, pero cinco horas después amanecía en el aeropuerto de Shannon, sobre la dulzura y el verdor del paisaje irlandés. Todo era tan hermoso, y tenía tantas cosas que pensar que apenas dormí. Esta mañana, a las diez (a las seis de allí) me encontraba en el corazón de París. Esperaba que la belleza de París me ayudase a superar la tristeza, pero no fue así. Primero, París hoy no está hermoso. Hace un día gris y nublado; es domingo, las calles están desiertas; todo parece mortecino, oscuro, yerto. Tal vez mi corazón esté yerto, insensible a la belleza de París. Mi corazón aún está en Nueva York, en la esquina de Broadway en la que nos despedimos. Está en mi casita de Chicago, en mi cálido hogar, muy cerca de tu amoroso corazón. Supongo que en dos o tres días todo habrá cambiado un poco, pues otra vez me sentiré inmersa en la vida política e intelectual francesa, el trabajo y los amigos. Hoy, en cambio, ni siquiera me apetece tomarme el menor interés por tales cosas. Me siento cansada y perezosa, y sólo disfruto con los recuerdos. Amado mío, no sé por qué esperé tanto a decirte que te quiero. Tan sólo quería estar segura, y no decir palabras fáciles y vacuas. Ahora, en cambio, me parece que el amor estaba ahí desde el principio. De todos modos, ahora sí está ahí: es amor, y me duele el corazón. Soy feliz de ser tan amargamente infeliz, y es dulce tener parte de esa misma tristeza. Contigo el placer era amor, y ahora el dolor también es amor. Hemos de conocer todos los tipos de amor. Conoceremos la alegría de encontrarnos y estar juntos de nuevo; la deseo, la necesito y la tendré. Espérame. Yo te espero. Te amo más de lo que nunca he dicho, más incluso de lo que tú sabes. Te escribiré muy a menudo. Escríbeme también tú muy a menudo. Soy tu esposa para siempre.
Tuya,
Simone
Detengámonos, para empezar, en Gustave Flaubert. Las cartas que el escritor francés, instalado en Croisset, intercambió con su amada Louise Colet entre 1846 y 1848 (hay más, pero entonces se produjo su ruptura decisiva) son formidables por muchas razones. Colet tenía 36 años cuando se conocieron y, más allá de su belleza, era una escritora apreciada. El futuro autor de Madame Bovary tenía 24 y no se preocupaba todavía por le mot juste. Desde las sensiblerías del comienzo hasta la gelidez final, sin embargo, sus páginas muestran que Flaubert era entretenidísimo e inteligente escribiendo al correr de la pluma, pero además podía tener el desenfado de un fauno.
También Kafka tiene su malentendido. Las cartas que intercambió con Milena Jesenská suelen ser leídas como la constancia irrefutable de un gran amor. En realidad, la correspondencia que intercambiaron ambos (él en Praga, ella en Viena) reflejan un enamoramiento fulminante, pero pasajero: Kafka y Milena, que estaba casada y buscaba traducirlo, no se vieron más que un par de veces. La intensidad de las cartas de Kafka, sin embargo, tienen la gracia de una obra maestra confesional no buscada.
Alejandra Pizarnik a Silvina Ocampo
Nueva correspondencia (1955-1972). Edición de Ivonne Bordelois y Cristina Piña.
Alfaguara, 2017
[Sin lugar ni fecha] Querida Silvina, le ciel est si bleu, si tendre [“el cielo es tan azul, tan tierno], muy parecido a tu sonrisa. Pero ayer a las 20 horas no fue así pues no sé por qué, sobre el celeste gris rosa del crepúsculo vino una nube enorme, enorme, y también negra, y también erizada, como hecha de la materia de un gato electrizado, quiero decir de la piel de ese gato que por otra parte nunca vi sino dibujado en una historieta.
Me siento muy orgullosa y con un poquito de miedo –a causa de la responsabilidad que implica– escribiendo con tu lapicera. Tengo que acostumbrarme a ella pues exige una impetuosidad y una generosidad y una entrega propias en mí de un instante privilegiado y en vos de tu estado natural de ser y de estar. (Se entiende algo o es cierto que el sol me inmovilizó el pensamiento?). Quiero decir que no será extraño si ella cambia de forma –y sobre todo el sentido– de mis poemas venideros. (Cuando yo tenía 6 años me pasaba la vida escribiéndoles a los Reyes Magos –no sólo en su día sino en cualquier otro– pidiéndoles una lapicera que supiese sumar, restar y dividir sola; ella dirigiría mi mano derecha mientras la izquierda, debajo del pupitre, da vuelta las páginas del libro de cuentos que leo mientras la lapicera se las arregla mágicamente para hacer de mí el genio de las matemáticas. Esto es idiota pero no hago más que recordarlo desde el lunes).
Encontré un librito de Old Montaigne que por momentos es muy delicioso: “Sur le plus beau trône du monde on n’est jamais assis que sur son cul” [“En el trono más hermoso del mundo uno no se sienta sino sobre su culo”]. ¿Te deje muy triste el otro día? Espero que no. Confío en que no. Aun así, y aunque maldita la gracia que me hace tender mi tristeza sobre la mesa como un mapa, aun así es una Gran Prueba de Amistad de mi parte esto de no sonreír todo el tiempo y de no decir chistes todo el tiempo, que es lo que hago con 99 de cada 100 personas que conozco. Quiero decir que revelar la tristeza es algo así como la máxima confesión (al menos, en mi caso). Pero me horroriza pensar que pude comunicártela. Ojalá que el peregrino la haya disipado si es que no la dejé al irme.
Estuve pensando mucho en lo que dijiste sobre la continuidad del poema, aquello de que un verso llama a otro.
Creo que te va a encantar como a mí la dama que está a la izquierda, en el primer plano, vestida de azul, dueña de una lujosa cola blanca, parecida –si j’ose dire [“si me atrevo a decir”]– a la de un caballo. Aunque temerosa de exagerar, me he atrevido a pensar que también sus finas y blancas piernas tienen un no sé qué de equino. (En las noches de invierno ella galopa con sus piececitos vestidos de azul y danza, danza de alegría, de miedo, danza para alegrar su pequeño corazón, su corazón de madera, su corazón de buena suerte). (...) Vengo de un paseo de cuatro horas solitarias en bicicleta. Por eso la carta está girando (“elle tourne, elle tourne comme dans les rêves de la reine folle…) [“ella gira, gira como en los sueños de la reina loca”]
Je t’embrasse [“Te beso”]
ALEJANDRA
* El cielo es tan azul, tan tierno ** En el trono más hermoso del mundo uno no se sienta sino sobre su culo *** “Si me atrevo a decir” **** “Ella gira, gira como en los sueños de la reina loca” y Te beso
Hay más. Simone de Beauvoir, estandarte feminista del siglo pasado, es famosa por su duradera e intelectual relación con Jean-paul Sartre. Pero, ¿fue él o el estadounidense Nelson Algren, el autor de El hombre del brazo de oro, la verdadera pasión de su vida?
¿Fue amor, por su parte, lo que sintió Julio Cortázar por Editharon, la veinteañera a la que conoció en el barco en su primer viaje a Europa y que está considerada el principal modelo de La Maga? Como se sabe, en escena se aprestaba a entrar, casi a la par, Aurora Bernárdez, la primera mujer del escritor.
Las misivas de Alejandra Pizarnik a Silvina Ocampo, tan poéticas en sus circunvoluciones, revelan que la amistad “fue creciendo –como sugiere la edición de su correspondencia– hasta convertirse en la pasión que revelan las cartas”. Y sin embargo lo que más importa, como lectores, es la perfección de la ambigüedad, lo que no se llega nunca a determinar.
La escritura de cartas de largo aliento, no de simples esquelas, tuvo su auge –recuerda el gran Frank Kermode– entre 1700 y 1918. Persistió con fuerza durante el siglo pasado a pesar de la competencia del teléfono y otras formas rápidas de comunicación. Nuestras cartas de hoy son astillas de palabras perdidas en redes que se nos escapan antes de decir “esta frase es mía”. La cuarentena, con su lentitud que no termina, tal vez pueda incitarnos a recuperar por un instante ese arte perdido: basta con el experimento de escribir a mano una carta eligiendo, de manera artera y amorosa, al destinatario que menos se lo espere.
¿Fue amor, por su parte, lo que sintió Julio Cortázar por Editharon, la veinteañera a la que conoció en el barco en su primer viaje a Europa y que está considerada el principal modelo de La Maga? Como se sabe, en escena se aprestaba a entrar, casi a la par, Aurora Bernárdez, la primera mujer del escritor.
Las misivas de Alejandra Pizarnik a Silvina Ocampo, tan poéticas en sus circunvoluciones, revelan que la amistad “fue creciendo –como sugiere la edición de su correspondencia– hasta convertirse en la pasión que revelan las cartas”. Y sin embargo lo que más importa, como lectores, es la perfección de la ambigüedad, lo que no se llega nunca a determinar.
La escritura de cartas de largo aliento, no de simples esquelas, tuvo su auge –recuerda el gran Frank Kermode– entre 1700 y 1918. Persistió con fuerza durante el siglo pasado a pesar de la competencia del teléfono y otras formas rápidas de comunicación. Nuestras cartas de hoy son astillas de palabras perdidas en redes que se nos escapan antes de decir “esta frase es mía”. La cuarentena, con su lentitud que no termina, tal vez pueda incitarnos a recuperar por un instante ese arte perdido: basta con el experimento de escribir a mano una carta eligiendo, de manera artera y amorosa, al destinatario que menos se lo espere.
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