domingo, 9 de agosto de 2020

JORGE LIOTTI..OPINA E INTERPRETA,


La ciudad había estallado antes
QUINTA ENTREGA – Relato de la realización de la entrevista ...
Jorge Liotti
Antes de que se produjera la terrible explosión de ayer en el puerto, Beirut ya parecía una ciudad bombardeada. En pleno centro de la ciudad había decenas de edificios deshabitados que lucían como cáscaras vacías. Sus habitantes enseñaban a identificar cuáles eran los que fueron sacudidos por la sangrienta guerra civil de 1975-1990 (los que aún tenían los impactos de balas en los costados) y cuáles eran los que quedaron desocupados por el fin de la burbuja inmobiliaria de los 90 y los 2000, que había absorbido petrodólares árabes atraídos por las facilidades fiscales (a los que solo les faltaban puertas y ventanas).
El ultramoderno barrio de los Souks comerciales ya lucía desierto antes de la pandemia. Su fisonomía similar a las capitales europeas, con las principales marcas globales de ropas y accesorios, no tenía clientes. Parecía el reflejo de un país que ya no era.
En octubre se había producido una brutal devaluación de la libra local que les reveló bruscamente a los incautos libaneses que habían vivido una ensoñadora estabilidad con una economía dolarizada de hecho. Una especie de convertibilidad sin ley escrita.
“Todos nos dicen que acá pasó lo mismo que en la Argentina en 2001, pero no sabemos bien qué significa”, admitía Jad, un profesor universitario que estaba inquieto, como muchos otros libaneses, porque quería adivinar qué pasaría con la plata que tenía en su caja de ahorro.
Las autoridades económicas acababan de imponer un “corralito” en versión fenicia y los ahorristas se juntaban frente a las sucursales de los bancos para golpear con palos las vidrieras.
El centro histórico de la ciudad permanecía vallado desde las primeras revueltas de nueve meses atrás. La famosa plaza L’etoile era inaccesible. Una muralla de piedras y neumáticos, más varios controles policiales, rodeaba las manzanas del corazón de Beirut.
Adentro parecía tierra de nadie, con todos los edificios públicos vacíos y algunos mendigos deambulando. La luz escaseaba en varios puntos de Beirut por falta de energía y los ciudadanos se tenían que poner de acuerdo para alquilar grupos electrógenos.
La histórica Plaza de los Mártires era un campamento permanente de los manifestantes, que casi todos los días cortaban las principales avenidas con un reclamo único: “Que se vayan todos”. La dirigencia política hacía equilibrio para evitar el desbande total mientras mantenía militarizadas las calles.
Un gobierno provisional de emergencia asumió para tratar de capear la crisis, pese al descrédito general. De fondo, la sombra de Hezbollah ocupando cada vez más espacios de poder, ya no solo en el sur y el norte del país, sino también en el centro administrativo. Henri, un remisero ilustrado que hablaba un excelente español, lo describía con pesar: “Se están quedando con todo el control, de a poco se rompió el acuerdo de Taif”, que en 1989 permitió poner fin a la guerra interna, diseñó una delicada distribución de poder entre sunnitas, chiitas y cristianos y le permitió al Líbano un efímero resurgimiento.
Muy lejos habían quedado los tiempos de “la París de Medio Oriente”, de la alta educación en instituciones francesas y de las preferencias de los multimillonarios árabes, que habían transformado la bahía de Zaitunay, a solo una decena de cuadras del desastre de ayer, en una exhibición de yates lujosos. Beirut hacía tiempo había dejado de ser la que contaban los abuelos.

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