De canceladores, dioses y sus efectos psicológicos
Miguel Espeche
El autor es psicólogo y psicoterapeuta @Miguelespeche
El gran dedo acusador de aquel Dios que nos retaba y castigaba se diluyó a fuerza de modernidad. Ocurrió que en el devenir de la historia gran parte de la población dejó de lado esa sesgada interpretación de lo divino y se atrevió a “salir a jugar”, sacudiendo el agobio de la religión mal entendida, que suprimía la fluidez de la vida llenándola del miedo al pecado y al oprobio.
Se suponía que esa modificación cultural abriría terreno al libre pensamiento, habilitando a poder jugar con conceptos, ampliar fronteras y confiar en que el mundo tenía una mayor capacidad que antaño para aceptarnos como éramos. si ese cambio se usó bien o males otro tema. Lo que sí afirmamos es que se creyó que la posibilidad de ser más libres estaba allí, al alcance de la mano, y atrás quedaba la oscuridad del terror que suprimía ideas y perspectivas.
Pero no. Fue una ilusión nomás. Es que, más allá de las innegables mejoras, en muchos sentidos hemos “cambiado de amo, sin dejar de ser perros” y ahora la actualización de aquella divinidad mala onda que castigaba desde “afuera” y se metía en nuestras mentes para generar una oscura vivencia de pecado irredimible se llama “cancelación”.
No se la encuentra en iglesias o libros, sino que está en todos lados, desparramada en un inaprehensible territorio a veces llamado “las redes” o “los medios”, o en las propias mentes de los supuestamente liberados. Genera alivio que la cosa vaya teniendo un nombre: cultura de la cancelación. Así lo han denominado los que se percatan del despropósito. Hasta hace poco era simplemente una fuerte intuición de que si se decía algo que no condecía con un código ideológico disfrazado de ética, algo malo pasaría, y que había que pensar una, dos y cincuenta veces las cosas antes de decirlas para no ser lapidado con adjetivos atroces y arrojado al destierro laboral, afectivo, intelectual o social.
Fueron los grandes valores éticos, las intenciones nobles, los afanes de cuidado y reivindicación de dañados y ofendidos los que hicieron las veces de Caballo de Troya de la cultura neojacobina que se coló en su interior. Desde allí se empezó a pergeñar una militancia escrachera y defenestrante, que optó por insuflar terror, humillación y desprecio antes que conciencia. Muy parecido, digamos de paso, a aquel Dios del dedo condenatorio.
El efecto psicológico es devastador: miedo a expresar creencias que puedan generar desprecio y condena, imposibilidad de pensar y percibir (se lo suplanta con la repetición discursiva), claudicación ante unanimidades que se dan por sentadas y de hecho no existen, evolución de un narcisismo discursivo que toma la existencia del otro como ofensa y no como parte de una realidad más compleja que el propio ombligo.
Muchos intelectuales de diversos signos recientemente han dado ya el grito de advertencia a través de una carta pública, pero también a ellos los “cascotean”. ¿Quién? Todos y nadie. Las “redes”, los “grupos radicales” que (para variar) se parecen cada vez más a aquello que dicen combatir, entre otros. Aquel Dios que era uno, ahora se desparramó en el aire como miles, y opera como tribuna de coliseo con pulgar para abajo, como Superyo sádico, o como se quiera llamar. El objetivo: obtener el poder que domina y elimina, nunca aspirar a una verdad construida con otros.
Decíamos que la cultura de la cancelación apunta a emular a aquel Dios condenador, pero en formato político y cultural. Por eso no es una evolución sino una repetición. Es importante que se la sepa reconocer, para que la nobleza de los objetivos tras los cuales se esconde no se pierda, y la libertad, esa posibilidad humana que es esencia de la salud mental, nos aleje del miedo a ser cancelados por los que se pelean, de hecho, contra su propia sombra.
Muchos intelectuales han dado ya el grito de advertencia
El gran dedo acusador de aquel Dios que nos retaba y castigaba se diluyó a fuerza de modernidad. Ocurrió que en el devenir de la historia gran parte de la población dejó de lado esa sesgada interpretación de lo divino y se atrevió a “salir a jugar”, sacudiendo el agobio de la religión mal entendida, que suprimía la fluidez de la vida llenándola del miedo al pecado y al oprobio.
Se suponía que esa modificación cultural abriría terreno al libre pensamiento, habilitando a poder jugar con conceptos, ampliar fronteras y confiar en que el mundo tenía una mayor capacidad que antaño para aceptarnos como éramos. si ese cambio se usó bien o males otro tema. Lo que sí afirmamos es que se creyó que la posibilidad de ser más libres estaba allí, al alcance de la mano, y atrás quedaba la oscuridad del terror que suprimía ideas y perspectivas.
Pero no. Fue una ilusión nomás. Es que, más allá de las innegables mejoras, en muchos sentidos hemos “cambiado de amo, sin dejar de ser perros” y ahora la actualización de aquella divinidad mala onda que castigaba desde “afuera” y se metía en nuestras mentes para generar una oscura vivencia de pecado irredimible se llama “cancelación”.
No se la encuentra en iglesias o libros, sino que está en todos lados, desparramada en un inaprehensible territorio a veces llamado “las redes” o “los medios”, o en las propias mentes de los supuestamente liberados. Genera alivio que la cosa vaya teniendo un nombre: cultura de la cancelación. Así lo han denominado los que se percatan del despropósito. Hasta hace poco era simplemente una fuerte intuición de que si se decía algo que no condecía con un código ideológico disfrazado de ética, algo malo pasaría, y que había que pensar una, dos y cincuenta veces las cosas antes de decirlas para no ser lapidado con adjetivos atroces y arrojado al destierro laboral, afectivo, intelectual o social.
Fueron los grandes valores éticos, las intenciones nobles, los afanes de cuidado y reivindicación de dañados y ofendidos los que hicieron las veces de Caballo de Troya de la cultura neojacobina que se coló en su interior. Desde allí se empezó a pergeñar una militancia escrachera y defenestrante, que optó por insuflar terror, humillación y desprecio antes que conciencia. Muy parecido, digamos de paso, a aquel Dios del dedo condenatorio.
El efecto psicológico es devastador: miedo a expresar creencias que puedan generar desprecio y condena, imposibilidad de pensar y percibir (se lo suplanta con la repetición discursiva), claudicación ante unanimidades que se dan por sentadas y de hecho no existen, evolución de un narcisismo discursivo que toma la existencia del otro como ofensa y no como parte de una realidad más compleja que el propio ombligo.
Muchos intelectuales de diversos signos recientemente han dado ya el grito de advertencia a través de una carta pública, pero también a ellos los “cascotean”. ¿Quién? Todos y nadie. Las “redes”, los “grupos radicales” que (para variar) se parecen cada vez más a aquello que dicen combatir, entre otros. Aquel Dios que era uno, ahora se desparramó en el aire como miles, y opera como tribuna de coliseo con pulgar para abajo, como Superyo sádico, o como se quiera llamar. El objetivo: obtener el poder que domina y elimina, nunca aspirar a una verdad construida con otros.
Decíamos que la cultura de la cancelación apunta a emular a aquel Dios condenador, pero en formato político y cultural. Por eso no es una evolución sino una repetición. Es importante que se la sepa reconocer, para que la nobleza de los objetivos tras los cuales se esconde no se pierda, y la libertad, esa posibilidad humana que es esencia de la salud mental, nos aleje del miedo a ser cancelados por los que se pelean, de hecho, contra su propia sombra.
Muchos intelectuales han dado ya el grito de advertencia
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