sábado, 15 de agosto de 2020

LUCIANO ROMÁN ANALIZA,


Las ambulancias de Ishii y la tragedia de las periferias urbanas
El intendente expuso la naturalidad con que la política y los gobiernos municipales conviven con “la falopa” y la cobertura con la que cuenta el narcotráfico
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Luciano Román
Hay una cosa que agradecerle al intendente Mario Ishii. Con desparpajo, y bajo un poncho de aparente inmunidad, ha expuesto la naturalidad con que la política (y en particular los gobiernos municipales) convive con “la falopa”. Ha puesto en palabras lo que muchas veces preferimos no ver: la cobertura con la que cuenta el narcotráfico en nuestros centros urbanos.
Sin querer (o traicionado por el subconsciente), Ishii ha hablado del flagelo más profundo y doloroso de la Argentina contemporánea. Y lo ha hecho con una displicencia que es, por cierto, muy reveladora. El poder ha naturalizado el avance del narcotráfico. En el mejor de los casos, se asume impotente para combatirlo. Y hasta quizá se sienta cómodo en la convivencia con él. No hay barriada del conurbano donde los propios vecinos no sepan dónde y quiénes venden droga. Es imposible que no lo sepan los intendentes, los concejales, los comisarios. Sin embargo, el tema ni siquiera forma parte de la agenda dominante. ¿Por connivencia? ¿Por inoperancia? ¿Por miedo? Tal vez por todo eso.
Basta observar con ojo atento las periferias urbanas para advertir los estragos que hace la droga entre los más jóvenes. Se lo ve en las esquinas, donde adolescentes con la mirada perdida y sus cuerpos encorvados exhiben, en silencio, sus energías devoradas por el paco. Se lo comprueba al hablar con los responsables de cualquier comedor comunitario, con curas, pastores o referentes de organizaciones sociales. Todos conocen a madres de pibes sumergidos en la droga. Todos escuchan historias desgarradoras de hijos que les roban a sus propios padres en la desesperación por consumir. Todos tienen registro cotidiano de chicos que dejan el colegio, que caen en el delito, que se alejan de sus familias y entran en un túnel oscuro que conduce al desquicio. Esa es la tragedia que esconden las ambulancias de Ishii.
Destructiva y devastadora, la droga se ha enquistado en los barrios suburbanos como una perversa alternativa de ascenso social. Provee una escalera más rápida y eficiente que las de la educación y el trabajo. En la base de la pirámide narco, “los soldaditos” encuentran en el menudeo la forma más fácil de ganar plata. Adquieren, además, cierto poder y hasta una especie de prestigio marginal. Familias en apuros recurren al narco ante cualquier emergencia. Y en ese paternalismo delictivo se teje un entramado de dependencias, complicidades y silencios que ampara el crecimiento del negocio criminal. Las mafias de la droga ocupan, en muchas zonas vulnerables, el lugar del Estado, como si se hubiera consentido una siniestra privatización de funciones básicas de asistencialismo. El narco es “el patrón” en geografías desangeladas en las que ha desaparecido cualquier concepto de ciudadanía. No debe ser casual, después de todo, que la ficción más exitosa de nuestra televisión haya sido El marginal. Como si algo nos mostrara en el espejo.
La droga se ha infiltrado en todas las clases sociales, pero hace estragos en los sectores más vulnerables. Allí, el narcotraficante ejerce los códigos de la mafia: ayuda a cambio de lealtad. Brinda protección, otorga préstamos, gestiona cualquier asistencia y hasta ofrece “servicios de justicia” por mano propia. Los “padrinos” consiguen desde sillas de ruedas hasta abogados gratis. A sus soldaditos, mientras tanto, los seducen con tentaciones fáciles: tienen la moto más llamativa, el último modelo de celular, la campera más cara. A la larga, habrá que pagarlo. Pero lucran con la debilidad de chicos que viven sin largo plazo, que prefieren “jugársela” en una especie de ruleta rusa antes que resignarse a un futuro que no les ofrece esperanzas.
Tal vez sean necesarias algunas preguntas incómodas: ¿hay sectores del poder que prefieren a los jóvenes doblegados por la droga? ¿Los tranquiliza, acaso, saber que se conforman con su dosis diaria de “falopa”? ¿Hay intendentes que duermen más tranquilos porque el narco da en algunos barrios las respuestas que ellos no pueden dar? Algo aún más inquietante: ¿hay barriadas que no “explotan” por la anestesia de la droga y la “contención” de los narcos? Si hay una cultura política que convive bien con este drama social, es probable que se esté incubando, al menos en algunos feudos suburbanos, lo que Miguel Wiñaski define como la amenaza de un “narcopopulismo”.
El del narcotráfico tal vez sea uno de los pocos negocios que han funcionado con normalidad en la cuarentena, como si tácitamente se lo considerara esencial. Esta es, al menos, la conclusión que se desprende de testimonios de algunos dirigentes barriales: “La droga no ha faltado; el ‘delivery’ nunca se interrumpió; no hemos visto ninguna crisis masiva de abstinencia”. Así lo resume el responsable de una ONG solidaria que trabaja en la periferia de La Plata. Y abona esa hipótesis incómoda: la emergencia social se administra con bolsones de alimentos, con planes y subsidios, pero también con una especie de equilibrio y contención al que contribuye, de distintas formas, el narcotráfico.
La droga –como es obvio– potencia el delito, activa euforias pasajeras, desata una desinhibición siempre peligrosa y estimula conductas descontroladas. La droga siembra violencia en los hogares, en los barrios, en las ciudades. Pero también adormece, genera telarañas de dependencia y de sumisión, anestesia y debilita. La droga ha deprimido y aplastado la vitalidad de millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Por supuesto, también mata. Se trata de una pandemia en la que nadie lleva la cuenta. Si sumáramos, día a día, los casos de jóvenes que caen en la adicción como sumamos los infectados por coronavirus, quizá tomaríamos dimensión de un drama que tendemos a esconder bajo la alfombra.
En las esquinas, detrás de esos ojos acuosos e inexpresivos, hay jóvenes que nacieron en los inicios de la “década ganada”. Tienen entre 17 y 18 años, y están como están. Son hijos de la pobreza estructural. Son víctimas y están peligrosamente cerca de convertirse en victimarios. Sin presente y sin futuro, se aferran a una subcultura propia. Es la forma de tener algo propio, de sentir que algo les pertenece, aunque eso no sea más que un código que los condena a la marginación. Viven en barrios en los que, en medio de la eterna cuarentena, no solo han cerrado las escuelas; también han cerrado los clubes y han desaparecido las changas. Si eran vulnerables, hoy son carne de cañón.
¿Cuánto hace que no escuchamos noticias sobre detenciones o caídas de grandes organizaciones de tráfico de drogas? La noticia, en cambio, ha sido la liberación de narcos con la excusa de la pandemia. Ahora supimos de un fiscal en San Isidro que por lo menos les habría garantizado impunidad ¿Hasta dónde ha penetrado el poder narco dentro de nuestras instituciones? ¿Hasta qué punto ha colonizado fuerzas policiales como la bonaerense? Solo por avisar antes de un allanamiento, un comisario puede cobrar el equivalente a tres años de su sueldo. Las zonas liberadas se pagan en efectivo. Muchos sospechan que algunos operativos se hacen para evitar que una banda invada la jurisdicción de otra. Así, la policía se dedicaría a regular, no a combatir el narcotráfico.
Tal vez sin querer, Ishii nos ha hablado de estas cosas. Es cierto: quedó fuera de contexto. El contexto, al fin y al cabo, es ese dramático paisaje en el que el poder hace silencio y cultiva el cómodo y a veces rentable ejercicio de hacer la vista gorda.
¿Hay barriadas que no “explotan” por la anestesia de la droga y la “contención” de los narcos?
Es probable que se esté incubando la amenaza de un “narcopopulismo”

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