La falta de rumbo, peor que no tener un plan
Néstor O. Scibona
Hace dos meses esta columna sostuvo que el Gobierno estaba más cerca de llegar a un acuerdo para reestructurar la deuda bajo legislación extranjera que de alumbrar un plan económico con políticas definidas y coordinadas para salir de la crisis agravada por el shock pandémico del Covid-19 y la extensión de la cuarentena.
La primera hipótesis sigue siendo válida. La segunda quedó anulada esta semana por el propio Alberto Fernández cuando, contra todas las expectativas –alimentadas por sus señales previas–, afirmó que francamente no cree en los planes económicos porque todos habían naufragado en la Argentina. Para que no quedaran dudas, lo dijo en una entrevista con el Financial Times y lo repitió ante la televisión pública. A cambio sostuvo que tiene objetivos (producir más, crear empleos, reducir la pobreza), con los que nadie podría en desacuerdo excepto porque varias iniciativas en danza van en sentido contrario a mediano plazo. Un marco extraño para asegurar que esta vez el Gobierno se plantó y no volverá a modificar el plazo ni las condiciones de su última oferta a los bonistas porque supondrían un ajuste en el gasto para pagarles a los jubilados. Más que nada, fue un mensaje para consumo interno y dedicado a la heterogénea coalición oficialista.
Con la negociación de la deuda el Gobierno tuvo en estos meses un baño de realismo que obligó al ministro Martín Guzmán a pasar de la teoría a la práctica. Después del rotundo fracaso de su primera oferta unilateral (que a fin de abril solo obtuvo alrededor de 13% de aceptación), fue flexibilizando su postura y aceptando más concesiones que los acreedores privados, a un costo de casi US$15.000 millones. A tal punto que, a 10 días del vencimiento, en Wall Street los mercados externos apuestan a que habrá acuerdo y no pocos analistas extranjeros y locales se preguntan cómo todavía no se concretó si las posiciones quedaron tan cerca. Hoy se ubican en 53,3 de valor presente neto (VPN) promedio en la última propuesta argentina y en 56,5 en la contraoferta de los tres comités más exigentes, que concentran un tercio de los títulos incluidos en el canje aunque las proporciones varían en cada serie, con plazos y cláusulas diferentes.
La respuesta no solo está en esa diferencia (equivalente a unos US$3200 millones, prorrateados en diez años), sino también en la cuestión legal. A través de una fórmula negociada de común acuerdo, los mayores acreedores resignaron su pretensión inicial de equiparar las cláusulas de acción colectiva (CAC) de los bonos emitidos en 2016/17 (Macri) con las de los canjes de 2005 y 2010 (bonos K), para cubrirse del riesgo de futuras reestructuraciones. Pero no admiten el mecanismo aplicado por Guzmán, de excluir a los títulos sin la adhesión requerida por las CAC (Pacman, en la jerga) y reasignarlos junto a otros que entran al canje. Hay quienes sostienen que, si hasta el 4 de agosto puede zanjarse aquella diferencia económica, habrá casi un mes más para resolver estas discrepancias legales, probablemente con una categoría aparte para “bonistas calificados”.
Aun con la perspectiva cierta de un acuerdo (parcial o total) por la deuda, que despeje a corto plazo la incertidumbre sobre el default, la negativa presidencial a avanzar con los lineamientos de un programa económico pospandemia no contribuye a mejorar las expectativas en el plano interno, ya deterioradas por dos años de una recesión que ahora se extendió y profundizó con la cuarentena. Un test rápido es el dólar paralelo, que ayer cerró a $140 tras una suba de 7,7% en la semana.
Ayer mismo, ante empresarios pyme, Alberto F. anticipó su propósito de anunciar una batería de 60 medidas, que algunos funcionarios de la Casa Rosada ya bautizaron exageradamente como Plan Marshall. Sin embargo, no conforman un plan. Algunas son la continuidad de la asistencia a las empresas, trabajadores y familias más afectadas por la cuarentena en el AMBA y otras podrían asemejarse a un “delivery” para economías regionales y actividades forzadamente paralizadas por un plazo incierto (turismo, hoteles, cines y teatros, recitales, fútbol, etc.). Todas ellas tienen como común denominador la riesgosa emisión de pesos para financiar mayores subsidios y aumentos del gasto público, que en el primer semestre creció 73% interanual, frente a una suba de ingresos de apenas 8%. Y casi ninguna extiende el horizonte más allá de fin de año.
Además, hay medidas aisladas que podrían chocar contra otras, no ser consistentes entre sí y crear más confusión. Por caso, el Gobierno envió al Congreso el proyecto de ley para extender la moratoria impositiva hasta el 30 de junio (ahora con dos cláusulas a medida de Cristóbal López), pero a la vez dejó trascender que estudia un nuevo blanqueo que neutralizaría su efecto. El ministro Guzmán salió a negarlo por televisión, pero apoyó el impuesto a las grandes fortunas (IGF), que hasta ahora no tenía su aval. El Senado avanzó con la ley de teletrabajo, una modalidad que pasó a ser indispensable con la cuarentena, pero sin tomar en cuenta la opinión en contra de muchas entidades empresarias por las excesivas regulaciones que aumentan los costos en vez de reducirlos. También volvió a prorrogarse la doble indemnización por despido, mientras la anunciada flexibilización de la feria judicial no alcanzará a los juzgados laborales, previsionales, civiles y comerciales.
Es cierto que al Gobierno no se le puede pedir un programa económico integral ahora, sin haber cerrado la reestructuración de la deuda por US$66.000 millones, en medio de la incertidumbre por la duración de la pandemia con sus enormes daños económicos y del aumento de contagios que pone en peligro la incipiente flexibilización de la cuarentena en el AMBA.
Pero también lo es que, en medio de la emergencia, no ha logrado trazar un rumbo a más largo plazo que defina el futuro rol del Estado y del sector privado.
Esta ausencia de señales fue el disparador del encuentro virtual que la CGT gestionó esta semana con los empresarios nucleados en la AEA, sin participación de funcionarios del Gobierno. Allí se habló de transmitirle al Presidente la importancia de fomentar mayores inversiones privadas, empleos genuinos y exportaciones, que serán imprescindibles –al igual que la salida del default- para la recuperación pospandemia.
El caso Vicentin fue el punto de inflexión que puso al descubierto las diferencias de enfoque entre el albertismo y el cristinismo sobre la economía, entre otras áreas. Pero ahora se agrega el reclamo de los doce intendentes del sur del conurbano bonaerense para poner fin a la concesión de Edesur y la intención del ENRE de retrotraer las tarifas eléctricas a 2015.
Estas tensiones entre la Casa Rosada y el Instituto Patria conspiran contra el diseño de un programa macroeconómico que, más temprano que tarde, el Gobierno deberá negociar con el FMI para prorrogar los vencimientos por US$44.000 millones concentrados entre 2022 y 2023.
Alberto F. quizás recuerde a Roberto Lavagna, que nunca anunció un plan, pero recibió de Jorge Remes Lenicov superávits en las cuentas fiscales y externas que fueron la base para recuperar la economía a “tasas chinas” con inflación de un dígito anual entre 2003 y 2005. Ahora es a la inversa: lo peor viene después, que es estabilizar la economía y crear confianza para generar inversiones y empleo. Algo imposible sin acuerdos políticos para reformar todo lo mucho que ya venía mal en la Argentina.
El fracaso económico de la Argentina no viene de los planes, sino de los movimientos pendulares entre dos modelos ideológicos extremos (uno, cerrado, intervencionista y superregulado; otro, abierto a los mercados y desregulado), que en ambos casos duraron hasta que se acababan los dólares.
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