viernes, 14 de agosto de 2020

ROBERTO GARGARELLA Y SU ANÁLISIS,


Razones para la reforma judicial
roberto-gargarella-1463747969 – Radio Nacional
Roberto Gargarella
 Constitucionalista y sociólogo
Para muchas personas interesadas en el tema, la reforma judicial promovida por el Gobierno se muestra, desde un comienzo, mal encaminada: es inoportuna; aparece apoyada en procedimientos poco democráticos; se orienta a fines inatractivos; escoge medios inadecuados en relación con los fines que invoca; y omite referencias a todo lo importante. Señalo tales problemas de la reforma, sin considerar su aspecto más vistoso –la comisión de expertos y su peculiar composición– ni mencionar siquiera lo que se alega como su “talón de Aquiles”: asegurar la impunidad de quienes hoy están en el poder. A pesar de lo dicho, o por ello mismo, me interesará evaluar qué es lo que podría decirse a favor de dicha reforma. Para tal fin, he tomado nota de los mejores argumentos que he encontrado, ya sea en apoyo de la iniciativa o en “crítica a sus críticos.” A continuación, haré una primera evaluación de esos argumentos prorreforma.
“Todos estamos de acuerdo en que el Poder Judicial funciona muy mal, y ahora se quejan porque el Presidente busca cumplir con su promesa de campaña y reformarlo”. Estas afirmaciones han estado en boca de todos los defensores de la reforma. Se trata, en su esencia, de una premisa inicial plausible por su generalidad, pero, tal vez, plausible solo por eso: porque no entra en detalles. Para advertir el problema de lo que allí se afirma, piénsese en un caso paralelo: la reforma policial. Imaginemos que, frente a una sociedad harta de la “maldita policía,” el “gatillo fácil” y la corrupción policial, el Presidente prometiera una reforma, proponiendo, para ello, otorgarle más poder a la fuerza, y darle licencia a los agentes para que disparen frente a cualquier sospechoso. El ejemplo nos ayuda a ver lo que debiera ser obvio: el hecho de que estemos, todos, totalmente de acuerdo con la reforma policial no justifica en absoluto cualquier reforma, sino solo aquellas dirigidas a atender nuestras preocupaciones compartidas. Con la reforma judicial pasa lo mismo: no se puede alegar, frente a los críticos de la reforma, que “ahora se quejan, cuando todos sabemos que la Justicia debe ser reformada”. Exigimos la reforma pero, de ningún modo, “cualquier” reforma.
“Ni saben de qué se trata la reforma y ya se oponen”. En relación con la respuesta anterior, alguien podría decirnos que de la reforma en ciernes no se conocen los detalles: ¿por qué resistirla, entonces, haciendo un “oposicionismo ciego”? Esta pregunta merece al menos dos réplicas importantes. Primero, la crítica no es “ciega” porque ya conocemos parte de la reforma, y lo que conocemos de ella no es bueno (volveré más tarde sobre esto); y, segundo, dicha respuesta desconoce un argumento siempre central para los defensores del Gobierno, y es que ninguna reforma debe analizarse “en abstracto”, sino “en concreto, en su contexto, y con atención a la historia”. Al respecto, debe reconocerse que hasta hoy no se registran movimientos del Gobierno, en materia judicial, que no se hayan dirigido directamente a “ganar impunidad”. Piénsese, al respecto, en cada una de las medidas adoptadas por la Oficina Anticorrupción o por la Procuración del Tesoro; o en las iniciativas tomadas en relación con la designación o remoción o traslado de jueces; o el desmantelamiento del Programa de Protección de Testigos. Todas estas medidas representan, directamente, “movimientos hacia la impunidad”, con resultados ya muy concretos (la “liberación” de muchos de los principales acusados por la corrupción estatal). En definitiva, una crítica no es “ciega” cuando está informada por la historia y el contexto: más que “prejuicios” contra la reforma, tenemos “juicios” fundados en la historia. Por lo demás, el Gobierno podría habernos ayudado a salir de la situación de desconfianza y escepticismo que tenemos, ofreciéndonos señales destinadas a dejar en claro que de ningún modo se propone favorecer la impunidad. Sin embargo, todas las señales que nos ha dado hasta hoy se orientan en la dirección contraria a la esperada (empezando por la incorporación, en la comisión de expertos, de los principales abogados que trabajan por la impunidad de los allegados al Gobierno).
“El Presidente propuso para la reforma fines muy concretos, vinculados con históricas demandas sociales”. Contra lo sugerido al final de la reflexión anterior –que la propuesta de cambio aparece mal orientada–, se podría responder que el Presidente dejó muy en claro los objetivos de la reforma en su presentación del proyecto: él quiere (así lo declaró) “celeridad”, “transparencia”, “independencia”, “fin de la concentración de poder” en un poder “aristocrático”, es decir, fines nobles, que además parecen encontrar un fuerte arraigo social. Lo dicho, sin embargo, enfrenta al menos dos problemas muy serios. En primer lugar, si los fines son los declarados, los medios escogidos hasta ahora son completamente inaptos para alcanzarlos. Ejemplo (dentro de la parte “conocida” de la reforma): si el problema es que “Comodoro Py” actúa bajo arreglos y presiones políticas, de modo oscuro y lento, pero para atacar dicho problema se mantiene idéntica la estructura de los juzgados, pero ahora multiplicada por 4 (pasando de 12 a 46 jueces), el problema estructural, obviamente, también se mantiene, aunque ahora multiplicado por 4 (ello, sin mencionar que el aumento de jueces resulta inexplicable, cuando lo que el sistema acusatorio creado requiere es más fiscales, y no más jueces). En segundo lugar, y también en relación con lo anterior, los “fines” concretos invocados por el Presidente pecan por “omisión”: omiten decir lo más importante. En efecto, si hay dos “tragedias” que definen los problemas del Poder Judicial, en las últimas décadas, ellas son la desigualdad y falta de acceso de los más pobres a la Justicia, y el modo en que la Justicia viene sirviendo a la impunidad del poder (el peor “cáncer” de la política argentina). Se trata de dos caras de la misma moneda, en donde una (la desigualdad) alimenta a la otra (la impunidad del poder). Lo peor de todo es que países “cercanos” (Colombia, Costa Rica, la India o Sudáfrica) impulsaron sencillas y muy exitosas reformas a favor de una mayor igualdad (vía la “tutela”; las “acciones populares”; facilidades para el litigio colectivo y estructural, etcétera), que la reforma ni siquiera se dignó mencionar, dejando en claro que ni se le ocurrió pensar en la suerte de los más postergados. Otra vez: nos enfrentamos a reformas hechas por el poder, para el poder, por el poder.
“Nunca es momento”. Los defensores de la reforma se han quejado de sus críticos, alegando que, para algunos, “nunca es momento de hacer una reforma, sobre todo si la hace el peronismo”. No me detengo en esta defensa, porque además de mala, resulta falsa: apenas salidos de la profundísima crisis de 2001, muchos apoyamos enfáticamente el juicio político a la Corte; el decreto 222 de Kirchner; y sus nuevas designaciones en el más alto tribunal. Ello, porque estamos bien dispuestos a apoyar todo lo que sirva a los propósitos compartidos (no así, por caso, la brutal y olvidable “democratización de la Justicia”; o el intento de ganar control sobre el Consejo de la Magistratura).
“La reforma tiene que pasar por el Congreso”. Contra quienes critican al Gobierno por no haberla discutido con la oposición, sus defensores recuerdan que la reforma no puede salir sin acuerdo parlamentario. Mala respuesta: no pretendemos ninguna “generosidad” oficialista; ni pensamos que el paso por el Legislativo le resulte “opcional” al Gobierno (¡la verdad es que el “apuro” del Gobierno fue tal que siquiera alcanzó un acuerdo con las dos principales personas encargadas de la redacción de su propio proyecto!). Por supuesto que, mientras vivamos en democracia, una reforma semejante debe surgir del Congreso. Lo que uno se pregunta es cómo puede ser, dada la seriedad de lo que está en juego, que no se haya optado por el camino de legitimar la reforma, desde su inicio, a partir del acuerdo democrático más extendido, y con agenda abierta. Los temas que más nos importan y más nos dividen exigen que construyamos decisiones no de modo “elitista” y “desde arriba”, sino “desde abajo” y a través del diálogo democrático.

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