Otro avasallamiento institucional
Félix V. Lonigro
La principal característica de los Estados de Derecho es que las autoridades no pueden hacer lo que quieren, sino lo que deben en función de los parámetros previstos en una ley fundamental o Constitución.
Cuando las decisiones de los órganos políticos de gobierno chocan con la ley fundamental, es necesario aplicar un remedio, que los constitucionalistas denominamos “control de la constitucionalidad de las normas”. En la Argentina ese remedio lo suministran los jueces, que son los que ejercen el referido control, y la última palabra la tiene la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que es la que, por un lado, decide, en cada caso concreto que se lleva a su consideración, si una norma inferior a la Constitución es compatible con ella –declarándola eventualmente inconstitucional–, y por otro lado es la que interpreta y define el sentido y alcance de una norma constitucional cuando ella es ambigua. Por tal motivo, es común afirmar que la Constitución no solo es su letra, sino también la interpretación que de ella hace la Corte Suprema.
Ana María Figueroa fue jueza del tribunal de Casación Penal hasta el 9 de agosto de este año, día en el que cumplió 75 años de edad. Según la Constitución nacional, cuando un juez llega a esa edad, si quiere continuar en el cargo tiene que lograr un nuevo nombramiento, el cual debe ser conferido por el presidente de la Nación con el acuerdo del Senado. El trámite consiste en que el primer mandatario remite al Senado el pliego del juez cuyo acuerdo requiere, y luego de obtenido ese acuerdo dicta el decreto para el nuevo nombramiento por cinco años.
La norma constitucional (art. 99, inc. 4) no define con precisión en qué momento debe estar culminado el indicado trámite de renovación; por tal motivo, en el pasado mes de agosto la Cámara de Casación hizo la consulta con el máximo tribunal, el cual, a través de una resolución, interpretó que ese trámite de renovación (Senado más decreto presidencial) debía estar culminado antes de que el juez en cuestión cumpliera la referida edad. Ello en concordancia con lo dispuesto por la resolución 521, que, en 2017, había dictado el entonces ministro de Justicia, en la cual se preveía la misma solución. Vale la pena señalar que esa resolución está actualmente vigente. En función de la interpretación que hizo la Corte de la norma constitucional que prevé la necesidad de un nuevo nombramiento para los jueces que llegan a los 75 años de edad, le hizo saber a Ana María Figueroa, el 6 de septiembre, que su investidura como jueza había caducado. En ese momento hacía ya un largo tiempo que se había iniciado el trámite de renovación de su cargo.
A pesar de esta decisión de la Corte, el Senado continuó con los intentos de lograr el quorum necesario como para dar el acuerdo pendiente, lográndolo en forma tardía, contrariando así la interpretación constitucional que había elaborado el máximo tribunal, así como también la resolución ministerial antes señalada. Ese acuerdo fue, por lo tanto, constitucionalmente nulo.
El presidente Fernández tenía la enorme posibilidad de mostrar, como presidente y como abogado, su indispensable vocación de apego al Estado de Derecho, evitando firmar el decreto de renovación del cargo de la exjueza Figueroa, aun cuando el Senado ya había dado, inconstitucionalmente, el tardío e inválido acuerdo. Extraño hubiera sido que así lo hiciera; por el contrario, el Presidente dio un nuevo impulso al avasallamiento institucional previamente perpetrado por el Senado firmando y publicando el decreto de marras en el Boletín Oficial. El decreto, tal como corresponde, lleva también la firma del ministro de Justicia, quien sin ponerse colorado no solo violentó, junto al primer mandatario, la Constitución nacional –a la luz de la interpretación que hizo la Corte del art. 99, inc. 4–, sino que, además, ni siquiera tuvo la precaución de dejar sin efecto la resolución vigente que, tal como señalé, había firmado quien era ministro de Justicia en 2017, que sustentaba el mismo criterio que el que ahora desarrolló la Corte.
Un gobierno que sin prurito alguno se lleva las instituciones por delante, justificando la utilización de medios inconstitucionales e ilegales para alcanzar sus objetivos políticos, es un gobierno peligroso. Es esta una buena época para tenerlo presente, cuando faltan pocos días para que se defina quién conducirá los destinos del país en los próximos cuatro años
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Votar, en medio de las dudas y el desánimo
Diego M. Jiménez
Hace cuarenta años, el eslogan convocante de la nueva mayoría democrática fue el Preámbulo. Los deseos allí incluidos, las aspiraciones en él expresadas, los principios sostenidos en sus palabras constituían las metas a recuperar y profundizar. El destino de una nación se mostraba plural y abierto.
Ese decálogo liberal-republicano, unido a nuevos artículos incluidos en nuestra Constitución durante el siglo XX, que consagran nuevos derechos, sigue siendo nuestro horizonte. Es un texto que aspira a la construcción de una sociedad mejor, con bienestar y calidad de vida, en paz e involucrada con el mundo, para decir lo que este país tiene para expresar, contribuyendo a su modo en la comunidad internacional. Cuatro décadas más tarde, los eslóganes de las alianzas en disputa por el gobierno carecen de ese idealismo y padecen excesos de vulgaridad, agresión, pesimismo y promesas repetidas y, por ello, incumplidas. Por un lado, vemos gigantografías de billetes agitados con histeria y gritos, por leñadores mesiánicos del siglo XXI; por otro, imágenes y frases que describen a una sociedad desolada y hundida en un relato maniqueo despojado de ilusión, y por último, spots de éxitos que solo tienen entidad en la mente de magos a los que se les escaparon los conejos. Expresan liderazgos forzados, sin peso específico, fruto del desencanto social y la apatía. A causa de ello, una nueva antinomia, casta-anticasta, se coló en nuestra malograda escena pública. Una división que no viene para clausurar desencuentros, malentendidos y prejuicios, sino para cambiarles el eje, dotándolos de nuevos adjetivos excluyentes. La Argentina, como un mal aprendiz, sigue apostando a las divisiones y a las fracturas, como si no le bastase la enorme fisura que separa a los pobres y excluidos de aquellos que pueden forjarse algo parecido a un futuro. Una fosa, la más penosa y la única que importa, que nos ufanamos de excavar con la frivolidad de quienes no van nunca al grano y dan circunloquios cada vez más grandes para evitar hablar y hacer aquello que hace falta.
A la juventud, el porvenir de una nación, siempre motor de novedades, despertador de sociedades adormecidas o demasiado cómodas, solo se la conecta por sus redes sociales, como un segmento más, para captar su estado de ánimo y lograr su voto. Si el interés en ella fuese genuino, no estarían abarrotados de niños, niñas y adolescentes los comedores escolares, no habría tal abandono escolar en la escuela secundaria y no tendrían dificultades para obtener sus primeros trabajos y luego acceder a la propiedad, miles de jóvenes. Como eso ocurre, quienes pueden anhelan irse del país. Y esta realidad no es nueva, solo más profunda.
Como nunca en estos 40 años y quizás en la historia política del país, hay escepticismo mezclado con angustia y desesperanza. Nunca tanta ausencia de liderazgo y vacío intelectual en la dirigencia política. En estas próximas elecciones nuestro voto será determinante, pese a las dudas, el desánimo y los sinsabores. Clave, para sostener nuestra fragilizada democracia, que se ancla en los principios del Preámbulo y en el texto vivo de nuestra Constitución.
Democracia atacada jornada tras jornada por la distopía de la antipolítica y el individualismo extremo. Asediada por una nueva ignorancia que circula cada día más en Occidente, negando la historia y los triunfos de un viejo y vital sistema, nacido hace 2500 años, que sigue luchando y haciéndose lugar, entre absolutismos, dictadores y demagogos de viejo y nuevo estilo.
Un modo de entender la política que tiene deudas y desaciertos, pero que sigue siendo el único que hace posible sociedades prósperas, sostenido por las cuatro libertades fundamentales: la de expresión, la de culto, la de aspirar a una vida mejor y la de vivir sin miedo, como expresó en 1941 F. D. Roosevelt.
Abogado constitucionalista. Profesor de Derecho Constitucional UBA
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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