Irlanda, país de grandes narradores, vuelve en una amplia antología
De Joyce a Claire Keegan, cuentos que confirman el peso literario de la isla
Recorre los campos azules Claire Keegan Trad.: Jorge Fondebrider Eterna Cadencia
Que una antología de cuentistas irlandeses contemporáneos abra con un texto de James Joyce, publicado más de un siglo atrás, puede interpretarse como una suerte de declaración de principios: una piedra basal en la que ya se han instalado las preocupaciones centrales de todo un pueblo –todavía anhelando su independencia–, a la vez que un recordatorio de que se trata de un pequeño país, sí, pero cuyo influjo reencauzó en gran medida toda la literatura que se produjo a posteriori.
Lo cierto es que Irlanda parece, como pocas, una nación literaria, como si hubiese sido tallada por sus poetas, dramaturgos y narradores. No resulta tan arbitrario a propósito de eso preguntarse, jugando con la noción de causalidad, qué vino antes: si su literatura o su identidad nacional. Basta mencionar a sus autores totémicos –Oscar Wilde, George Bernard Shaw, William Butler Yeats, Samuel Beckett, por supuesto Joyce– para pensar en cimientos indestructibles, una suerte de masa madre a partir de la que podría moldearse un continente entero.
La antología curada por Sinéad Mac Aodha Mac Aodha y Jorge Fondebrider presenta un panorama vasto y virtuoso, lo suficientemente consistente como para poder vislumbrar, si no el mapa completo, al menos una variedad de tonalidades que lo configuren bastante más allá de la superficie.
Podría especularse con alguna que otra ausencia (¿Elizabeth Bowen?), aunque en líneas generales habrá que precisar que no se trata de autores que se destaquen por sus ficciones breves (John Banville, Flann O’brien). Y aun en la inevitable disparidad de este tipo de propuestas, el libro presenta un piso infrecuentemente alto, favorecido además o potenciado por la sensibilidad de algunos de sus traductores (Inés Garland, Andrés Ehrenhaus).
En el siglo que va de Joyce (18821941) a la treintañera Nicole Flattery (1989) se observan indudables continuidades, casi podría decirse temas nacionales, a veces como obsesiones y en otros casos como evolución o transformación de las prácticas, las referencias, el imaginario de una nación. Uno de los núcleos centrales es desde luego la guerra civil y la lucha por la independencia (la mayoría de las veces como un trago amargo o un recuerdo sombrío); el otro, la omnipresencia de la religión y de la Iglesia, atravesando la mayoría de los rituales cotidianos, con su correlato en el eterno conflicto –hoy día apaciguado– de Irlanda del Norte.
Más íntimos y no del todo desconectados de los precedentes, otros ejes como los vínculos entre el campo o el pueblo y la gran ciudad –primero Londres, luego también la Dublín modernizada y enriquecida–, el espacio que las mujeres deben hacerse a los codazos o el peso de las herencias emocionales retornan una y otra vez en diversas modulaciones.
“Los muertos”, el emblemático y extraordinario cuento de Joyce que cierra su célebre su libro Dublineses –sobre el que se basó John Huston para su última película–, es un largo viaje hacia la melancolía. El mismo ambiente festivo en el interior del cual amenaza la tristeza respira en “El Salón de Baile del Romance”, del gran William Trevor (1928-2016), un muy buen cuento que sin embargo no termina de hacerle justicia a su prodigiosa mirada de escritor.
Sí resultan a la altura de lo que prometen otros dos nombres de peso: por un lado Frank O’connor (1903-1966) y la ponzoñosa ingenuidad de la camaradería entre combatientes (“Invitados de la nación”); por otro, el infalible John Mc Gahern (1934-2006), quizás el escritor más importante de la Irlanda de las últimas décadas, con una pieza breve de insuperable tensión y ambigüedad (“Corea”).
Otros autores menos canónicos, pero que han tenido amplia circulación entre nosotros, se encuentran aquí en plenitud. Claire Keegan (1968) es ya un pequeño fenómeno local, y su “Recorre los campos azules” –mismo título del libro de relatos que lo contiene–, una muestra de que contención y contundencia, sencillez y poesía son condimentos que perfectamente conviven en un mismo plato.
Lo cierto es que Irlanda parece, como pocas, una nación literaria, como si hubiese sido tallada por sus poetas, dramaturgos y narradores. No resulta tan arbitrario a propósito de eso preguntarse, jugando con la noción de causalidad, qué vino antes: si su literatura o su identidad nacional. Basta mencionar a sus autores totémicos –Oscar Wilde, George Bernard Shaw, William Butler Yeats, Samuel Beckett, por supuesto Joyce– para pensar en cimientos indestructibles, una suerte de masa madre a partir de la que podría moldearse un continente entero.
La antología curada por Sinéad Mac Aodha Mac Aodha y Jorge Fondebrider presenta un panorama vasto y virtuoso, lo suficientemente consistente como para poder vislumbrar, si no el mapa completo, al menos una variedad de tonalidades que lo configuren bastante más allá de la superficie.
Podría especularse con alguna que otra ausencia (¿Elizabeth Bowen?), aunque en líneas generales habrá que precisar que no se trata de autores que se destaquen por sus ficciones breves (John Banville, Flann O’brien). Y aun en la inevitable disparidad de este tipo de propuestas, el libro presenta un piso infrecuentemente alto, favorecido además o potenciado por la sensibilidad de algunos de sus traductores (Inés Garland, Andrés Ehrenhaus).
En el siglo que va de Joyce (18821941) a la treintañera Nicole Flattery (1989) se observan indudables continuidades, casi podría decirse temas nacionales, a veces como obsesiones y en otros casos como evolución o transformación de las prácticas, las referencias, el imaginario de una nación. Uno de los núcleos centrales es desde luego la guerra civil y la lucha por la independencia (la mayoría de las veces como un trago amargo o un recuerdo sombrío); el otro, la omnipresencia de la religión y de la Iglesia, atravesando la mayoría de los rituales cotidianos, con su correlato en el eterno conflicto –hoy día apaciguado– de Irlanda del Norte.
Más íntimos y no del todo desconectados de los precedentes, otros ejes como los vínculos entre el campo o el pueblo y la gran ciudad –primero Londres, luego también la Dublín modernizada y enriquecida–, el espacio que las mujeres deben hacerse a los codazos o el peso de las herencias emocionales retornan una y otra vez en diversas modulaciones.
“Los muertos”, el emblemático y extraordinario cuento de Joyce que cierra su célebre su libro Dublineses –sobre el que se basó John Huston para su última película–, es un largo viaje hacia la melancolía. El mismo ambiente festivo en el interior del cual amenaza la tristeza respira en “El Salón de Baile del Romance”, del gran William Trevor (1928-2016), un muy buen cuento que sin embargo no termina de hacerle justicia a su prodigiosa mirada de escritor.
Sí resultan a la altura de lo que prometen otros dos nombres de peso: por un lado Frank O’connor (1903-1966) y la ponzoñosa ingenuidad de la camaradería entre combatientes (“Invitados de la nación”); por otro, el infalible John Mc Gahern (1934-2006), quizás el escritor más importante de la Irlanda de las últimas décadas, con una pieza breve de insuperable tensión y ambigüedad (“Corea”).
Otros autores menos canónicos, pero que han tenido amplia circulación entre nosotros, se encuentran aquí en plenitud. Claire Keegan (1968) es ya un pequeño fenómeno local, y su “Recorre los campos azules” –mismo título del libro de relatos que lo contiene–, una muestra de que contención y contundencia, sencillez y poesía son condimentos que perfectamente conviven en un mismo plato.
El cuento de Colm Tóibín (1955) –el autor de Crónica de la noche y de Brooklyn–, escrito desde la segunda persona, posee un embriagador –y doloroso– fervor nostálgico; “Todo en este país deberá”, de Colum Mc Cann (1965) –el autor de la notable Perros que cantan–, es un relato casi irrespirable, en la mejor tradición de Ernst Hemingway. Algo menos brillante, el texto de Roddy Doyle (1958) –conocido aquí por la novela Un héroe llamado Henry– atomiza en un episodio aparentemente insignificante una relación entera, y lo hace desde un estilo desaforado, una rítmica incisiva que podría emparentarse con la singularidad de Stephen Dixon.
Aun con su impronta de corte casi excluyentemente realista, el resto ofrece un mosaico de lo más variado. En Liam O’flaherty o Sean O’faolain dos modos de la parábola; en Maeve Brennan la anécdota menor, no obstante su contracara oscura; en John Montague o Anne Enright, el misterio de las relaciones; en Colin Barrett o Nicole Flattery, de las plumas más jóvenes incluidas en esta antología, la juventud como amenaza, como bomba de tiempo, en la línea de ciertos minimalistas norteamericanos como Richard Ford o Tobias Wolff.
De entre todos ellos, dos hallazgos. El cuento de Louise Kennedy (“Lo que oyeron los pájaros”) revela una sabiduría y una seguridad de oficio abrumadoras. El de Mary Lavin (“En medio de los campos”) un conocimiento y un manejo de lo ambivalente del alma humana que muy pocos podrían ambicionar. Apenas dos expresiones de una literatura que supo asumir, un siglo atrás, una responsabilidad que excedía en mucho la densidad de sus páginas.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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