La región le da la espalda a Haití
Andrés OppenheimerMIAMI
La noticia de que una fuerza multinacional encabezada por Kenia llegará en estos días a Haití para ayudar a combatir las bandas armadas que han tomado gran parte del país caribeño podría marcar un nuevo hito en la historia del surrealismo político latinoamericano. ¿No es ridículo que, a pesar de toneladas de discursos de jefes de Estado latinoamericanos sobre la fraternidad entre los países de la región, la fuerza multinacional autorizada por las Naciones Unidas a pedido del gobierno haitiano estará compuesta por países africanos y caribeños, pero ningún país latinoamericano?
Con la excepción de dos países que mencionaré en seguida, ningún país de América Latina ha aceptado acudir al pedido de ayuda de Haití. La Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad de Haití, compuesta por 2500 policías y soldados, incluirá 1000 tropas de Kenia, junto con otras de Bangladesh, Benín, Chad, Jamaica, Bahamas y Barbados. Estados Unidos financiará gran parte de la misión con unos 300 millones de dólares.
La mayoría de los haitianos quiere desesperadamente que las fuerzas de seguridad internacionales lleguen al país lo antes posible, a pesar de la complicada historia de intervenciones extranjeras en Haití, me dicen expertos que siguen muy de cerca la situación allí. Las pandillas armadas han tomado gran parte de Puerto Príncipe, la capital de Haití. Más de 2500 haitianos han sido asesinados o heridos por pandilleros en los primeros tres meses de este año, y más de 360.000 se han visto obligados a huir de sus hogares en los últimos tres años.
“Cuando hablas con los haitianos, te dicen que no pueden sazación lir de sus casas, no pueden ir a la escuela, no pueden ir al médico”, me dijo Mark L. Schneider, un experto del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington DC. “La mayoría de los haitianos estarían felices de recibir cualquier presencia extranjera para evitar que las pandillas sigan aterrorizando sus vecindarios”. Funcionarios de EE.UU. y de la ONU han estado intentando durante meses convencer a Brasil, Chile y otros países latinoamericanos que han encabezado misiones de paz en Haití en el pasado de que se unan a la actual fuerza multinacional. Sin embargo, aunque siguen las conversaciones con varios de ellos, ninguno ha dado un paso adelante, me dijeron fuentes estadounidenses y de la ONU.
Brasil tiene más experiencia que ningún otro país en liderar misiones de mantenimiento de paz en Haití porque encabezó el componente militar de la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilide Haití (Minustah) entre 2004 y 2017. La reticencia de Brasil y otros países latinoamericanos a enviar tropas a Haití se debe en parte a que sus gobiernos temen una reacción negativa en sus países si envían fuerzas policiales al exterior mientras sus propias naciones tienen tasas récord de criminalidad.
Además, varios países latinoamericanos sienten que no recibieron suficiente reconocimiento internacional por sus misiones en Haití. Y en el caso de Brasil, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva es reacio a enviar tropas a Haití, en parte porque quienes más apoyan esta idea en su país son militares que consideran cercanos al expresidente derechista Jair Bolsonaro.
“Además, existe un elemento de ‘fatiga con Haití’”, me dijo Keith Mines, vicepresidente para América Latina del Instituto de Paz de EE.UU. “En Brasil y Chile existe la sensación de que lo han hecho antes, y no resultó en una solución duradera”. Para ser justos, al menos dos gobiernos latinoamericanos –la Argentina y El Salvador– han tomado medidas para ayudar a Haití. El gobierno de la Argentina ha presentado un proyecto de ley para enviar hasta 200 policías y militares a Haití, pero aún no ha sido aprobado por el Congreso. El Salvador ha dicho que enviará helicópteros de evacuación médica a Haití.
Pero no hay excusa para que la mayoría de los demás países latinoamericanos siga haciendo la vista gorda. Si las pandillas terminan controlando Haití, el país se convertirá, más de lo que ya lo es, en un refugio para los grupos criminales transnacionales. Ayudar a Haití a defenderse de las pandillas no debería ser solo una cuestión de buena vecindad, sino de conveniencia y autoprotección para los países latinoamericanos
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Una indómita costumbre argentina
Diego M. Jiménez
Piedras arrojadas sobre las opiniones divergentes. Insultos a la libre interpretación de los hechos. Desprecio al periodismo plural. Ironías malintencionadas a la oposición. Censura a los matices internos. Autoritarismo explícito en el lenguaje. Agresiones al Parlamento. Verborragia agresiva. Dogmatismo. Extrapolaciones interesadas. Vulgaridad expresiva. Ego, ira y exabruptos. Estigmas y apodos ofensivos. Infamias, mentiras y medias verdades. Excesos, desbordes y sonrisas despreciativas. Demagogia. Policía de las ideas. Asedio al pensamiento libre. Cobardía de red social. Desdén por las instituciones. Insensibilidad e ignorancia hacia la cultura y la educación. Imperio de la economía. Sobreactuación y megalomanía. Soberbia intelectual. Confrontación. División. Burla. Calumnias e injurias. Autocensura. Silenciar y desoír. Personas de bien y gente que no.
“Es como si el país y su gente no fueran la misma cosa, sino un permanente encono que empuja a la separación, al exilio o al desprecio”, escribió Osvaldo Soriano, y la cita también vale hoy, en un homenaje a Borges, refiriéndose a esa indómita costumbre argentina de dividir, desprestigiar o ideologizar absolutamente todo.
El país, como nunca en su historia reciente, es atacado en dos baluartes de su vida republicana: la prensa libre y la división de poderes. La paradoja y novedad es que se lo hace desde un poder al que se accedió por mecanismos basados en la competencia libre, plural y democrática. Desde ese lugar institucional, de privilegio y poder, también se denuesta el ejercicio de la política como herramienta de transformación, participación y compromiso ciudadano.
No podemos negar el deterioro de la dirigencia en sentido amplio, no solo la política, pero invalidarla in totum es apostar al mesianismo de quienes se consideran exentos de error, bañados de alguna especie de pureza y, por si fuese poco, poseedores de las ideas definitivas. Abandonarse a eso, perdiendo sentido crítico, es tanto o más peligroso que continuar en el mar de mediocridad en que nadamos, intentando llegar un puerto calmo, casi siempre esquivo.
Frente a este estado de cosas la receta no es el silencio o la resignación, argumentando que una mayoría apoya a la actual administración. Las mayorías en las democracias son transitorias, y al amparo de ellas no se puede tolerar ninguna arbitrariedad o abuso de poder.
Ya lo advertía Alexis de Tocqueville cuando afirmaba que en democracia puede surgir un despotismo basado en la presión ejercida por una mayoría sobre la minoría y, como consecuencia de eso, sobre el pensar y sentir de los individuos, por medio del dogmatismo y el miedo a la diferencia que los (nos) puede llevar a la autocensura. Decía, en La democracia en América (1835-1840), que por esas razones la tiranía de la mayoría debe ser temida tanto como el absolutismo o el autoritarismo, ya que no es otra cosa que la evolución (por vía democrática) del autoritarismo.
El filósofo francés escribía luego de observar la democracia norteamericana, sin dejar de señalar sus aciertos y virtudes, pero también sus amenazas, especialmente las que podrían surgir desde las mismas entrañas del sistema. Vale la pena traerlas a colación al ser testigos del espectáculo de encono permanente que protagoniza el Presidente, imitando y perfeccionando aún más un estilo usado por quienes lo precedieron en el cargo. Degradante de la investidura que ejerce por mandato popular. Tan probadamente ineficaz para sacar al país de la ciénaga que habita desde hace décadas.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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