viernes, 31 de mayo de 2024

TRANSICIÓN Y EDITORIALES


El gobierno de Milei, una antítesis por la que hay que pasar
La sociedad volverá a valorar el ideal liberal institucionalista, pero además irá en busca de una síntesis de estos últimos cinco lustros: liberalismo más progresismo
Marcelo Gioffré
El presidente Javier Milei en la Hoover Institution, en los Estados Unidos
John Stuart Mill, que vivió la mayor parte de su vida en Inglaterra durante la era victoriana, en una casa que era propiedad del filósofo utilitarista Jeremy Bentham, de quien su padre, James Mill, fue una suerte de socio intelectual, lentamente se apartó del liberalismo conservador que reinaba en el seno familiar y fue acercándose a un modelo más democrático y progresista. Fue incluso feminista antes de tiempo. Le preocupaba, más que la coerción del Estado, la tiranía social de la opinión pública, que tiende a aplanar y obtura toda originalidad en el mundo de las ideas. Es probable que de haber conocido las redes sociales, con su coro de bullying arrabalero y su autocomplacencia alimentada por cámaras de eco, habría reforzado su alarma.
Para Mill toda opinión goza de una presunción de validez, porque la idea imperante puede ser falsa, porque puede ser verdadera pero requerir de un contraste con el error para consolidar su veracidad, o bien –el caso más común– porque ambas doctrinas, la instituida y la excéntrica, contienen partes de verdad y es necesario un mestizaje. En el siglo XVIII reinaba un optimismo cientificista casi absoluto, pero fue necesario que solitariamente Rousseau produjera un cimbronazo, como si fuera un gran plumero de la historia, para obligar a la humanidad a matizarlo con la sencillez de la vida y la autenticidad del placer.
Los antagonismos binarios propiciados por Ernesto Laclau y usados por todos los populistas (patria/antipatria o gente de bien/zurdaje) cavan trincheras irreconciliables y obturan el diálogo. Las disidencias, por minoritarias e incluso molestas que sean, enriquecen: en la síntesis se cifra el progreso de la humanidad, les guste o no a los fundamentalistas que abundan en la red social X. Claro que no estamos hablando de acordar con las corporaciones mafiosas, cuyas opiniones dependen de su bolsillo, ni con los delincuentes que buscan zafar de sus causas, sino de la capacidad de escucha hacia los argumentos del otro que interpelan nuestras convicciones. El error se disipa en la combustión de opuestos, nunca en la apacible unanimidad.
Los últimos veinticinco años de la Argentina enuncian pulsiones sucesivas hacia dos vértices aparentemente contenciosos y secretamente complementarios. Del mismo modo que a una época de sensualidad pagana suele suceder otra de ascetismo y religiosidad, la década conservadora del menemismo auspició una necesidad compensatoria de progresismo, que primero se manifestó desprolija y frustradamente en el gobierno de la Alianza y, más tarde, de modo pendenciero y brutal en el kirchnerismo. Esa propensión no murió con el fracaso de la Alianza, siguió ahí latente y se reconfiguró en una versión más áspera. Muchos argumentan que el kirchnerismo lejos estuvo de ser progresista; esa aseveración podrá ser cierta pero deja en pie, sin embargo, una evidencia irrefutable: parte de la sociedad veía en los Kirchner ese rasgo.
Luego de doce años en los cuales ese matiz progresista –originalmente valioso– se convirtió en una grotesca caricatura, que iba del lenguaje inclusivo en los documentos oficiales al cupo laboral trans, y de los baños no heteronormativos en las universidades al abolicionismo penal, y que se entretejió con una corrupción generalizada y malos resultados sociales, fue creciendo en la sociedad una nueva energía compensatoria: ahora a favor del liberalismo y el orden.
Esta novedad decantó en 2015 en el triunfo del macrismo, que operó bajo la premisa de que si actuaba a gran velocidad podría estrellarse. Pero el gradualismo funcionó como un ciempiés, naturalmente sin sincronización, que avanzaba unos pasos de un lado y quedaba desfasado del otro, luego movía los pies rezagados pero ya era demasiado tarde, porque el primer flanco había quedado nuevamente retrasado, y así sucesivamente. Los magros resultados se confundieron –no sin cierta razón– con tibieza, sobre todo porque no hubo una política cultural potente que apuntalara esas peripecias. Sucedía lo contrario: culturalmente el modelo macrista era vergonzante y medroso.
La derrota de Macri en 2019 no sepultó, sin embargo, aquella pulsión de liberalismo nacida al abrigo del desencanto producido por el kirchnerismo. Al contrario, la dotó de una nueva piel, le confirió un rasgo hirsuto y violento cuya cara visible, cuyo emergente fue Javier Milei. Del mismo modo que ante el fracaso de la Alianza el progresismo buscó encauzarse a través de un modelo salvaje, ese liberalismo que permanecía irredento, debajo de la superficie, ejecutó una operación simétrica. Como si estuviera probada la imposibilidad de hacerlo con amabilidad y apego a las instituciones, la estética de los gritos, el enojo y la motosierra encarnaba ese ideal negativo y desaforado.
Resignadas, muchas personas de cuya honestidad podría dar fe sienten que esta es la última oportunidad de desmantelar la maraña populista e implantar un modelo de desarrollo en la Argentina. Subrayo una palabra: última. Lo viven dramáticamente. Creen que si Milei fracasara volvería el kirchnerismo. Así como en los 70 muchos creían que la vía al liberalismo eran los gobiernos militares, ahora muchos piensan que el único camino es cerrar los ojos y acelerar. Más aún, piensan que cualquier concesión, que cualquier moderación institucional es una traición y una cobardía. Por eso Milei estampa un vocablo sintomático para el ajuar de sus mejores dirigentes: talibanes.
Pero del mismo modo que el kirchnerismo no fue esa socialdemocracia con la que habían soñado progresistas como José “Pepe” Nun y Beatriz Sarlo, y derivó en un populismo lleno de corrupción y oscurantismo, Milei parece enfrascado en un proyecto inversamente proporcional. Basta ver sus amistades. En el nivel mundial: Viktor Orban, Santiago Abascal, Donald Trump, Jair Bolsonario, Marine Le Pen. En el invierno de 2020, en el salón de baile de un opulento hotel italiano se reunió toda esta ultraderecha y, en medio de cierta atmósfera viscontiana, Orban fue ovacionado cuando contó lo que había logrado hacer en Hungría con sus opositores de izquierda: cerrar una universidad entera, poner a la Academia de Ciencias bajo el control del gobierno, retirar el financiamiento a los departamentos universitarios que lo disgustaban y disciplinar a la mayoría de los medios de comunicación. En el nivel local, hay que mencionar al secretario de Culto, que rechaza el divorcio y la diversidad sexual, o a ensayistas cercanos al poder que llaman “invertidos” a los homosexuales. Es un buen resumen de lo que estos movimientos persiguen: una sociedad sin disentimientos, aplanada, sin matices. El respeto del “plan de vida” individual es aplicable solo cuando se amolda al plan general del líder.
Por eso, la angustiosa ilusión que muchos demócratas genuinos depositan en Milei podría ser un espejismo. Se aferran como náufragos a un Trump barrial sin advertir que es una antítesis por la que hay que pasar, una transición, un mero purgatorio, y que una eventual frustración en modo alguno agotaría la pulsión liberal que anida en la sociedad. Veinte años de kirchnerismo, 80 de peronismo, garantizan el hartazgo; por ende, el optimismo. Ese impulso seguirá ahí por bastante tiempo, presionando desde los subsuelos. Si hoy da vértigo el panorama de la oposición, cuyo vacío desalienta, no deberíamos olvidar que toda crisis engendra su emergente. Por contraposición, la sociedad volverá a valorar el ideal de un liberalismo estilizado e institucionalista. Pero además irá en busca de una síntesis de estos últimos cinco lustros: liberalismo más progresismo. Es el ensamble sinfónico que tan bien representaba John Stuart Mill cuando, con la misma enjundia, defendía la libertad de comercio y el feminismo.


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Silicon Valley y la Argentina: un viaje al futuro
La intención del presidente Milei de convertir al país en un polo de inteligencia artificial representa una desafiante oportunidad que debe ser apoyada
En un mundo donde la tecnología avanza a pasos agigantados, la inteligencia artificial (IA) se ha convertido en un pilar esencial para el desarrollo económico y social. La iniciativa de promover a la Argentina como un polo de desarrollo de IA es una visión audaz que puede transformar a nuestra nación en un líder global en innovación. Que el presidente Javier Milei se haya puesto al frente de esta iniciativa subraya la seriedad y el compromiso de esta apuesta estratégica. Su disposición a reunirse con los principales referentes del mundo en esta materia, especialmente con los emprendedores tecnológicos de Silicon Valley, es una señal clara de que la Argentina está abierta al diálogo y la colaboración internacional, además de un hecho histórico.
En los últimos días, además de mantener reuniones con el líder de Tesla, Elon Musk, Milei se reunió con Sam Altman, CEO de OpenAI, la empresa que desarrolló ChatGPT, y con representantes de otros gigantes tecnológicos. Hoy tiene previsto reunirse con empresarios de startups de inteligencia artificial; brindar una conferencia en la Pacific Summit, un encuentro del que participan los más destacados emprendedores de Silicon Valley, y entrevistarse con el fundador de Facebook y CEO de Meta, Mark Zuckerberg.
No obstante, esta iniciativa trae consigo desafíos significativos que debemos considerar. Por un lado, está el más evidente y el que más temores genera sobre el futuro: el empleo. La automatización y los sistemas de IA pueden transformar sectores enteros, desplazando trabajos tradicionales y generando incertidumbre en la fuerza laboral. Aunque surgen nuevas oportunidades que requieren habilidades especializadas, no todos los trabajadores podrán adaptarse fácilmente a estas demandas. Esta transición puede aumentar la desigualdad y la precariedad laboral si no se gestiona adecuadamente. Por eso es crucial que los países inviertan en educación y capacitación continua para mitigar estos efectos negativos y preparar a sus ciudadanos para un mercado laboral en constante evolución.
Por otro lado, al empleo se agrega un desafío más, o casi un dilema por la orientación libertaria de nuestro presidente: la regulación. El debate global sobre la necesidad de regular la inteligencia artificial (IA) es intenso y multifacético. Algunos expertos y defensores de la privacidad argumentan que la regulación es esencial para garantizar el uso ético de la IA, proteger los derechos de los individuos y prevenir abusos, como la discriminación algorítmica y la vigilancia masiva. Al mismo tiempo, muchos defensores de la innovación en la industria tecnológica advierten que una regulación excesiva podría sofocar la creatividad, ralentizar el progreso y poner a ciertos países en desventaja competitiva.
Este debate refleja la búsqueda de un equilibrio entre fomentar el avance tecnológico y proteger a la sociedad de sus posibles riesgos, un equilibrio que es crucial para el futuro de la IA en el mundo.
Para un presidente libertario, esta iniciativa presenta un dilema inherente. Los ideales del liberalismo sostienen que el progreso debe ser impulsado por el sector privado, con mínima intervención estatal. En este contexto, el rol del Gobierno en la promoción de un hub de IA podría parecer una contradicción. Sin embargo, una solución viable podría ser que el Estado se enfoque en establecer un entorno regulatorio mínimo y proinnovación. En lugar de dirigir el desarrollo, el Gobierno puede eliminar barreras burocráticas, proporcionar incentivos y fomentar un ambiente competitivo que permita a los emprendedores e inversores encontrar y aprovechar las oportunidades.
De este modo, el jefe del Estado puede reconciliar sus principios libertarios con la necesidad de liderazgo en este ámbito. Al centrarse en la desregulación estratégica y el apoyo al sector privado, se puede asegurar que la Argentina no solo participe en la revolución tecnológica, sino que la lidere. Esta estrategia no solo impulsa el crecimiento económico; también posiciona al país como un modelo de cómo los principios libertarios pueden coexistir con la innovación tecnológica en beneficio de todos.
El camino para convertirse en un hub de inteligencia artificial –centro neurálgico de la actividad tecnológica– está lleno de desafíos, pero con un liderazgo decidido y una visión clara, la Argentina puede alcanzar un futuro de prosperidad y progreso. Es una oportunidad histórica que debemos aprovechar, y el Presidente tiene un papel crucial en asegurar que avancemos de manera equilibrada y eficaz.
El camino para convertirse en un polo de inteligencia artificial está lleno de desafíos, pero con un liderazgo decidido y una visión clara, la Argentina puede alcanzar un futuro de prosperidad y progreso


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Más donantes para salvar vidas
Hoy es el Día Nacional de la Donación de Órganos.
También podríamos llamarlo el Día de las Segundas Oportunidades. Hay muchas personas que dependen de recibir un órgano para sobrevivir. Por eso, una vez más, nos referimos a la donación de órganos. No creamos, ni por un segundo, que podemos distraernos de un tema tan vital en el sentido más estricto de la palabra. Los órganos de un donante pueden salvar a siete personas y, de tejidos, hasta a 75; una amorosa matemática que promueve milagrosos resultados.
Cada minuto cuenta y son más de 7000 las personas que esperan con desesperación, valga el juego de palabras, acceder a un órgano.
Si conseguir donantes adultos es difícil, mucho más lo es cuando quienes esperan un trasplante son pequeños.
En lo que va del año, 93 pacientes menores de 18 años recibieron un trasplante. Hoy hay 175 en lista de espera del Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante (Incucai). ¿Quién puede resistirse al clamor de un niño de dos años como Tomi, que lleva meses de pedir un riñón nuevo para poder jugar?. ¿O de Vicente con cinco años aguardando un hígado? Una beba pequeña partió en estos días porque su corazón no resistió más esperas.
En 2000 se realizaba el primer trasplante cardíaco pediátrico en el Hospital Garrahan, orgullo del sistema público de salud. El 2 de mayo pasado, un niño de 8 años se convirtió en el trasplantado número 100. En este centro de alta complejidad con abordaje multidisciplinario, el primero en alcanzar esta cifra en pediatría, se realizan el 52% de los trasplantes cardíacos a niños y adolescentes de la Argentina. Siempre hay cosas buenas para celebrar. Claro que se necesitan corazones, en sentido figurado, pero sobre todo literal. Que nuestros seres queridos sepan que si algo nos pasa queremos ser donantes de órganos; liberémoslos de esa decisión. Y rindamos homenaje a las familias donantes que permiten salvar vidas y a quienes donaron en vida.
Si cada uno de nosotros pudiera destinar un ratito de tiempo a la donación de sangre y de médula ósea, si le pusiéramos más voluntad y disposición a la donación de órganos generando socialmente un mayor grado de conciencia, podríamos salvar muchas más vidas. ¿Hay algo más valioso?


http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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