viernes, 8 de noviembre de 2024

Andrés Percivale: éxitos, duelos y decepciones personales de un caballero que conoció los sinsabores de la fama






Andrés Percivale: éxitos, duelos y decepciones personales de un caballero que conoció los sinsabores de la fama
Andrés Percivale murió a los 77 años
El periodista forjó una personalidad pública desde un noticiero diferente, pero vivió gran parte de su vida con el deseo intermitente de volver a ser un desconocido
Guillermo Courau
La luz roja de la cámara se apagaba, el estudio se oscurecía, el programa terminaba. Sería injusto decir que con él se iba también la sonrisa franca, la amabilidad y la simpatía del conductor, pero durante la caminata hacia el camarín aparecía otro hombre, más serio y reconcentrado. Uno que tenía ganas de tomar distancia de todo aquello, que necesitaba volver a su refugio, a esos placeres privados donde no entraban las cámaras. Uno que ansiaba poder disfrutar de sí mismo, de sus amigos, de un buen libro; lejos de esa exposición, tan ardua como generosa, que un día llegó para no irse nunca más.
En cuarenta años de carrera, Andrés Percivale convivió con la fama, con el éxito y con el reconocimiento de haber sido el mejor entre los mejores. Pero también con el dolor, con la depresión y con el deseo intermitente de volver a ser un desconocido, que no tuviera que rendirle cuentas a nadie sobre sus elecciones, sobre sus miedos. Sobre su vida.
“Me gustaba mucho el cine, quería ser director -contaba en el programa Perfiles-. A través de un familiar conocí a un crítico de cine, Jaime Potenze, y él me presentó a Román Viñoly Barreto. Muy generosamente empezó a enseñarme a hacer guiones, yo todavía estaba en el secundario, en el Mariano Acosta. Fui conectándome y llegué a asistente de dirección. Luego, en la universidad, se hizo un programa que se llamaba Universidad del Aire, yo tendría unos 22 años, y me ofrecieron producirlo. Así lo hice, con mucho entusiasmo, hasta que un día tuve que aparecer en cámaras porque no sé quién había faltado. Y ahí me vieron”.
El que lo había visto era Carlos Montero, que entonces armaba el equipo para un nuevo noticiero nocturno que se iba a llamar Telenoche. Estaba Tomás Eloy Martínez, estaba Mónica Mihanovich (luego reconvertida en Mónica Cahen D’Anvers), pero faltaba alguien más, una “rueda de auxilio” como le explicaron en aquella primera reunión.
En enero de 1966, (y con la advertencia del canal de que era un proyecto de solo tres meses), Telenoche debutó pisando la medianoche de Canal 13. Pasado el tiempo de prueba, el canal no solo no lo levantó, sino que lo ubicó a las 20, horario que sesenta años después todavía conserva.
A poco de comenzar, Tomás Eloy Martínez dio un paso al costado, y el terceto se transformó en binomio: desde ese momento fueron Mónica y Andrés. Telenoche buscó intencionalmente perder el acartonamiento de los noticieros de la época, ofrecer un estilo serio pero menos formal, virar de “noticiero” a “programa de noticias” (lo que luego se llamaría “Magazine”), a tal punto que Mónica y Andrés fueron los primeros conductores en tutearse al aire: “Antes de nosotros, los locutores se trataban de tú o de usted. Y nosotros dijimos: ‘¿Qué hacemos? Tratémonos como detrás de cámaras’, y marcamos la diferencia”.
El primer Telenoche, un informativo que hizo historia en la TV con Mónica Cahen D'Anvers (por entonces Mihanovich) y Andrés Percivale
Lo demás es conocido. El profesionalismo, dedicación y amor por el trabajo llevó a Andrés a dejar la comodidad del aire y “jugarse el pellejo”. Así fue como el destino lo colocó como testigo presencial de acontecimientos como el Cordobazo o el Mayo Francés; de este último Andrés se lamentaba que no haya quedado casi registro: “No había tape, trabajamos con celuloide. Los chasis con el material grabado se envolvían en papel negro para que no se velaran, y teníamos unas bolsas de lona con la dirección del canal, entonces estábamos siempre buscando alguna azafata, comisario de a bordo, o algún turista, que los trajeran. El mejor material que hice en París del 68 me lo decomisaron los mismos jóvenes, porque tenían sus dudas de que yo fuera un periodista independiente. Quedaron solamente mis opiniones, y el paisaje en general, que era muy atractivo”. También de momentos terribles, como la guerra de Vietnam: “Me pidieron que fuera para recuperar el cadáver de mi amigo Ignacio Ezcurra, periodista Fue una de las experiencias más traumáticas de mi vida. Hay algo curioso y es que cualquiera que es testigo de una guerra piensa que es la última. No puede haber otra, esto es tan horrible, tan espantoso, tan inhumano, tan cruel”.
Testimoniar el horror no fue gratis para Andrés. A su vuelta cayó en una profunda depresión, potenciada por la muerte de su padre, y por los coletazos de su amor por una estrella de entonces, que tuvo más de mediático que de genuino. Y que además, terminó de la peor manera.
Un vestido y un amor
“Estoy pasando por un estado depresivo muy grande, de desvalorización de mí mismo”, confesaba Andrés Percivale en junio de 1972. Hacía dos años que había dejado Telenoche, cansado de la rutina de un noticiero diario, y había aceptado la mano amiga de Eduardo Bergara Leumann, que lo había sumado a su elenco de Botica; también algo de cine y teatro por consejo de su amiga Alejandra Boero. Y mientras buscaba su camino, comenzó su relación con la actriz Perla Carón, una de las mujeres más bellas de entonces. La caja de resonancia los llevó a un sinfín de notas en revistas “del corazón”, justo a él que le huía a ese tipo de terrenos.
Su matrimonio con la joven estrella terminó en escándalo y pase de facturas, él se recluyó y decidió no hablar del tema. Fue peor. Tanto que, quizás por única vez en su vida, el 8 de junio de 1972, en el número 359 de la revista Gente, Andrés Percivale abrió las puertas de su intimidad y publicó una carta donde contó su verdad acerca de la separación: “He vivido un romance muy publicitado, y no por mí, ciertamente. Rodeé ese romance de las mayores protecciones. Quise que hubiera una barrera entre el chisme mediocre y la vida privada. Quise que la convivencia fuera plena y que, en el contacto con la gente, no hubiera el menor retaceo por el hecho de no habernos casado en Argentina. Todo ese cuidado con el que yo rodeé la relación se utilizó (y se utiliza) para convertir el romance en un negocio en el que, como supuesto esposo legítimo, soy acosado. Las actitudes posteriores ratifican plenamente mi convencimiento de ello, ya que no solo se apeló a un supuesto hijo, sino que, además, ahora estoy soportando juicios, para no mencionar la agresión moral casi constante a través de las declaraciones públicas que yo nunca contesté hasta ahora, porque siempre traté de proteger lo privado. Creo que hay que tener respeto por uno mismo, y hasta ahora quise tenerlo incluso por los seres en los cuales alguna vez confié. Solo he hablado a favor de ella, y cuando tuve que hacerlo en su contra, preferí callarme y evité el asedio constante del periodismo. Ninguna de estas actitudes caballerescas dio resultado. Mi gran error fue intentar dar calidad a lo que no la tenía”. El descargo sigue, pero tanto morbo desluce.
Nunca más hizo pública una relación amorosa. Conocedor de los hilos que manejan a esas marionetas que aún hoy pululan en el mundo del espectáculo, Andrés Percivale fue un férreo custodio de su vida privada, en tiempos en los que cualquier desvío de la norma podía derivar primero en escándalo, luego en escarnio, y enseguida en la segura interrupción de una promisoria carrera.
El cáncer y el duelo por una madre que nunca lo quiso
Las décadas del 80 y del 90 encontraron a Andrés Percivale reconciliado con la televisión, y en pleno ascenso. Siempre en pleno ascenso. Mónica y Andrés (1980), Los retratos de Andrés (1982), Graciela y Andrés (1991), Teleobjetivo (1994), Yo amo a la TV (1998). También algún que otro traspié, como el regreso de El espejo en 1996, programa del que renunció luego de apenas cinco emisiones por diferencias creativas, y que le frustró la posibilidad de acceder a un contrato mucho más atractivo con la competencia.
Altibajos como tiene cualquiera, pero que hacían carne en su sensibilidad: “En mi vida he tenido muchísimas desgracias, pero nunca las viví como desgracias. Sino que las tomé como ‘es lo que hay’. Y en parte debe ser porque cuando yo era chico no había televisión. ¿Viste que la tele te informa de lo que tenés que sentir y cómo tenés que reaccionar y qué derechos tenés? Te informa demasiado. Cualquier cosa que sobreviene la tomo así, sin estrategia”.
Fumador desde muy joven, a Andrés le habían diagnosticado EPOC. Prolijo y puntilloso se controlaba periódicamente, y a dicho trastorno solía atribuir algún que otro problema respiratorio, resfríos continuados, tos persistente. Hasta que, por casualidad, en 2010 descubrió que tenía cáncer. Así se lo contaba  “Me iba a Italia de paseo con un grupo de amigos. Uno de ellos me llama y me dice que otro de estos amigos había tenido un ACV, entonces decidí quedarme. Dije: ‘Tengo quince días para organizar algo. ¿Adónde voy?’. Y me acordé de Puiggari, un lugar del cual me había hablado tanta gente. Cuando llego, de rutina, te hacen un análisis de sangre, uno de orina y una placa de tórax. Yo postergué esto último todo lo que pude, hasta que finalmente me la hice. Y el último día, el médico me dice: ‘Usted tiene un tumor en el pulmón derecho, aquí arriba’. Me quedé duro, sin palabras. Salgo de esa oficina y me encuentro con el pastor del Centro Adventista de Vida Sana, que me dice: “Mirá, Andrés, vos tenías que ir a Europa, se enfermó uno de tus amigos y suspendiste, pudiste venir acá y descubrimos esto. ¿No te parece que la Providencia está de tu lado?’. Me senté en el auto y me vine a Buenos Aires, fui al Hospital Italiano, pregunté qué tratamiento había que hacer y lo hice”. Y más tarde amplió: “Le puse el cuerpo y el alma, básicamente. Yo luché, bah, no se puede decir ‘luchar’, porque es una palabra que no va en este caso, y me exaspera cuando se usa sin necesidad. Tuve que hacer un tratamiento para el cáncer de pulmón que me tuvo un año encerrado en casa, no desde la depresión, ni mucho menos, sino desde el cansancio y la recuperación”.
"Tuve que hacer un tratamiento para el cáncer de pulmón que me tuvo un año encerrado en casa, no desde la depresión, ni mucho menos, sino desde el cansancio y la recuperación"
Hacía tiempo que el refugio de Andrés era el yoga, disciplina a la que llegó también por la televisión, cuando trabajando en Canal 11 conoció a Mataji Indra Devi. “Ella me decía ‘usted tiene que hacer yoga’, y lo que me quería decir era que estaba muy estresado. Yo ya me sentía mal del estómago, mal digestivamente, me dolía la cabeza, no dormía bien. Todos los síntomas que hoy le atribuimos al estrés. Un médico me dijo: ‘Todo lo que tenés es producto de una artrosis cervical incurable. Probé con Mataji Indra Devi y con un doctor peruano que hacía acupuntura, y en tres meses no tuve más nada. Fue tal mi sorpresa que empecé a investigar si era pura suerte, coincidencia o si había algo. Me fui a la India a estudiar, después seguí investigando aquí y allá”.
La curiosidad periodística lo llevó a enamorarse de una disciplina para él desconocida, en la que profundizó, se especializó y desarrolló a través de viajes a la India, Estados Unidos, Nepal y el Himalaya. Su sistema de “Yoga contemporáneo” lo llevó a escribir varios libros, a fundar varias escuelas y a convertirse en un referente de la especialidad. La fama continuó pero desde un lugar más afín a su personalidad, lejos del escándalo, del fragor del rating minuto a minuto, y de las preguntas incómodas y prejuiciosas.
Así estaba, feliz, activo, vital, hasta que aquel tumor enquistado en su pulmón derecho se despertó nuevamente, y mucho antes de lo esperado puso fin a su entusiasmo y a sus proyectos. “En cada órgano del cuerpo se aloja una emoción -había contado tiempo antes en una entrevista . Así como la ira se aloja en el hígado o la codicia se aloja en el intestino grueso, la pena y el duelo se alojan en el pulmón. Yo fui preguntando, porque no pierdo esa cosa periodística de hacer mis propias estadísticas. Y descubrí que siempre hay un duelo mal elaborado o la reiteración de un episodio muy doloroso. En mi caso fue el haber descubierto que mi madre nunca me quiso, e incluso el haberlo conversado con ella, algo que le tengo que agradecer muchísimo”.
Andrés Percivale murió en paz el 26 de mayo de 2017. Tenía 77 años, y la satisfacción de haber construido una vida para los medios y otra para sus allegados, trazando una barrera entre ellas casi infranqueable.
Su honestidad y entereza para sostener una línea de conducta, a todas luces intachable -incluso tal vez en contra de su propio deseo-, lo acompañó hasta el final, y todavía hoy apuntala su recuerdo: “Para mis amigos yo no tengo secretos, las puertas de mi casa están siempre abiertas. En cambio, tengo un poco de pudor a revelarme tal como soy ante un periodista. De todos modos, si yo tuviera que definirme diría: ‘Soy un tipo sencillo, no tengo gustos complicados y me gusta trabajar exclusivamente en lo que me gusta. Mi padre me dijo: ‘Nunca hagas nada que no puedas hacer con alegría, porque aunque estés manejando simplemente un coche, si no lo hacés con alegría, ese día vas a chocar’”.


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