Las novelas que se adaptaron a la pantalla grande y a la televisión
“Duna”, el universo creado por Frank Herbert, el que inmortalizó David Lynch, está más vivo que nunca; el éxito de los films de Villeneuve y el estreno de la serie precuela confirman su vigencia
Sebastián Tabany
La británica Emily Watson encabeza el elenco de la serie de seis capítulos que narra la “precuela” de la novela original
“Vi Duna, de David Lynch, un par de veces. No necesito volver a ver esa historia. No necesito ver gusanos y especias. No necesito ver una película que diga la palabra ‘especia’ de forma tan dramática”. El que se niega tan rotundamente a las dos nuevas adaptaciones de la novela Duna a la pantalla grande es nada más ni nada menos que Quentin Tarantino, quien en el podcast del escritor Bret Eston Ellis se quejaba de la falta de originalidad en Hollywood y la tradición de adaptar una y otra vez lo mismo. Desafortunadamente para Tarantino, la serie de novelas de la saga de Duna han sido adaptadas varias veces a la pantalla grande y también a la televisión.
Duna, la primera novela, fue escrita por el periodista Frank Herbert y publicada en formato libro en 1965. Nacido el 8 de octubre de 1920, Herbert fue siempre un lector voraz y un fotógrafo avezado, lo que lo llevó a trabajar en varios diarios a lo largo de su carrera como redactor, pero también como editor. Comenzó a escribir relatos de ciencia ficción en los años 50, en Startling Stories –un periódico mensual de antologías– donde publicó su primer cuento ‘Looking for Something’ (1952). Dos años más tarde dio a conocer tres cuentos más en las revistas Astounding Science Fiction y Amazing Stories.
Timothée Chalamet, el elegido del director Denis Villeneuve
En 1955, en Astounding... debutó como novelista por entregas con Under Pressure. Allí trató temas como el consumo de petróleo y el medio ambiente, preocupación que lo acompañaría toda su vida. Además de militante por la ecología, Herbert fue ghost writer [escritores fantasmas por encargo] de senadores republicanos y políticamente inclinados hacia la derecha, que criticaban el estadio de bienestar y elogiaban el individualismo capitalista norteamericano.
Herbert comenzó a escribir Duna en 1959 y, entre 1963 y 1965, la revista Analog Science Fiction (anteriormente llamada Astounding Science Fiction) la publicó en dos partes de ocho capítulos cada una: Dune World, en diciembre de 1963, y The Prophet of Dune, en 1965. El libro fue rechazado por veinte editoriales. Herbert recordó la carta de un editor que rezaba: “Seguramente estoy cometiendo el error de la década, pero…”. Quien sí aceptó publicar la novela fue la editorial Chilton Book Company, especializada en manuales de mecánica automotriz. Su editor, Sterling E. Lanier, fanático de la ciencia ficción, le ofreció 7500 dólares más royalties y le sugirió cambiarle el nombre simplemente a Dune (Duna).
Varias épocas de Duna, incluidas las precuelas y secuelas
Desde el momento de la publicación se convirtió en un éxito de ventas y críticas. Ganó varios premios –como el Hugo de ciencia ficción– y se consolidó, a lo largo de los años, en la novela de ese género más vendida de toda la historia con más de 12 millones de ejemplares. Herbert continuó la saga con El Mesías de Duna, de 1969, e Hijos de Duna, de 1976, cerrando la primera trilogía. El éxito de la primera saga lo llevó al escritor a abrir una nueva serie: Dios Emperador de Duna, de 1981, Herejes de Duna, de 1984, y un año después, Casa Capitular de Duna. Herbert falleció en 1986 con la intención de escribir un séptimo y último libro.
Hollywood intentó adaptar la novela al cine desde que se convirtió en un best seller. En 1971, el productor Arthur P. Jacobs compró los derechos del libro para filmarlo después de la secuela de El planeta de los simios. Jacobs convocó al director británico David Lean, de Lawrence de Arabia, algo lógico ya que había filmado en el desierto y su estilo épico era ideal para esta adaptación. La producción se fijó su comienzo para 1974, pero un año antes Jacobs falleció, por lo que el proyecto quedó en la nada.
El productor francés Jean-Paul Gibon, junto a unos financistas, adquirió en 1974 los derechos de Duna de Jacobs, y el director chileno y figura extravagante de la contra cultura, Alejandro Jodorowsky, iba a ser el encargado de llevar la historia a la pantalla grande. La intención del director, fotógrafo, mimo y psicoterapeuta era un largometraje de diez horas protagonizado por Brontis, su hijo en la piel de Paul Atreides. Para llevar adelante su visión, Jodorowsky convocó a Dan O’Bannon, especialista en efectos especiales, a Orson Welles, Salvador Dalí, Gloria Swanson y varios más como grupo creativo responsable del proyecto. La música de Pink Floyd y Magma, el grupo francés progresivo, se enfocaría en componer los temas de la Familia Harkonnen, los villanos de la saga.
El ilustrador y cofundador de la revista francesa Métal Hurlant, Jean Giraud, conocido como Moebius, era el encargado de diseñar los personajes y criaturas para la película. Chris Foss, ilustrador británico de portadas de libros de ciencia ficción – varios de Isaac Asimov– comenzó a elaborar las naves espaciales y utilería. Y el artista suizo H.R. Giger fue el encargado del arte conceptual del Castillo Harkonnen.
Dalí, con un salario de 100.000 dólares la hora, interpretaría al Emperador, lo que ocasionó que empezara una pelea monetaria con Jodorowsky. En 1976, dos años después de la adquisición de los derechos, Herbert viajó a Europa para seguir el desarrollo del film. Se encontró con que sin filmar un solo fotograma la producción ya había gastado dos millones de dólares y que el guion de Jodorowsky llevaría 14 horas la duración del filme, además de contar con vastas libertades creativas.
En Jodorowsky’s Dune, el documental de 2013 que cuenta la historia de la malograda producción, el director afirma que “no quería respetar la novela, quería recrearla”. Finalmente, el dinero se agotó y el proyecto volvió a estar en cero.
Sin embargo, Duna de Jodorowsky tuvo un final feliz para varios de sus miembros. El director colaboró con Moebius para El Incal, la novela gráfica que utiliza varias ideas de la película. Dan O’Bannon se dedicó a escribir guiones y uno de ellos, Alien, se convirtió en uno de los clásicos de ciencia ficción de la historia.
Sting fue uno de los protagonistas de la versión que llevó adelante David Lynch
A finales de 1978, los derechos de Duna fueron comprados por el productor italiano Dino De Laurentiis, también responsable de Flash Gordon y Conan unos años después. Debido al éxito de Alien (1979), el productor convocó a su director Ridley Scott, quien propuso dos películas para poder cubrir todo el primer tomo. Después de siete meses de preproducción, Scott abandonó el proyecto debido a la muerte de Frank, su hermano mayor, y la tarea titánica que hubiera requerido la película.
En 1981, De Laurentiis llamó a David Lynch, quien venía del éxito de El hombre elefante, con John Hurt y Anthony Hopkins. Por ese tiempo, George Lucas también convocó a Lynch para dirigir la tercera parte de Star Wars, la que se llamaría primero Revenge of the Jedi y después, Return of the Jedi. Lynch se inclinó por Duna porque no veía con buenos ojos la constante supervisión de Lucas.
Finalmente, esta adaptación de Duna sí se hizo. La película de Lynch se estrenó en 1984, con un elenco internacional que incluía a Kyle MacLachlan, Jürgen Prochnow, Francesca Annis, Patrick Stewart, Dean Stockwell, Brad Dourif, Sting –cantante de The Police en aquella época–, Kenneth McMillan, Virginia Madsen y Max Von Sydow. Toto compuso la banda de sonido y Brian Eno se encargó de la música para solamente una escena: la de la profecía. Carlo Rambaldi, el diseñador italiano de E.T y de King Kong de 1976, creó las criaturas.
Duna no fue un éxito comercial y fue duramente criticada. Los puristas de la novela resaltaron las diferencias, especialmente la ausencia de varias subtramas, algo lógico y necesario para la duración de un largometraje. A medida que fueron pasando los años, la película fue revindicada poco a poco.
En 1989 se transmitió para televisión una versión de tres horas editada sin la aprobación de David Lynch que se distanció del proyecto y se negó a que apareciera su nombre como director, por lo que se utilizó el pseudónimo: Alan Smithee, clásico nombre cuando un realizador no quiere estar en los créditos. Esta versión incluía un prólogo animado, una narración extensa y numerosas escenas eliminadas.
Heredera del éxito de las miniseries de los noventa, Frank Herbert’s Duna fue producida por Arthur P. Rubinstein, quien adquirió los derechos para la pantalla chica de las seis novelas y comenzó con la primera adaptación filmada en Praga y estrenada en el canal Sci-Fi (ahora SyFy) en diciembre de 2000. Dirigida por John Harrison, la miniserie de tres partes es considerada una de las adaptaciones más fieles y fue uno de las series más vistas del canal en toda su historia. En 2003, Rubinstein produjo Frank Herbert’s Children of Dune, que adapta la segunda y tercera novela de la primeria trilogía.
Chalamet y Zendaya convocan a nuevos espectadores a sumergirse en la historia creada por Herbert
En 2016, la productora Legendary Entertainment consiguió los derechos para adaptar nuevamente Duna a la pantalla grande. Desde entonces Duna ha influido a una gran cantidad de películas: de Star Wars a El señor de los anillos. La guerra por la dominación del imperio y la revolución que comienza en el planeta Arrakis por parte de Paul Atreides –quien a lo largo de la saga se convierte de un adolescente rebelde de una familia tradicional a un líder mesiánico y peligroso–, fue seminal en varios de los conceptos de la ciencia ficción de hoy en día. Dirigida por el franco canadiense Denis Villeneuve con Timothée Chalamet como Paul Atreides, Rebecca Fergunson, Zendaya, Javier Bardem, Josh Brolin y mil nombres conocidos más, Duna de 2021 y Duna: Parte 2, de 2024, revitalizaron el género épico cinematográfico y adulto.
Con sus planos de paisajes infinitos filmados en Jordania y la batería de efectos visuales, las dos películas adaptan el primer libro con mayor fidelidad que las versiones anteriores. Una tercera película basada en El mesías de Duna fue confirmada por Villeneuve –sin fecha de rodaje.
Esta noche Max estrenará Duna: La profecía, basada en Sisterhood of Dune (2012), escrita por Brian Herbert (el hijo de Frank) y Brian J. Anderson. La serie de seis capítulos está situada 10.000 años antes que los hechos de Duna y cuenta la historia de dos hermanas Harkonnen (las británicas Emily Watson y Olivia Williams) y la fundación de la secta matriarcal Ben Gesserit, una fuerza política crucial en el mundo de Duna que llega hasta la época de Paul Atreides, su madre es una miembro del grupo.
La profecía fue anunciada en junio de 2019 y forma parte del acuerdo de Legendary para adaptar todo el universo Duna a la pantalla grande y chica. La novela que inspira la serie es la primera de la trilogía Schools of Dune, que a su vez es la secuela de otra trilogía, Legends of Dune. Brian Herbert se dedicó a mantener actualizado el legado de su padre y con Anderson escribieron la friolera de 17 novelas más que comprenden un período de 15.000 años. Con el anuncio de la tercera película de Villeneuve, más la nueva serie Duna: La profecía, y a un año de cumplir 60 años, la saga Duna está más viva ahora que nunca.
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CONVERSACIONES
Chernobyl:“Si no se morían por la radiación, se morían por la angustia”
Texto de Diana Fernández Irusta
En octubre de 1986, más de un adolescente argentino se habrá encerrado en su habitación con el flamante disco –o casete- Oktubre, de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, y minutos después, mientras sonaba JiJiJi, habrá saltado –indicios de una canción que se convertiría en sinónimo de pogo–, habrá bailado y cantado junto al Indio Solari aquello de “No mires por favor/Y no prendas la luz/ La imagen te desfiguró”. Al cierre del tema se repetía, como en una rara letanía: “Chernobyl, Chernobyl”… ¿Alguien le prestaba real atención a ese final? Años después, cuando el nombre de Svetlana Aleksiévich no le decía nada a prácticamente nadie en nuestro país –sus libros todavía no circulaban en la región y la serie de HBO ni siquiera era un proyecto– una chica llamada Natalia Litvinova, instalada en la Argentina desde mediados de los noventa, había logrado comprar una edición usada de Voces de Chernobyl. No pudo esperar; inmune al traqueteo del colectivo que la llevaba a casa, se puso a leer. Escalofríos. En cierto modo, ese libro le hablaba: Natalia había nacido en septiembre de 1986 en Gómel, localidad bielorrusa próxima a Prípiat, la ciudad donde vivía su familia, el lugar donde su madre quizás se haya tocado instintivamente el vientre meses antes, el 26 de abril, cuando todos vieron salir humo de la central nuclear averiada. Nunca imaginaron lo que ocurriría después: evacuaciones, matanza de animales, desinformación, imposibilidad de regresar al hogar y una maldición de nuevo cuño: la radiación y sus impredecibles efectos. “No quería nacer en otoño en un país radiactivo –escribe Litvinova en su novela Luciérnaga, Premio Lumen 2024–. Pero el médico me sacó a través de un corte realizado con bisturí, y con los pies toqué la tragedia, mientras que con las manos intentaba aferrarme a las entrañas de mi madre”. Autora de delicados poemarios publicados en Alemania, Francia y España entre otros países, Litvinova dicta talleres de poesía y, junto a Tom Maver, creó la Editorial Llantén, especializada en la traducción de poesía rusa clásica y contemporánea. Luciérnaga es su primera incursión en la narrativa y, aunque no lo parezca, porta desde el mismo título la herida de Chernobyl. Porque –cuenta la autora– los niños crecidos en territorios contaminados se llamaban entre sí “luciérnagas”, convencidos –entre el pánico y las delicias del cuento de hadas– de que por la noche, mientras dormían, la radiación los hacía brillar. –Es increíble, en la primera parte del libro, cómo el tema de la radiación aparece desde el punto de vista infantil. –Es un tema que me obsesionaba desde chica, pero desde un lugar lúdico. De grande me empezó a obsesionar por los miedos, me empecé a preguntar si la radiación iba a tener algún efecto en mi cuerpo, sobre todo en una posible maternidad. Como cuento en el libro, mi madre estaba en la zona cuando ocurrió y se alejó muy rápidamente, tuvo esa corazonada. Es muy intuitiva. Yo quería mostrar también la soledad de una niña con esos temas; yo espiaba, escuchaba lo que hablaban mis padres. Crecí en un país muy peculiar, la Unión Soviética, que en ese momento se estaba cayendo, pero también estaba la belleza de vivir cerca de la naturaleza, cerca del bosque. –Gómel está a escasa distancia de la zona de exclusión; de hecho, había sectores de bosque que ustedes tenían vedados. El bosque, la prohibición, el niño que transgrede: ¿la típica materia de los cuentos infantiles? –Yo no tenía miedo, para mí radiación era como si dijeras “tormenta”. Como un recordatorio de la guerra. Convivíamos con muchas leyendas. Estoy hablando de mis seis o siete años. Cuando empiezo a ir a la escuela, arranca otra cosa. Espero que el libro logre transmitir ese pasaje, donde la niña ya no solo escucha a los padres hablando en la cocina, sino que empieza a darse cuenta de que no es solo una leyenda o un mito, que muchos juegan con otra información, aunque nada sea preciso. Mientras escribía la novela me preguntaba sobre esas cosas. La desinformación empezó a esparcirse como la radiación. Se invisibilizaba. La información oficial era que hubo un escape de radiación, que se solucionó rápido, que no falleció mucha gente en ese mismo momento. Yo leía eso y decía “no me cierra”. Conocía tíos que habían enfermado, gente con cáncer, liquidadores y liquidadoras que habían muerto…“La desinformación empezó a esparcirse como la radiación”
–¿Liquidadores? –Se llamaba así a las personas que estuvieron trabajando en la zona o ayudando directamente a apagar el reactor. En la serie que hizo HBO pareciera que liquidadores eran solo los bomberos o los mineros, pero también lo fueron los hombres y las mujeres que daban clases en un colegio cercano y tuvieron que limpiar las fachadas y las aulas. Desde el desconocimiento, porque esas personas estuvieron en contacto con las paredes. Después se supo que los vientos traían radiación y empezaron a decir “cierren las ventanas”, pero habían pasado varios días ya. Y la tierra: algunos materiales absorben más radiación que otros. Esa información no la teníamos. Otro gran conflicto que me empezó a interesar sobremanera, pero no lo trabajé en profundidad en el libro, es que las personas, las comunidades, fueron separadas. No estamos hablando de una época con internet, algunos ni siquiera tenían teléfono; a algunos los llevaron a ciudades grandes, a otros a pueblos chiquitos, sufrieron la distancia. Hubo amigos que no se pudieron ver más, mucha gente se deprimió. Si no se morían por los efectos de la radiación, se morían por la angustia. No se pensaba en la salud mental. Fue como una cuestión muy militar; el Estado lo abordó con una mirada bélica. A la gente se le decía: “hacé una valija, tus documentos, una muda de ropa, los animales no se tocan”, y chau. “Volverán en dos semanas y podrán recuperar todo”. Era una mentira, obviamente. No iban a poder volver; la radiación incluso había llegado a otros países. La gente no fue cobijada, no fue tratada amorosamente, sino como si estuvieran en guerra. Gente que ya había vivido la guerra. Sin casas, sin muebles, sin nada, tenían que empezar una vida de cero. Una cosa es si te pasa algo así a los 20, pero a los 60, a los 80 años... Algunas abuelitas se quedaron; decían “¿qué voy a hacer en la ciudad?”. Y tenían razón, era gente de campo, querían estar en la tierra. También ese fue uno de los motivos para escribir el libro: decir “bueno, yo lo que puedo aportar es la historia de mi familia atravesada por la poesía, por la ficción”. Natalia cuenta que durante un tiempo –la época en que más la torturaba la pregunta por la radiación y la maternidad– tuvo sueños muy extraños. En muchos de ellos daba a luz un bebé que no era bebé, sino mariposa. Una mariposa sin color. Tan en blanco y negro como las fotos que su madre, ingeniera en trenes, mujer de carácter más bien indomable, un día decidió recuperar. El ingreso a Prípiat seguía restringido, pero las autoridades otorgaban 20 minutos para que las personas entraran a sus antiguas casas. La madre de Natalia usó esos 20 minutos para descubrir que el techo de lo que alguna vez había sido su hogar estaba roto, contemplar el árbol que ahora crecía en medio de la cocina, descubrir el viejo mensaje de un chico que la quería en secreto, y encontrar, desperdigadas sobre el piso, fotos familiares que escondió rápidamente entre sus ropas. “Estoy contaminada, hija”, le diría después a Natalia, apartándola de sí como si ese fuera el precio a pagar por las imágenes rescatadas. “No te preocupes, no están radiactivas ya”, le dice Natalia a esta cronista mientras pone sobre la mesa, entre el vaso de limonada, el café y el grabador, varias fotos en blanco y negro: primos, tíos, abuelos, gente que sonríe desde otro lugar y otro tiempo; personas que no sabían que un día, en un país muy lejano, una de sus descendientes iba a escribir: “empecé a tirar del hilo de nuestra historia y me di cuenta de que somos como las astillas esparcidas cuando talan un árbol”. –¿Alguna vez te hiciste una medición de radiación? ¿Existe esa posibilidad? –No lo sé, pero bueno, los científicos y los médicos algo usaban, ¿no? En un momento, a los 18 o 20 años, empecé a buscar documentales sobre la radiación, me puse a googlear. Se supone que había unos sillones como esos de los micros de larga distancia, donde te sentabas un rato, ponías las manos de cierta forma, y después de unos minutos te decían si tenías radiación o no. Pero esas son cosas que decís: “¿quién va a poder tener algo así en su casa?”. No sabemos cuánta radiación hubo porque no se hablaba de eso, el Estado lo que quería mostrar era que ese tema había sido solucionado, que a los liquidadores se les pagó, que ya tenían su medalla, la gente fue repartida por diferentes pueblos y ciudades, y se terminó. –Es muy intenso el momento, en la novela, en que surge la pregunta por lo que comía tu mamá mientras estaba embarazada. –Donde nací todas las personas saben cultivar y hacer conservas, por los inviernos fríos. En nuestra alacena había pepinos, tocino, grasa, todos productos que preparaban mi abuela y mi madre. Los años 80 y 90 fueron muy complicados, hubo un momento donde no te pagaban por tu trabajo, esas conservas garantizaban que pudiéramos comer. Un día me hice la pregunta: ¿era todo radiactivo? Y, claro que sí. Prípiat, el pueblo de mi madre, el que fue evacuado, está a unos 10 kilómetros del reactor; Gómel, donde crecí, está más o menos a una hora de Chernobyl. Está todo muy cerca. El viento y sobre todo las lluvias trajeron la radiación a Gómel. Todo había sido afectado. Ibas al bosque y juntabas bayas que, se suponía, no podías comer directamente. Yo comí bayas toda mi infancia, es lo que más me gustaba. Mientras tanto, circulaban leyendas, habladurías de gatitos con dos cabezas, al estilo del pez con varios ojos de Los Simpson. O un pescador que sacaba un pez demasiado enorme y ya te decían que mejor no fueras al río. Todo lo relacionábamos con la radiación; como no había información, nunca se sabía si era cierto o no. –¿Qué pensás del turismo que ahora se hace a la zona de exclusión? –Me parece, primero, peligroso. Y después, si un Estado no se hace cargo de todo esto que te estoy diciendo, que haya turismo me parece un poco contradictorio. Sobre todo por una cuestión de respeto, porque mucha gente tuvo que dejar sus pueblos, la casa que construyeron, la tierra que heredaron de sus ancestros, les mataron a sus animales… Son lugares que tienen cicatrices. Está el tema de la salud también, o sea, sí, es verdad que no podés estar mucho tiempo, no te podés sentar en una piedra o en el pasto; te pueden aparecer enfermedades incluso de piel, cosas que por ahí no te van a matar, pero igual está mal ir. Es peligroso y es morboso. Otro tema es la gente que vivió ahí y que vuelve por una cuestión nostálgica o porque tiene partido el corazón. – ¿Cómo fue tu llegada a la Argentina? –Muy brutal. Era 1996, cumplí 10 años al día siguiente de llegar. No sabíamos nada, no hablábamos el idioma, no me habían dicho que iba a haber palmeras, que iba a hacer tanto calor. Nos instalamos [el padre, la madre, Natalia y su hermano] en un hotel familiar, todos en la misma cama porque había solo una cama enorme, una mesita y dos sillas. Yo me decía: “Esto es enorme, esto no es mío, vamos a probar cómo es vivir acá, a mis padres no les va a gustar y vamos a volver”. Ya me había dado cuenta de que a mis padres, al no tener el idioma, se les complicaban mucho las cosas, así que yo estaba segura de que no nos íbamos a quedar. Pero después nos ocurre esto que cuento en el libro, el robo. Mis padres se dejan engatusar y les sacan los ahorros. Ahí me dije: “nos quedamos” y fue terrible. Empecé a hacer el duelo, a sentir una tristeza mucho más profunda porque, ¿cómo iban a hacer mamá y papá para volver a juntar ese dinero? Fue una época de una soledad enorme, un momento donde por primera vez vi a los adultos sin saber qué hacer. Cuando sos migrante siempre es como que te arrancan de tu tierra. Más, si sos pequeño y no decidiste vos el traslado. Mi madre lo decidió, mi padre la siguió y ella nos informó. No pidió nuestra opinión, no había otra opción. Su objetivo era Canadá, pero un día vino y nos dijo: “nos vamos finalmente a la Argentina, no a Canadá, porque no nos salieron los papeles”. Yo sentí que nos estaban arrancando de nuestras pequeñas y a la vez grandes vidas. Cuando llegamos a Buenos Aires recuerdo que en mi cabeza me decía: “no quiero olvidarme”. Después fui creciendo y olvidándome de muchas cosas, pero a los 18 o 19 años me dije: “tengo que escribir para no olvidar”. Y ahí empieza también mi relación con la escritura, con la poesía: un modo de vincularse de manera amorosa con las obsesiones. –¿Federico García Lorca fue parte del asunto? –Sí. Con Juan Gelman me pasaba lo mismo. No los entendía del todo, pero algunos textos me resultaban más cálidos que otros. –¿La música de esos poemas? –La música, algunas palabras, ciertas rimas que me atraían. La escritura llegó a los 12 o 13 años. Con mi hermano aprendimos bastante rápido el español; es un idioma que no es tan difícil de aprender para un niño. El español se escribe como se escucha. El ruso no es así; yo venía de un idioma que es muy complicado. –También traías cierta relación con el lenguaje poético. –Bueno, en las valijas mamá cargó cantidad de cosas que teníamos en Gómel, entre ellas un montón de libros de poesía polaca, poesía georgiana…. un montón. Ahora lee menos por la visión, pero era una gran lectora. Yo había leído a un poeta campesino, Serguéi Esénin, de chiquita en el colegio. Y luego seguí con los grandes autores, los premios Nobel. Entonces, claro, sabía hablar en español y estaba a la vez leyendo poesía rusa.Su madre con la familia en Kriuki, el pueblo donde nació; su hermano en la escuela, y Natalia junto a su familia, en Gómel
–Todo esto, ya en la adolescencia, cuanto estabas incorporada a la vida de acá. ¿Te armaste una vida “en español” (o “en argentino”) y, al mismo tiempo, lecturas con las que mantenías la lengua materna? –De hecho, cada vez leía más y mi madre me decía, “mirá, este libro de Gómel no lo leíste aún, leelo”. Y yo me fijaba a qué movimiento había pertenecido ese poeta, buscaba en Google, trazaba mapas: este poeta es de Moscú, este de San Petersburgo; esto es futurismo, esto es otra escuela… Hacía cursitos online; escuchaba grabaciones de profesores que hablaban en Rusia sobre ciertos escritores o autores. Era la época de los blogs y después, a los 19 años, me inscribí en un taller que daba Javier Galarza, un poeta para mí extraordinario. –Le diste cauce a tu pasión por la poesía y, también, a la capacidad para traducir poetas rusos al español. Encontraste un lugar. ¿Y tu otra pasión, la naturaleza? –De chica yo no entendía qué era la Unión Soviética; yo vivía en mi ciudad y andaba por los bosques y bromeaba con mis compañeros de escuela. Al bosque lo extraño todo el tiempo; es lo que más extraño: la nieve y el bosque. Están en mi escritura. Creo que todo el tiempo vuelvo a la naturaleza, hay mucha naturaleza en mis poemarios. Me encantan la montaña, el mar, el río, lo que quieras. Pero lo que me llama es el bosque. Un bosque frondoso está lleno de vida y está lleno de enseñanzas. Tenés que saber cómo bajar de un árbol, qué fruto se puede comer. O sea, no es solo la belleza de la naturaleza. Es eso que te hace aprender. Entendés el bosque y conocés los caminos y los senderos y volvés a la semana y creció otra planta y cambió la luz y aparece otro animal. El bosque es ver ardillas. Es ver serpientes. Es ver un zorro a lo lejos y convivir con un montón de cosas; dejarle el espacio a esos animales y que ellos también te dejen su espacio. Eso es convivir con la naturaleza, pero no lo hacemos, no tocamos la tierra con los pies. Vamos a un parque y no nos descalzamos, vivimos con zapatillas, no tocamos la tierra. Eso es muy loco para mí. –¿Alguna vez volviste a Bielorrusia? –Sí, en 2017, y fue muy emotivo porque yo de Bielorrusia solo conocía Gómel y algunos pueblos cercanos. Nunca había ido, por ejemplo, a Minsk, que es la capital y es muy bella. También quería conocer Rusia, estamos hablando de una Rusia previa al Mundial del 2018, antes de esta nueva guerra, porque siempre hubo tensiones con Ucrania. Quería conocer la tumba de mi papá, porque él regresó, nunca pudo adaptarse a la Argentina, y luego falleció. Yo había hecho a medias el duelo, pero mi abuela me había mandado una foto de la tumba y quería verla. Entonces viajé a Rusia primero, llegué a San Petersburgo, conocí Moscú, hice un recorrido por los lugares donde habían vivido grandes escritores. Fue como una cosa primero muy poética, literaria. Quería hacerlo de esa manera porque no quería pensar mucho en Gómel al principio. Primero me autoengañé caminando, viendo escuelas, teatro, cines, lugares literarios y después me tomé el avión una hora y pico y bajé en Minsk y me quedé muy poquitos días. Llegué en verano, la gente estaba en el campo, no en la ciudad. Sentí todo el tiempo esa soledad; es decir, estaba llegando a mi país y estaba sola. Allá me hice mi primer tatuaje, está en la espalda, es un símbolo bielorruso. Aproveché para hablar con el tatuador que era un metalero que mezclaba el folclore bielorruso con el heavy metal. Yo me dije: “si no hablo con él, creo que no voy a hablar con nadie en este lugar”. Y se me ocurre preguntarle si había leído Voces de Chernobyl. Me dijo que sí, le pregunté qué le había parecido. Me dijo “¿por qué querés saber?”. Yo le dije que era escritora, que esa autora me gustaba mucho, estaba volviendo a mi país, y quería saber qué sentimientos tenían con ese libro, con ese tema. Me respondió: “nosotros no hablamos de esas cosas, tenemos un montón de otras preocupaciones”. Así que hablé con él de otras cosas: de su trabajo como tatuador, de su música. “Es difícil cumplir sueños en este país”, recuerdo que me dijo. Después fui a Gómel. Quería recorrer los lugares que recordaba, todas esas fotografías que tenía en la memoria. Pensé mucho en esas fotografías ligadas con los desaparecidos argentinos, donde aparecen, por ejemplo, cinco amigos, y uno de ellos no está, solo se ve el hueco, su ausencia. Yo recorría Gómel, veía el parque donde jugaba, pero no estaba la hamaca. Después miraba el lugar donde hubo un jardín de infantes y ahora había una base militar. Donde recordaba que había un abedul y ahora nada. Fui a mi colegio; estaba abierto el portón, me acerqué al campo de deportes donde nos obligaban a hacer cosas que yo odiaba, con una exigencia como de medalla olímpica. La exigencia soviética… Visité el cementerio rural donde están las tumbas de mi padre y de mi abuelo. Eran las últimas tumbas, tenían el bosque enfrente. Fui con una amiga de mi madre. Desmalezamos, pusimos flores, fue un maravilloso. Algo, un proceso, se cerró. –Tenés otros dos tatuajes, uno en cada brazo. ¿Te los hiciste acá? –Sí. Este [se señala el brazo izquierdo, donde asoma una mujer alada] es una sirena con alas, del folclore eslavo; recrea una pintura de Viktor Vasnetsov. La obra original tiene dos partes, dos sirenas. Se sentaban cerca de los ríos, en las ramas de los árboles. Yo elegí una de ellas, que es la sirena que le canta a la alegría. La otra es un pájaro negro; es preciosa, tiene una cara más iracunda y le canta a los que están tristes. Decidí quedarme con la alegría, aunque le doy la bienvenida cada tanto a la tristeza. Pero sentía que tenía que tener un amuleto, y un tatuaje es un amuleto que me acompaña. Me encantan las sirenas, y cuando de chica vi este cuadro reproducido en un libro, me quedé horas mirándolo. Me dije “esto es una belleza, una mujer que es pájaro y tiene garras muy fuertes”. Viste que a las mujeres siempre se las trataba –ahora, no– con esto de que eran muy delicadas, sobre todo en un país tan patriarcal como Bielorrusia. En fin, una mujer-pájaro que puede cantar a la alegría o a la tristeza y tener garras y un rostro muy efusivo me gustó mucho. Este otro tatuaje [se señala el brazo derecho] es la flor del lino. Tiene que ver con mi abuela Catalina. El lino se usa mucho en la ropa tradicional, en los manteles. Es una flor muy amada y mi abuela Catalina, la que menciono en el libro y a la que no conocí, la que estuvo en los pantanos, la que trabajó recogiendo turba, después tuvo otros trabajos y uno de ellos fue juntar las flores de lino para transformarlas en fibra. Son flores muy bellas, si ves de lejos un campo de lino parece un mar. Porque es celeste. Los dos tatuajes tienen que ver con la alegría: quise dejar la tristeza fuera de mi cuerpo.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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