ARAMBURU A 50 AÑOS DEL ASESINATO EJECUTADO POR MONTONEROS
Hugo Alconada Mon
“Mi general, usted viene con nosotros”
Pedro Eugenio Aramburu, en una foto tomada en su casa en 1969
Eran las 9 del viernes 29 de mayo de 1970 y una Argentina ya violenta se acercaba a otro punto de inflexión: el secuestro y la muerte del teniente general Pedro Eugenio Aramburu. Disfrazados de oficiales del Ejército, Fernando Abal Medina y Emilio Maza habían logrado entrar al 8º A de la calle Montevideo 1053. Veinteañeros, dijeron que venían a ver a Aramburu por orden del comandante en jefe de la fuerza, Alejandro Lanusse. Tenían clara su misión. Se lo llevaban o lo mataban. En el Día del Ejército. A un año del Cordobazo, el “Aramburazo”.
Sara, la esposa de Aramburu, los recibió como buena anfitriona. Ordenó que les sirvieran café –que evitaron para no dejar huellas dactilares en los pocillos– y se retiró. Trámites pendientes, se excusó, antes de marcharse.
En el living, Abal Medina –bigote postizo para avejentar sus 23 años– y Maza esperaron a que Aramburu terminara de cambiarse. Cuando al fin apareció, también pidió un café, sin imaginar qué ocurría. Minutos después, enfilaron hacia el ascensor, donde los esperaba Ignacio Vélez Carreras, otro miembro del Comando Juan José Valle.
Ya en la vereda, doblaron hacia la izquierda y caminaron hasta la cochera contigua, en el 1037. Hoy es parte de un supermercado Disco, frente al Colegio Champagnat. Allí, los aguardaba el cuarto integrante del comando, Carlos Capuano, al volante de un Peugeot 504 blanco algo llamativo: su tapizado era rojo.
Con el ícono de la Revolución Libertadora en el asiento trasero, entre Abal Medina y Maza, el Peugeot salió por Montevideo, giró por la calle Charcas –hoy Marcelo T. de Alvear– y dejó atrás a dos personas intrigadas y a otras cuatro algo, apenas, aliviadas. Porque el encargado de la cochera y la empleada de una boutique vieron a Aramburu marcharse adusto, sin saludarlos como era su costumbre. Y porque Mario Firmenich –22 años, vestido como cabo de la policía–, Carlos Maguid –con sotana–, Norma Arrostito –con peluca– y Carlos Ramus –al volante de una camioneta Chevrolet– también estaban allí, dispuestos a matar y morir si el Operativo Pindapoy salía mal.
Desde el momento en que el 504 avanzó por Charcas, sin embargo, se ciernen las sombras. Porque la versión “Cómo murió Aramburu”, que ofrecieron Firmenich y Arrostito a la revista La Causa Peronista cuatro años después, incluyó varias omisiones y tergiversaciones. En ese relato omiten a un protagonista, como mínimo, y varias precisiones, según comprobó, cuatro décadas después, Ricardo Grassi, el periodista que redactó aquel reportaje en 1974.
Pedro Eugenio Aramburu, en una foto tomada en su casa en 1969
Eran las 9 del viernes 29 de mayo de 1970 y una Argentina ya violenta se acercaba a otro punto de inflexión: el secuestro y la muerte del teniente general Pedro Eugenio Aramburu. Disfrazados de oficiales del Ejército, Fernando Abal Medina y Emilio Maza habían logrado entrar al 8º A de la calle Montevideo 1053. Veinteañeros, dijeron que venían a ver a Aramburu por orden del comandante en jefe de la fuerza, Alejandro Lanusse. Tenían clara su misión. Se lo llevaban o lo mataban. En el Día del Ejército. A un año del Cordobazo, el “Aramburazo”.
Sara, la esposa de Aramburu, los recibió como buena anfitriona. Ordenó que les sirvieran café –que evitaron para no dejar huellas dactilares en los pocillos– y se retiró. Trámites pendientes, se excusó, antes de marcharse.
En el living, Abal Medina –bigote postizo para avejentar sus 23 años– y Maza esperaron a que Aramburu terminara de cambiarse. Cuando al fin apareció, también pidió un café, sin imaginar qué ocurría. Minutos después, enfilaron hacia el ascensor, donde los esperaba Ignacio Vélez Carreras, otro miembro del Comando Juan José Valle.
Ya en la vereda, doblaron hacia la izquierda y caminaron hasta la cochera contigua, en el 1037. Hoy es parte de un supermercado Disco, frente al Colegio Champagnat. Allí, los aguardaba el cuarto integrante del comando, Carlos Capuano, al volante de un Peugeot 504 blanco algo llamativo: su tapizado era rojo.
Con el ícono de la Revolución Libertadora en el asiento trasero, entre Abal Medina y Maza, el Peugeot salió por Montevideo, giró por la calle Charcas –hoy Marcelo T. de Alvear– y dejó atrás a dos personas intrigadas y a otras cuatro algo, apenas, aliviadas. Porque el encargado de la cochera y la empleada de una boutique vieron a Aramburu marcharse adusto, sin saludarlos como era su costumbre. Y porque Mario Firmenich –22 años, vestido como cabo de la policía–, Carlos Maguid –con sotana–, Norma Arrostito –con peluca– y Carlos Ramus –al volante de una camioneta Chevrolet– también estaban allí, dispuestos a matar y morir si el Operativo Pindapoy salía mal.
Desde el momento en que el 504 avanzó por Charcas, sin embargo, se ciernen las sombras. Porque la versión “Cómo murió Aramburu”, que ofrecieron Firmenich y Arrostito a la revista La Causa Peronista cuatro años después, incluyó varias omisiones y tergiversaciones. En ese relato omiten a un protagonista, como mínimo, y varias precisiones, según comprobó, cuatro décadas después, Ricardo Grassi, el periodista que redactó aquel reportaje en 1974.
Según Firmenich y Arrostito, el comando abandonó el Peugeot, robado, detrás de la Facultad de Derecho y se subieron todos a la camioneta Chevrolet. Luego pararon en Figueroa Alcorta y Pampa –donde se bajaron Arrostito, Maza, Vélez y Maguid– y volvieron a detenerse cerca del Aeroparque. Allí, dejaron la Chevrolet, también robada, y se subieron a una camioneta Jeep IKA Gladiator T80, color crema, de la familia Ramus. Capuano les abrió camino al volante de un taxi Ford Falcon –de Firmenich– por la General Paz hasta Gaona, para desde allí recorrer más de 400 kilómetros hacia el oeste de la provincia.
Mientras la Gladiator y el taxi avanzaban por caminos secundarios o de tierra, Sara ya había regresado al departamento. Intuyó de inmediato que algo malo ocurría. Su esposo se había marchado sin despedirse ni avisar a dónde iba ni cuándo volvería. El teléfono había dejado de funcionar horas antes. Y las respuestas que cosechó entre los vecinos y la cochera acentuaron sus sospechas. Temió lo peor, influida porque venían de encontrar una bomba en la quinta que tenían en El Talar de Pacheco. Y porque medios afines al gobierno del dictador Juan Carlos Onganía denostaban a Aramburu como “Caín”.
Alertado por Sara, el círculo íntimo de Aramburu se movió con rapidez entre sus contactos en el Ejército, la policía y el gobierno. Pero la reacción oficial demoró horas. Y reaccionó mal. El comando radioeléctrico de la policía recién emitió su primera alerta a las 12.45 y ordenó buscar un Peugeot “oscuro”. La rectificación llegó en otro radiograma, a las 14.45. Es decir, casi seis horas después del secuestro. Para entonces, el secuestro ya dominaba los noticieros, y la Gladiator y el taxi ya se encontraban muy lejos de la ciudad de Buenos Aires.
¿Simple ineptitud policial? ¿Complicidad? Montoneros siempre negó un contubernio con el gobierno de Onganía, que deslizaba entre los periodistas que se trataba de un autosecuestro. Pero el núcleo duro de Aramburu murió convencido de que el sector más nacionalista y retrógrado del Ejército estuvo detrás del operativo, de la mano del ministro del Interior, el general Francisco Imaz. Una creencia que, cincuenta años después, mantiene viva su hijo.
“Montoneros actuó en sintonía con gente de adentro [del gobierno]. No tengo dudas. Imaz odiaba a mi padre, al que le atribuía todas sus frustraciones por el desplazamiento de los nacionalistas en 1955”, dice Eugenio Aramburu, a los 82 años. “Para cuando lo secuestraron, a mi padre le habían sacado la custodia, pese a la bomba en nuestra quinta de Pacheco, mientras que [el almirante Isaac] Rojas tenía custodia, auto y chofer. Firmenich entró varias veces al Ministerio del Interior antes del secuestro, y cuando se lo llevaron a mi padre, se cortó el teléfono, demoraron en ordenar su búsqueda y filtraron que era un autosecuestro. ¿Qué tengo que pensar?”.
La versión sobre las supuestas visitas de Firmenich al ministerio comenzó con tres artículos que publicó La Vanguardia, el periódico del Partido Socialista Democrático, en las semanas que siguieron al crimen. Sostuvo que el jefe de Montoneros “habría” ingresado 22 veces a esa dependencia oficial durante los 45 días previos al secuestro, sin aportar evidencias, que la Justicia tampoco logró corroborar. Pero las sospechas rodean desde entonces a Firmenich, que siempre lo negó, aunque dijo entenderlas.
“Es lógico que los amigos de Aramburu hayan pensado que pudieran haber tenido que ver los amigos de Onganía. Digo que es lógico porque nuestra osadía fue tan grande que nadie se podía imaginar que un grupo de diez muchachos desconocidos se animara a hacer semejante cosa”, le dijo al historiador Felipe Pigna en Barcelona, en febrero de 2004.
Se intentó contactar a Firmenich durante semanas, pero no obtuvo respuesta. Días atrás, sin embargo, rompió su silencio público con un texto en el que no abordó el crimen de Aramburu, sino la pandemia. Planteó que la “prolongación indefinida de una cuarentena ruinosa para millones de argentinos […] puede terminar en una rebelión social contra la cuarentena por el estado de necesidad”.
Otro líder de Montoneros, Roberto Perdía, que al momento del secuestro no era parte del grupo, sí dialogó dos veces Declinó dar una entrevista formal,pero recomendó dos libros suyos:Montoneros.Elperonismo combatiente en primera persona y Prisioneros de esta democracia. En el primero, repudia las “versiones conspirativas sobre la detención y muerte de Aramburu”, que califica de “intriga” que sirvió para montar “una campaña de deformación de los hechos”.
En cualquier caso, si alfiles de Onganía estuvieron detrás del secuestro o si,ya ocurrido, creyeron que podría reportarles algún beneficio político,se equivocaron por completo.Aceleró el final del dictador, a quien las Fuerzas Armadas le quitaron su apoyo. El 8 de junio lo reemplazó el general Roberto Levingston.
En Timote
Ajenos a lo que ocurría en Buenos Aires, los ocupantes de la Gladiator llegaron cerca de las 18 a Timote, un pueblo por entonces de 1000 habitantes, ubicado a 18 kilómetros de Carlos Tejedor. Allí, la familia Ramus era dueña de La Celma, poco más que una casona que había conocido tiempos mejores. Hoy quedan en pie apenas dos paredes de aquella vivienda, ubicada a 500 metros del centro de Timote. “Vinieron con una topadora, tiraron algunas paredes y taparon el sótano”, dice uno de los referentes de Arte Comunitario Timotense, Bruno Rodríguez, mientras que, parado entre lo que queda, explica cómo era la disposición de la casa.
En 1970, La Celma tenía seis habitaciones, una de ellas con un sótano que resultaría decisivo en esta tragedia. Y fue allí, en cuanto
llegaron a la casona, que Abal Medina le informó a Aramburu que lo someterían a un “juicio revolucionario”, mientras en Buenos Aires y Rosario difundían el primer comunicado de Montoneros, confirmando el secuestro y sin pedir nada como rescate.
Ese “juicio revolucionario” se centró en tres ejes, según el relato de Firmenich y Arrostito: los fusilamientos del general Valle y de quienes se alzaron en junio de 1956, la preparación de otro golpe de Estado contra Onganía para impedir el retorno de Juan Domingo Perón y el robo del cadáver de Evita. ¿Se defendió Aramburu? Y en ese caso, ¿qué dijo? Según Montoneros, Aramburu habría respondido preguntas, negado o matizado las acusaciones, callado mucho más y habría intentado conmoverlos.
Cincuenta años después, su hijo rechaza indignado las tres “imputaciones”. Plantea que su padre ordenó los fusilamientos para restablecer el orden jerárquico dentro del Ejército, “basado en la legislación vigente, a la luz del día y asumiendo la responsabilidad ”. Dice que no existía una conspiración contra Onganía y que, por el contrario, Aramburu buscaba una salida institucional para la Argentina que incluyera al peronismo. Y sostiene que enrostrarle el robo del cuerpo de Evita “es un cargo descalificante” y “vil”. “Lejos de ser un acto desdoroso, mi padre actuó para evitar que el sector más retrógrado de las Fuerzas Armadas arrojara el cuerpo al río. Revela su inquietud, de naturaleza ética y de caridad cristiana. Actuó para resguardar el cuerpo, tras hablar con la familia Duarte, y la Iglesia acompañó su decisión”.
Sin embargo, más relevante que esas “imputaciones”, para muchos Aramburu podía encarnar la transición hacia la democracia, acaso con “un peronismo sin Perón”, pero consensuado con Madrid. Y el “Documento verde”, escrito en 1972 por un sector disidente de Montoneros, recuerda cuál era el parecer de la organización sobre esa posibilidad, que también explica por qué fueron por Aramburu: “Se trataba de producir un hecho detonante, que partiera de la conciencia peronista y combativa de las masas, que de por sí fuera la definición contundente que bastara por sí para identificarnos como tales. Un hecho que, a la vez, elevaría a nivel violento la contradicción peronismo-antiperonismo, por donde pasaba la contradicción principal de la sociedad argentina. Un hecho, además, de justicia que era ansiado por el peronismo desde 1955 y que, consumado, quitaría al régimen una ‘carta de recambio’, a jugarse –llegado el momento– para inaugurar una nueva etapa de seudolegalidad”.
En ese contexto, la “condena” de Aramburu en el “juicio revolucionario” era inexorable. El 31, Montoneros emitió dos comunicados más. Uno para reafirmar que eran los autores del secuestro y descartar “la posibilidad de negociar su libertad”; y el otro, horas después, para informar que lo habían condenado “a ser pasado por las armas” y que no devolverían su cuerpo, sino que le darían “cristiana sepultura”, hasta que reaparecieran los restos de Evita.
Horas después, durante la madrugada del 1° de junio, concretaron lo anunciado, según el relato publicado en aquel texto de 1974 y que no puede ser corroborado por otra fuente.
Allí señalan que los secuestradores le informaron a Aramburu que sería “ejecutado” y le dieron media hora para prepararse. Le ataron las manos a la espalda. Aramburu pidió que le atasen los cordones de sus zapatos; uno de los captores –¿Firmenich? – se hincó ante él y se los ató. Pidió afeitarse; se lo negaron. Lo llevaron por el pasillo de La Celma hasta la tercera y última habitación de la izquierda, donde un hueco ubicado debajo de la cama conducía a un pequeño sótano. Pidió un confesor; se lo negaron. Preguntó qué pasaría con su cadáver y con su familia; le respondieron que nada tenían contra su familia; callaron sobre su cadáver.
Ya en el sótano, le colocaron una media en la boca, le vendaron los ojos, lo apoyaron contra la pared, de cara a sus ejecutores.
Ramus salió a distraer al casero, mientras Firmenich comenzó a hacer ruido con una llave sobre una morsa para disimular el ruido de las balas.
–General, vamos a proceder –le habría dicho Abal Medina, según el relato de Firmenich.
–Proceda –le habría respondido Aramburu.
Y entonces, según Firmenich, “Fernando disparó la pistola 9 milímetros, al pecho. Después hubo dos tiros de gracia, con la misma arma, y uno con una 45. Fernando lo tapó con una manta. Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en que íbamos a enterrarlo”.
Confusa, la frase puede interpretarse de varias formas. ¿Fueron tres o cuatro tiros en total? ¿Abal Medina se encargó también de los tiros de gracia, usando la 9 milímetros y luego la .45? ¿O se encargó otro captor? Eso cree Grassi, desde que completó en 2015 un “reportaje a un reportaje histórico”, aquel que publicó en septiembre de 1974. Y eso cree María O’Donnell, tras investigar la trama durante años y publicar su último libro, Aramburu. El crimen político que dividió al país. El origen de Montoneros.
Grassi: “En sentido estricto, no fue Abal quien lo mató. O no fue el único, según quise y pude saber treinta y siete años después”. Y detalló que hubo otra persona presente en el sótano, que no identificó por su nombre, apenas como “el Otro”, con quien dialogó y le aportó varias precisiones. Como que la frase final de Aramburu fue “Proceda, nomás”, que Abal Medina disparó el primer tiro, quedó abrumado, se marchó de allí y apareció Emilio Maza, quien se encargó de los dos tiros de gracia, con la .45.
O’Donnell: “Alguien más debía estar ahí [por el sótano]. Es más difícil afirmar cuántos y quiénes, sin embargo”.
La periodista consultó luego al único protagonista de la Operación Pindapoy que, junto con Firmenich, sigue vivo: Vélez Carreras. Él está convencido de que, si hubo alguien más en La Celma y se encargó de los tiros de gracia, fue Maza.
–Si fuera así, ¿por qué razón lo ocultaría Firmenich? –le preguntó O’Donnell.
–Porque ha hecho de él una construcción como heredero directo de Abal Medina, como si fuesen el hermano mayor y el menor. Es lo único que se me ocurre.
El afán de Firmenich por fijar su versión de la historia puede explicar por qué decidió relatar cómo murió Aramburu, cuatro años después del Operativo Pindapoy, pero también cuatro meses después de romper con Perón en la Plaza de Mayo y apenas dos meses después de su muerte y el ascenso de Isabelita, José López Rega y la Triple A al poder.
Los errores de Montoneros
Fue un error de la cúpula de Montoneros, como lo fue enfrentarse con Perón –quien había aprobado el crimen de Aramburu, y así se lo refrendó en una carta que les fechó el 20 de febrero de 1971–, y como lo sería pasar a la clandestinidad, el 6 de septiembre de 1974. Y también, según le reconoció Firmenich a O’Donnell, lo fue robar el cuerpo de Aramburu en el cementerio de la Recoleta, por una célula liderada por el poeta Paco Urondo, un mes después. ¿Su objetivo? Forzar la repatriación del cadáver de Evita.
El cuerpo de Aramburu también había aparecido, semanas después de su secuestro, por otros varios errores cometidos por Montoneros –en particular tras la toma fugaz de la localidad cordobesa de La Calera– que pondrían a la policía tras el rastro que los condujo –entre hechos fortuitos y tormentos a detenidos– hasta La Celma. Lo encontraron el 16 de julio de 1970, enterrado en el sótano.
Cincuenta años después,nadie quiere destinar dinero para preservar lo que queda de esa casona. Mucho menos para su restauración. Incomoda. Acaso porque la muerte de Aramburu aún separa a millones. Palpable en las reacciones que cosecha el uso de ciertas palabras: ejecución o asesinato. Acto de justicia, de venganza o de revancha. Crimen político.
“La venganza es trágica, pero a veces no hay remedio”, dice Grassi Vive ahora en Roma, tras su exilio, su regreso a Buenos Aires y su reubicación, entre Italia y Afganistán. “Si no hay Justicia, no queda otra. O la Justicia te restablece tu dignidad o estás forzado a restablecerla por tu cuenta. Lo he visto, una y otra vez, en Afganistán, durante los últimos 17 años. Eso no quita que su muerte fuera un hecho trágico. Toda muerte es trágica, del lado que sea”.
“Creo que hemos aprendido algo en todo este tiempo”, dice Eugenio Aramburu, quien tiene hoy quince años más que su padre cuando murió. “Creo que hemos aprendido que la violencia no conduce a nada y estamos aprendiendo que la Argentina no tendrá solución si no dejamos a un lado los ajustes de cuentas”, dice, en una conversación a solas que lo llevó, tres veces, a emocionarse. “Las nuevas generaciones nos están reclamando que miremos para adelante. Si no, seguiremos chapoteando en el barro”.
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