Belleza natural y distancia irónica en las sierras bonaerenses
Witold Gombrowicz
Imposibilitado de regresar a su hogar tras la instauración del comunismo en Polonia, el creador de Ferdydurke vivió 24 años en la Argentina, donde comenzó a escribir un diario; aquí, un pasaje correspondiente a su viaje a Tandil en 1958
MIÉRCOLES
Hace unos días llegué a Tandil y me alojé en el hotel Continental . Tandil, pequeña ciudad de setenta mil habitantes, entre montañas no muy altas, erizadas de piedras como fortalezas; he venido aquí porque es primavera y para librarme del todo de los microbios de la gripe asiática . Ayer alquilé por una suma módica un pequeño y delicioso apartamento, un poco fuera de la ciudad, al pie de la montaña, allá donde se alza una gran puerta de piedra y donde el parque se une al bosque de coníferas y eucaliptos. Por la ventana, abierta de par en par al deslumbrante sol de la mañana, veo Tandil en el valle, como en un plato; la casita está sumergida entre suaves cascadas de palmeras, naranjos, pinos, eucaliptos, glicinas, diversas clases de arbustos podados y cactus de lo más extraños; y estas cascadas caen en un suave oleaje hacia la ciudad, mientras que por atrás, una alta pared de pinos oscuros trepa hasta casi la cima, donde se alza el café-castillo. Nada más primaveral y floreciente, pletórico de flores y luz. En cambio, las montañas que rodean la ciudad aparecen secas como el rastrojo, desnudas, rocosas, erizadas de peñascos gigantescos semejantes a zócalos, bastiones prehistóricos, plataformas y ruinas. Un anfiteatro.
Al lavarme los dientes al sol y aspirar los perfumes florales, pensaba en los medios para penetrar en la ciudad de la que me habían advertido diciendo: 'Te morirás de aburrimiento en Tandil'.Witold Gombrowicz
Ante mí, Tandil, a una distancia de trescientos metros, como en la palma de la mano. No es una estación climática con hoteles y turistas, sino una pequeña ciudad de provincias normal y corriente. Al lavarme los dientes al sol y aspirar los perfumes florales, pensaba en los medios para penetrar en la ciudad de la que me habían advertido diciendo: "Te morirás de aburrimiento en Tandil".
Tomé un desayuno maravilloso en un pequeño café suspendido sobre los jardines: ¡oh, nada del otro mundo, café y dos huevos, pero todo bañado en un mar de flores! Después entré en la ciudad: cuadrados y rectángulos de casitas blancas, deslumbrantes, de tejados planos, ángulos agudos, ropa tendida secándose...; una moto apoyada en una pared y una plaza grande y llana, estallando de verdor. Uno camina a través de todo esto bajo el sol ardiente, en el fresco aire de la primavera. Gente. Rostros. Era un único y siempre el mismo rostro, yendo tras algo, llevando algún recado, ocupado, pero sin prisa, bondadosamente tranquilo... "Te morirás de aburrimiento en Tandil".
Sobre una de las casas vi un pequeño letrero: "Nueva Era, periódico diario". Entré. Me presenté al redactor, pero no tenía ganas de hablar, estaba somnoliento y por eso no me expresé con demasiada fortuna. Dije que era un escritor extranjero y pregunté si había en Tandil alguien inteligente a quien valiera la pena conocer.
-¿Cómo? -dijo el redactor, ofendido-. ¡Aquí no nos faltan intelectuales! La vida cultural es rica, solo pintores hay cerca de setenta. ¿Y literatos? Bien, tenemos a Cortés, que se ha hecho ya con un nombre, publica en la prensa de la capital...
Lo llamamos por teléfono y quedamos para el día siguiente. Pasé el resto del día vagando por Tandil. Una esquina. En la esquina está un fornido propietario de algo, con sombrero; a su lado, dos soldados; un poco más lejos, una mujer en el séptimo mes y un carrito con golosinas cuyo vendedor duerme dulcemente en un banco, cubierto con un periódico. Y el altavoz canta: "Me aprisionaste con tus ojos negros..." Y yo añado para mí mismo: "Te morirás de aburrimiento en Tandil". (...)
SÁBADO
Los altos y esbeltos troncos del bosque de eucaliptos que crece sobre una ladera erizada de rocas son como de piedra, y la montaña, el bosque, las hojas, todo está petrificado, un silencio solemne y pétreo envuelve esta inmovilidad esbelta y pura, seca y transparente, iluminada por manchas de sol. Cortés y yo avanzamos por un sendero. Grupos esculpidos en mármol ilustran la historia del Gólgota, toda esta colina está consagrada al Gólgota y se llama Calvario. Cristo cayéndose bajo el peso de la cruz, Cristo azotado, Cristo y Verónica..., todo el bosque está lleno de ese cuerpo torturado. En la frente de uno de los Cristos la mano de algún adepto de Cortés ha escrito: ¡Viva Marx! Cortés, naturalmente, no se deja impresionar demasiado por las figuras de la Pasión del Señor -él, materialista- y me instruye con fervor sobre otra santidad, la de la lucha comunista con el mundo por el mundo, me dice que al hombre no le queda más remedio que conquistar el mundo y "humanizarlo"..., si no quiere quedar para siempre como un cómico y abominable payaso, una excrecencia abyecta... Sí, dice, estoy de acuerdo con usted, el hombre es antinaturaleza, tiene su propia naturaleza aparte y está, por su misma naturaleza, en la oposición; por lo tanto no podemos evitar el combate con el mundo; o introducimos en él nuestro orden humano, o nos convertiremos para toda la eternidad en una patología y un absurdo del ser. Incluso si esta lucha tuviera que ser desesperada, solo ella es capaz de permitir a nuestra humanidad realizarse en toda su dignidad y belleza, lo demás conduce a la humillación... Su credo se eleva y alcanza la cumbre donde reina un inmenso Cristo en la cruz; yo, desde aquí, desde abajo, veo a través de la esbeltez de los eucaliptos los brazos y los pies clavados a la madera; constato que este Dios y este ateo dicen prácticamente lo mismo...
Ya casi estamos llegando a la cruz. Miro de reojo este cuerpo atormentado por el hígado como Prometeo (en esto consiste sobre todo la tortura de la cruz: en unos terribles dolores del hígado). Con desgana tomo conciencia de toda la intransigencia de la madera de la cruz, que no es capaz de ceder ni un milímetro al cuerpo que se retuerce de dolor y que no puede horrorizarse ante el suplicio ni siquiera cuando sobrepasa los últimos límites, convirtiéndose en algo imposible...; este pequeño juego entre la absoluta indiferencia de la madera que tortura y la presión infinita del cuerpo, este eterno divorcio entre la madera y el cuerpo, me hace ver, como a la luz de un relámpago, el horror de nuestra situación. El mundo se me parte en cuerpo y en cruz. Mientras tanto, aquí, a mi lado, el apóstol ateo Cortés no deja de predicar la necesidad de otra lucha por la salvación. "¡El proletariado!" Miro de reojo el cuerpo de Cortés, enteco, mísero, nervioso, con gafas, enclenque y contrahecho, con el hígado probablemente dolorido, atormentado por la fealdad, tan desagradable, tan infamemente repugnante, y veo que también él está crucificado.
De modo que estoy como atrapado entre dos fuegos, entre estas dos torturas, una divina y otra impía. Pero las dos gritan: luchar contra el mundo, salvar el mundo; una vez más, pues, el hombre se rebela, incapaz de encontrar su lugar, vuelve a emprenderla con todo, y la idea universal, cósmica, omnipresente, estalla con fuerza... Ante mí, allí abajo, la pequeña ciudad de la que me llegan los sonidos de las bocinas de los coches y el ruido de una vida elemental, limitada y corta de vista. ¡Ah, huir de este lugar elevado e ir hacia allá, hacia abajo! Me falta aire aquí arriba, entre Cortés y la cruz. ¡Resulta trágico que Cortés me haya traído aquí para recitar por otra boca, esto es impía, la misma religión absoluta, extrema, universal, esta matemática de la Omnijusticia, esta Omnipureza!
De pronto, en la pierna izquierda de Cristo veo una inscripción: Delia y Quique, verano 1957.
La irrupción de esta inscripción en..., no, digamos mejor la irrupción de estos cuerpos frescos, sencillos y no torturados..., un soplo, una oleada de vida humana medianamente satisfecha... un hálito de ingenuidad maravillosamente santa en la existencia...
Estos fragmentos pertenecen al libro Diario (1953-1969), editorial El Cuenco de Plata
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