El libro salvaje
Por JUAN VILLORO
Fragmento de la novela publicada por el Fondo de Cultura Económica
Un chico con un raro poder, despertar una atracción irresistible en los ejemplares de una biblioteca, atiende la advertencia de su tío Tito: “Es el libro el que escoge a su lector”; esta obra del autor mexicano está narrada desde el punto de vista de Juan, de 13 años, que deberá buscar un secreto escondido entre las páginas
Cuando el correo llegaba a mi casa siempre esperaba que hubiera una carta para mí, pero toda la correspondencia era para mi padre. Ahora, por primera vez, recibía un sobre con una estampilla que mostraba a Napoleón en los tiempos en que era un soldado joven y usaba melena.
El sobre contenía una tarjeta postal. Vi la imagen de la torre Eiffel y, al reverso, la letra de patas de mosca de mi padre y su firma de alambre torcido.
La postal decía:
Hijo amado
Sé que son momentos difíciles para ti, pero te voy a querer siempre. Estoy construyendo un puente muy grande. Cuando termine, regresaré e iremos al zoológico y al fútbol.
Te adora, Papá
En esos momentos yo no quería ir al zoológico ni al fútbol.
Estuve a punto de romper la postal. La torre Eiffel me hizo recordar el frasco de hierro que yo debía tomar y me sabía asqueroso. Eufrosia había apagado la aspiradora y el tío me miraba con mucha curiosidad. Me dio vergüenza estar tan alterado. No podía romper la postal como si fuera un loco en una película. Para calmarme, le pedí que siguiera hablando de los libros que cambiaban de sitio.
–Justamente quería volver a ese tema –dijo él, muy entusiasmado–. Hay dos formas de que un libro llegue a ti: la normal y la secreta. La normal es que lo compres, te lo presten o te lo regalen. La secreta es mucho más importante: en ese caso es el libro el que escoge a su lector. A veces las dos se confunden. Crees que tú decidiste comprar un libro, pero en realidad él se puso ahí para que lo vieras y te sintieras atraído. Los libros no quieren ser leídos por cualquier persona, quieren ser leídos por las mejores personas, por eso buscan a sus lectores. Vamos a respirar un poco de aire fresco.
Pensé que saldríamos al jardín que rodeaba la casa, pero no fue así. Para el tío, el “aire fresco” era un sitio con menos libros de los habituales. Fuimos a uno de los muchos salones que volvían rara la casa y al que yo no hubiera podido llegar sin perderme. Era una habitación con alfombras de dibujos complicados (como serpientes entrelazadas) y macetas con helechos que recibían el sol de un tragaluz. Sólo había libros en un escritorio y en la mesa de centro.
Tuve la extraña sensación de haber estado ahí antes. Por eso me sorprendió tanto que tío Tito dijera:
–Hace diez años, cuando apenas tenías dos, estuviste aquí conmigo. Tus padres te dejaron durante unas horas porque tenían un asunto pendiente en esta parte de la ciudad. Te portaste bien, no voy a decir que no. Jugaste un rato con un cochecito de bomberos y luego te quedaste dormido. Tus padres volvieron por ti y todo pareció una visita común y corriente. Soy distraído, ya lo sabes, y tardé en darme cuenta de que algo había pasado.
–¿Qué pasó
–Tengo que ir al baño.
–Aguántate, tío, esto es muy emocionante. –Te lo diré a toda prisa: después de tu visita, muchos libros se revolvieron. Nunca antes me había pasado. Despertaste las almas de la biblioteca. Tienes un raro poder. ¡Eres un lector prínceps!
–¿Un lector prínceps?
–Un lector único. En la vida normal eres mi sobrino Juan, simpático y un poco barrigón. Para los libros eres un príncipe. Por eso te necesitaba aquí. Ahora sí voy al baño.
El tío salió a toda prisa. Vi los helechos y me parecieron plantas fabulosas, surgidas de una selva en miniatura. ¿Habría arañas ahí? El ambiente anunciaba algo extraño. El tío regresó minutos después.
–Esta biblioteca te necesita, sobrino –dijo con entusiasmo–. No sabes el trabajo que me dio convencer a tu madre de que vinieras. Hace años que se lo pido.
Ella cree que estoy medio loco –hizo una pausa, como si calculara con cuidado lo que iba a decir–. La verdad es que normal-normal no soy, ¿pero quién quiere ser común como un trapo? La gente que vale la pena se distingue por algo.
Entonces me di cuenta de la casualidad que había hecho posible que yo estuviera ahí. Después de la partida de mi padre, mi madre necesitaba estar sola para arreglar sus asuntos y al fin le había hecho caso al tío.
Sus ojos brillaban más que nunca cuando dijo: –Cada vez que has venido a esta casa, los libros han sentido tu presencia –esto me dio un poco de miedo; luego añadió–: no sé qué clase de lector prínceps eres. Tendremos que averiguarlo.
–¿Los libros se han movido desde que llegué? –Eso es lo raro. En esta ocasión están muy quietecitos, como si prepararan algo. Supongo que saben que vives aquí y no quieren precipitarse. –Hablas de ellos como si fueran personas. –Son algo más: son súper personas. Viven para siempre, buscando lectores.
No quería desilusionar al tío, pero tampoco quería darle falsas esperanzas,
así que le sugerí:
–Tal vez ya no atraigo a los libros.
–Eso puede suceder, desde luego. Hay niños geniales que maduran como idiotas y los libros dejan de interesarse en ellos. No me refiero a ti, claro está. Me parece que los libros te están estudiando.
–Me gusta leer, pero no tanto –comenté–. Prefiero ver la tele, andar en bicicleta o jugar con la Pinta, mi perra, o con mi amigo Pablo.
–No importa: los libros sienten que tú puedes leerlos mejor que otras personas. Un lector prínceps no es el que lee más libros sino el que encuentra más cosas en lo que lee.
–Tal vez ya no atraigo a los libros.
–Eso puede suceder, desde luego. Hay niños geniales que maduran como idiotas y los libros dejan de interesarse en ellos. No me refiero a ti, claro está. Me parece que los libros te están estudiando.
–Me gusta leer, pero no tanto –comenté–. Prefiero ver la tele, andar en bicicleta o jugar con la Pinta, mi perra, o con mi amigo Pablo.
–No importa: los libros sienten que tú puedes leerlos mejor que otras personas. Un lector prínceps no es el que lee más libros sino el que encuentra más cosas en lo que lee.
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