La tenaz decadencia de la Argentina y su política falopa
La agenda de los altos funcionarios argentinos está cada vez más desacoplada de las urgencias de una sociedad empobrecida, asustada y desesperanzada
Sergio Berensztein
Traidores y enemigos: gracias a las escandalosas declaraciones de los exjueces federales Oyarbide y Canicoba Corral nadie puede dudar de la imperiosa necesidad de reformar profundamente la Justicia. Si bien fueron un estandarte de la degradación de las instituciones, sería un grave error suponer que constituyen una excepción o los casos más graves. Sobran cotidianamente las evidencias de la responsabilidad del conjunto del sistema en la larga decadencia argentina. Esto excede al Poder Judicial: abarca al Ejecutivo (en especial, a su megalómano e ineficiente aparato estatal) y al Legislativo, además de al régimen de coparticipación federal y al sistema electoral y de votación. ¿Acaso no es necesario discutir en serio el financiamiento de la política? ¿Puede salir el país de esta decadencia secular con el actual sistema de relaciones laborales? ¿No replican y amplifican las provincias los vicios más detestables de la política nacional? Novedad de esta magra etapa de democratización atenuada que vivimos desde 1983 es el creciente papel de los intendentes. Ellos también son a menudo piezas claves de este complejo mecanismo de producción de desatinos y frustración.
Cada vez que se lanzaron intentos de reformas políticas o institucionales, el remedio fue peor que la enfermedad: siempre estuvieron sospechadas (con bastante razón) de favorecer los intereses de quienes las impulsaban. Lejos de apuntar a mejorar la calidad del sistema institucional, fueron diseñadas a medida de las preferencias de grupos o personas determinadas. En este sentido, la iniciativa impulsada por el Presidente nace herida en su legitimidad: duramente cuestionada por la oposición como una mera maniobra para lograr la impunidad de CFK, sus hijos y algunos de sus colaboradores, puede además convertirse en un nuevo caso Vicentin para un gobierno que tiende a dilapidar capital político en movidas que encuentran obvios y enormes obstáculos para concretarse.
Tanto la experiencia acumulada como la literatura académica sobre estas cuestiones coinciden en que para tener éxito y perdurabilidad este tipo de transformaciones institucionales deben hacerse con el consenso de los principales actores políticos y sociales. Asimismo, es crucial contar con la confianza de la ciudadanía tanto en los fines como en los medios: exactamente lo contrario a lo que ocurre con esta reforma judicial, que huele a autoamnistía y que conecta al elenco gobernante con el decadente final de la dictadura militar.
No se trata de un hecho aislado en el marco de un sistema político enfocado en resolver las principales demandas de la ciudadanía. Por el contrario, la agenda de los altos funcionarios argentinos está cada vez más desacoplada de las urgencias de una sociedad empobrecida, asustada y desesperanzada. Aunque evitemos el precipicio de un nuevo default, la economía continúa en caída libre en un escenario global cada vez más complejo e incierto, en el que hasta el presidente de EE.UU. amenaza con subvertir el orden constitucional, su país acumula un déficit fiscal sin precedente, se debilita el dólar como reserva de valor y el precio del oro llega a niveles récord. En un horizonte en el que la pandemia no exhibe mayores señales de desaceleración, perder tiempo en el affaire Ishii podría considerarse un lujo. Sin embargo, el sainete protagonizado por el intendente de José C. Paz es absolutamente trascendente: sintetiza el desastre institucional en el que estamos inmersos y representa la aceptación, la connivencia y la naturalización en la relación entre la política y el mundo de la marginalidad más absoluta, incluida la droga. El cierre de filas posterior de casi todo el sistema peronista bonaerense constituye una evidencia palmaria de defensa corporativa: incluso el gobierno de Kicillof, que hasta este episodio no parecía muy dispuesto a enchastrarse en la cultura tumbera que amalgama los mecanismos del poder del conurbano, quedó atrapado en la perversa lógica de las complicidades. Las palabras de descargo de Ishii o de su abogado no tuvieron la cualidad relajante del Rivotril: los pretextos resultaron aún más absurdos que el hecho en sí mismo.
No necesitábamos el video de Ishii para ratificar este disfuncionamiento. Se trata de un descalabro del que fueron también expresión quienes aseguraban hasta hace menos de un año que la Argentina había experimentado un cambio cultural. No obstante, con esa capacidad que tiene la realidad nacional de superar cualquier ficción por más disparatada que sea, el caso Ishii ratifica buena parte de los prejuicios respecto de cómo funciona la dirigencia de nuestro país. Al igual que el emperador de Hans Christian Andersen, la política nacional quedó al desnudo y a la vista de todo el mundo. Entre otras cosas, la confesión de este “barón del conurbano” ratifica la ausencia de una estrategia para combatir el narcotráfico, incluido el narcomenudeo, tanto del gobierno provincial como del nacional: que este punto no esté en la lista de prioridades es infinitamente más grave que el episodio del intendente desbocado. Los adláteres del “Estado presente” pero sin mecanismos efectivos de control ni programas de formación del personal administrativo y técnico deberán explicar el uso de las ambulancias pagadas por los contribuyentes para transportar estupefacientes, distribuidos por los empleados públicos: una metáfora perfecta de cómo un Estado que casi siempre es parte del problema difícilmente pueda constituirse en parte de la solución.
En cada palabra de Ishii se detecta la doble presencia del patrimonialismo y del clientelismo más tradicional. “Cuando se mandan las cagadas, que me venden la falopa, yo los tengo que cubrir”. Se trata de una perfecta muestra de personalización y abuso de poder: José C. Paz es su feudo, su territorio (en el que irónicamente eligió no vivir: prefirió la vecina localidad de Pilar, mientras algunos de sus colegas decidieron radicar residencia en Puerto Madero); allí hace y deshace a voluntad, soluciona los problemas al margen de cualquier marco normativo y hasta protege a quien necesita ser protegido.
Guillermo O’Donnell llamaba “zonas marrones” a esos ámbitos en los que el límite entre lo legal y lo ilegal queda completamente desdibujado, al igual que las diferencias entre lo público y lo privado. Se trata de espacios prototípicos del desastre político argentino. ¿Más ejemplos? Una moratoria impositiva diseñada a medida de un contribuyente que constituye el caso más representativo de un capitalista “amigo” (parásito) del poder. La connivencia con las redes de crimen organizado que, entremezcladas con la política local y algunos “movimientos sociales”, usurpan tierras para reproducir su estructura de poder basada en la pobreza extrema y la manipulación de desahuciados con la vil promesa de entregar mal llamadas viviendas o al menos un pedazo de tierra hostil. Lo vimos por estos días en la localidad bonaerense de Guernica, que curiosamente comparte nombre con la icónica obra de Pablo Picasso que muestra al mundo el horror de la Guerra Civil de su país. Mientras tanto, aquí nos encontramos a punto de seguir cubriendo nuestros propios horrores con reformas de cartón pintado pensadas ad hoc para beneficio de los propios reformadores.
Estamos inmersos en un desastre institucional
Las palabras de descargo de Ishii o de su abogado no tuvieron la cualidad relajante del Rivotril
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