Daniel Rabinovich: una infancia angustiante, la audición inesperada y el gran orgullo del mejor amigo de sus amigos
La vida, los sueños y el carácter del estudiante de Económicas que supo convertirse en pieza fundamental de Les Luthiers, el grupo que cambió para siempre la forma de hacer humor en la Argentina
Guillermo Courau
Primeros años de la década del ‘90, reunión de amigos por el cumpleaños de su hija Inés (entonces estudiante de periodismo) en la casa familiar de Vicente López. Daniel Rabinovich, con una sonrisa paternal que no le cabía en la cara y gorro “piluso” con el escudo de Independiente, se encargaba de todo: del asado, de que los invitados estuviéramos cómodos, de controlar la efusividad del perro de la familia que iba y venía, de mimo en mimo.También de registrar cada instante con su cámara de fotos, exultante.
No siempre se tiene la suerte de escribir de alguien a quien se pudo conocer lejos de las luces, los flashes y la tarea profesional. Cuando nace una charla despojada de suspicacias, sin grabación de por medio, aprehensión o búsqueda de un título, es cuando aflora la persona por sobre el personaje. Y en el caso de Daniel, esa persona era feliz por la familia que había formado, estaba orgulloso de él y de ellos. Y no le interesaba disimularlo ni un poco.
“Cuando uno está de gira, las dimensiones son diferentes. Se desordenan muchas de tus costumbres, se desordena tu vida. Por eso, cuando estoy acá en familia, soy un tipo inmensamente feliz”, decía en una entrevista aquel que tenía al mundo riendo a sus pies, pero nunca se la creyó. Ni siquiera reafirmando su nombre artístico, que era también el de nacimiento. Porque fuera del escenario y de las notas no era Daniel, sino “Neneco”, apodo que le puso su hermano mayor cuando le dijeron que el bebé recién nacido era “como un muñeco”. Y claro, cómo no honrar el sobrenombre si había surgido en familia. En su familia.
“El recuerdo de la infancia me viene con bastante angustia. Fui un nene profundamente infeliz. Tengo muchísimas mejores sensaciones de mi segunda mitad de la vida que de la primera”, contaba en una entrevista de 2009. Desde muy chico el asma lo había tenido a maltraer (lo que no le impidió ser más tarde un fumador empedernido). Habiendo nacido en la Ciudad de Buenos Aires, a los siete años lo mandaron a la casa de una tía en Mendoza. Y si bien el cambio de aire fue beneficioso para su enfermedad, lo mantuvo tres años lejos de sus padres y hermanos, una herida dolorosa que nunca terminó de cicatrizar.
La invitación de una prima llevó a un Daniel de 17 años a sumarse al coro de la Facultad de Ingenieria, justo él que iba para contador. A pesar de no tener formación, el adolescente se defendía bastante bien en lo vocal, y también en lo social. Así recordaba Marcos Mundstock en el libro Neneco (Pablo Mendelevich, Ed. Planeta) su encuentro con Daniel: “El primer recuerdo que tengo de él, como una foto en la cabeza, es el día en que vino a probarse al Coro de Ingeniería. Tenía aspecto de estudiante de Derecho. Peinado a la gomina. Gordito. Pensé: ‘¿Quién es este tacuara?’. Después, cuando supe su apellido, descarté esa hipótesis. Era un tipo muy sociable, algo que le envidié siempre. Así que se acercó rápidamente y nos hicimos amigos. Un tiempo después reconstruimos que entre nosotros existía un vínculo previo, porque compartimos el Nacional Belgrano aunque sin ser compañeros de turno ni de año. Yo iba a la mañana, él a la tarde. Por lo tanto, no nos conocíamos directamente pero sabíamos de la existencia el uno del otro porque yo era compañero de un primo de él”. En el multitudinario grupo estaban también unos muy jóvenes Carlos Núñez Cortés, Jorge Maronna y el capitán del barco, Gerardo Masana. Al igual que Daniel que estaba en Derecho, ellos tampoco estudiaban arquitectura; eran proyecto de químico, médico y arquitecto, respectivamente.
Una reunión creativa a comienzos de la década de los 80, cuando Ernesto Acher todavía formaba parte de la agrupación.
La primera formación, I Musicisti (que incluso llegó a la televisión como invitados del programa Telecataplum) terminó abruptamente en 1967 por cuestiones económicas, con un Daniel que casi “se va a las manos” con otro integrante de la agrupación, Jorge Schussheim. Este último se quedó con el nombre pero sin Masana, Maronna, Mundstock, Rabinovich, y los primeros instrumentos informales. Más tarde se repatrió a Carlitos Núñez, y se sumaron Carlos López Puccio y Ernesto Acher.
También se llevaron una idea, la de desarrollar un tipo de humor por entonces desconocido en estas tierras (en Estados Unidos estaba el caso de Peter Schickele, compositor con algunos puntos en común). La semilla de Les Luthiers había sido plantada.
El mejor amigo de sus amigos
Daniel Rabinovich entendía que la vida “merece ser vivida, mientras que la muerte merece ser morida”, y en pos de ello es que hacía gala de una frontalidad a toda prueba, directamente proporcional a sus estados de ánimo. Si estaba de buen humor era encantador, si había tenido algún problema, lo mejor era evitarlo hasta que se le pasara.
Por supuesto su personalidad iba de la mano de su rapidez, inteligencia e histrionismo, y así se lo confirmaba Marcos Mundstock a Mendelevich: “En una Navidad, una chica del coro hizo una fiesta en su casa y con Daniel nos pusimos medio en pedo. Cuando terminaron los festejos, fuimos juntos a tomar el colectivo en plaza Vicente López; creo que él se tomaba el 101 para ir a México y Tacuarí, y el mío era otro porque vivía en Anchorena y Tucumán. Nos sentamos en el cordón de la vereda, a la espera de nuestros respectivos transportes, y entonces pasó otro pibe que, como Daniel, era estudiante de Derecho. Se pusieron a charlar y él, con su personalidad expansiva, le dijo: ‘Porque todos los profesores de la cátedra de Tal son unos hijos de puta…’. El pibe lo miró y le dijo: ‘Tal es mi papá’. Daniel lo enmendó rápidamente: ‘Son todos unos hijos de puta, menos tu padre’”.
Lo demás es historia conocida. Un grupo soñado de virtuosos para el humor, para la música, para la actuación, para la escritura. No hubo ni seguramente habrá otro conjunto de tanta excelencia. ¿Pero cómo era Daniel detrás de escena, cuando se aflojaba el moñito y se abría el primer botón de camisa? En Neneco, Carlos López Puccio dio algunas pistas: “Daniel era muy entrador, amiguero. De todos nosotros, era indudablemente el tipo con más calle. Le daba al grupo un buen tono muchachero, de hombres de joda. Era el más espontáneo, y el que realmente tenía más contacto con la realidad y con la gente. Los demás éramos mucho más intelectuales y eso no siempre caía bien. Era el más amigable, el más componedor y sociable”.
Y también un gran compañero de truco: “En el grupo existía tanta pasión por el truco que llegamos a retrasar funciones, cosa que nos daba mucha vergüenza, pero había que terminar el partido. Entre función y función jugábamos y cenábamos, otra cosa que también constituye una barbaridad. Hacer una función henchido de comida y eventualmente habiendo bebido un poco de vino es algo que ningún actor serio haría. Pero éramos muy jóvenes. En noviembre del 69 yo tenía apenas veintitrés años. Nuestros rivales posibles eran Ernesto Acher y Marcos, que es un tipo muy inteligente. El problema fue que él no entendía que existe algo más que la picardía criolla. Marcos pensaba que podías ganar con ingenio, un poco de astucia y determinado desarrollo de la mentira. Pero se le perdía que uno podía jugar más inteligentemente: al utilizar la estadística, un juego exige más que viveza criolla. Entonces había muchas situaciones en las que quedaban expuestos a cosas evidentes sin darse cuenta. Era fantástico cómo caían en la celada, cómo nos mostraban cosas que no advertían que mostraban, facilitándonos hacerlos incurrir en errores. Era un truco muy pensado. Daniel jugaba mejor que yo, con él aprendí mucho. Además él era más farsante en el buen sentido, más simpaticón, de esos jugadores de truco divertidos que forman parte de nuestro acervo criollo”.
Deportista dotado para el rugby, nadador, billarista a tres bandas, por un tiempo horticultor, fanático de programas de cocina, experto en pesto, coleccionista de sacacorchos, actor de cine y televisión, cantante con registro de tenor y payaso, Daniel era un apasionado de la vida, además de incondicional de sus amigos. Carlos Núñez Cortés le contaba a Mendelevich: “Recuerdo una vez en la que yo había chocado y él me dijo: ‘Tomá, acá tenés mi auto, usalo todo lo que quieras’. Hace diez años yo estaba en España y no sé cómo me quedé sin plata. Lo comenté por allí y Daniel me dijo: ‘¿Cuánto necesitás? ¿Te parecen 500 euros? ¿Necesitás más? Voy al hotel y busco’. Acepté su propuesta y él estaba feliz de poder ayudarme porque su generosidad era increíble. Después hubo una época en la que estuvimos un poco distanciados y él se volvió medio cabrón. Cuando se enojaba, ponía una cara que nos ahuyentaba a todos. Visto en perspectiva, intuyo que eso tuvo que ver con una especie de desgaste físico, cuando el cuerpo empezó a pasarle factura. Daniel era ciclotímico y muchas veces se enojaba con él mismo. Un día estaba bien y, al siguiente, muy mal. Nosotros lo veíamos de lejos y reconocíamos esos estados enseguida: había señales claras, como cuando tenía un mal día y se le caía la mandíbula inferior. Era tan así que entre nosotros inventamos un eufemismo. Preguntábamos: ‘¿Cómo está Daniel? Hay que comprar’. Eso quería decir que la mandíbula estaba baja. Al momento de actuar, Daniel era una fiesta. Pero siempre tuve la sensación de que se deprimía cuando bajaba del escenario”. Y precisamente fue el escenario el que lo cobijó, cuando comenzaron los problemas de salud recurrentes. El escenario y la familia.
Lo que yo quiero es ser feliz
Daniel Rabinovich
Más allá de su sobrepeso, que lo llevó a hacer regímenes estrictos en más de una ocasión, el asma infantil y el cigarrillo adulto, la primera vez Daniel Rabinovich se asustó de verdad fue en 1995, cuando sufrió un infarto en Barcelona: “Después de un golpe así la vida cambia. Quedás impresionado. Los médicos me dijeron que esa sensación se iba al año, pero a mí me duró el doble: durante un par de años tuve mucho miedo, miedo a volverme a sentir mal. Al tiempo viví algo muy fuerte, ví como un coche atropellaba a mi perro. Murió en mis brazos, sentí que me moría yo también”.
Más tarde llegó una operación de cadera, cuya recuperación terminó sobre el escenario, porque “Neneco” se cansó de estar ausente y se dio el alta antes de tiempo. En 2012 llegó un segundo infarto, y su salud entró en declive. Daniel se alejó de los escenarios, y se refugió en su casa. Se sumaron problemas de movilidad, pero nada de todo eso lo frenó a seguir creando. Dicen sus amigos que cuando lo iban a visitar, el artista estaba largo rato contándoles ideas de futuros proyectos con Les Luthiers, como así también de nuevos cuentos, una afición que nació en él a partir de la publicación de su libro Cuentos en serio, en 2003.
Daniel era un gran improvisador.
“A veces nos gritan ‘Genios’, pero no somos tal cosa -le contaba a su amiga Magdalena Ruíz Guiñazú-. Somos tipos normales. Pertenecemos, eso sí, a un estadío de un lugar y un momento que fue la Argentina del siglo pasado, Buenos Aires como núcleo sociocultural-judeocristiano productor de cosas y fenómenos. También se lo debemos a una educación universitaria de la mejor época de la historia de la UBA. La que fue desde el ‘55 hasta el ‘66, y a la que fuimos todos nosotros. Todos dimos vueltas por allí. Eso sin duda, marca un poco el orillo de Les Luthiers, una especie de formación muy humanística y polifacética para cada uno de nosotros. No quiero pensar que ese país ya fue. Creo que si logramos ordenarnos, bajar un poquito el desastre de la corrupción, la mala administración que estamos viviendo y la idiotez pública, con el contrapeso de la educación, podemos volver a tener un vergel. Somos un pueblo que está realmente bendito porque hay gente creativa para todo”.
Daniel Rabinovich falleció el 21 de agosto de 2015, y con él se fue también una forma única de hacer humor. Les Luthiers continuó pero ya no fue lo mismo. “No vivo el éxito como una sensación de poder. Muchas veces me siento una persona débil, muy falible, y pido ayuda... Solamente cuando escribo he descubierto que me siento poderoso. A veces, con un gesto, una respiración, una cara, lográs que seis mil ojos cambien de expresión. Pero eso me da placer, que es algo bien diferente del poder. Por otra parte, tampoco me interesa. Lo que yo quiero es ser feliz”.
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