Imanol Arias
“Siempre me he rebelado contra la militancia”
Texto de Valeria Agis // Fotos: Manuel Cascallar
Es 2010 e Imanol Arias arriba a Nueva York, fatigado por el vuelo. Cuando, después de sortear mangas, pasillos y escaleras mecánicas, llega al área de Inmigraciones, el agente norteamericano que recibe su pasaporte confunde su procedencia, la provincia de León, España, con Sierra Leona, en África, donde en ese momento golpeaba como un rayo la epidemia del Ébola. Espantado, el no muy diestro inspector lo dirige de inmediato y sin quitarle los ojos de encima a una habitación aledaña –el ominoso “cuartito”, terror de todo viajero–, a la cual convoca, además, a otros varios funcionarios, que sin piedad y en inglés comienzan a ametrallar al recién llegado a preguntas: que por qué está ahí, que cómo se le ocurre, que si tiene certificado médico. El actor palidece de nervios, nunca le ha ocurrido algo semejante, no comprende que la raíz del problema es una equivocación, un yerro, como en una de esas comedias baratas de enredos. Ya a punto de examinarlo sin ropas, se suma al séquito una agente femenina que lo mira, extrañada, y sin decirle una palabra comienza a hablarle al oído a sus colegas. Se hace silencio; la tensión crece. Cuando la situación entera es insoportable, la funcionaria mira al actor, lo saluda en un español con fuerte acento cubano y, con total seriedad, le anuncia: “Tengo una sola pregunta para hacerle”. “Claro –responde él, sorprendido de encontrar una voz en su idioma–. Lo que sea”. La mujer se acerca, y frente a toda la comitiva suelta: “Ladislao, ¿estás ahí?”, a lo cual el actor, azorado, contesta: “Siempre, a tu lado Camila”. “No se preocupe”, escucha, un segundo después. “Ya está todo arreglado”. Buenos Aires, marzo de 2024. Imanol Arias se reclina en el sillón de lienzo claro que lo cobija en el subsuelo de la sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza, donde acaba de montar la obra Mejor no decirlo, junto con Mercedes Morán y dirección de Claudio Tolcachir, y cuenta la anécdota con una sonrisa, evocando el film que lo trajo por primera vez a este país y que lo volvió un suceso. “De esas me han pasado varias, a lo largo de los años”, asegura. “Esa película tuvo un éxito impresionante en toda Latinoamérica y en muchas partes del mundo. En Cuba incluso ayudó a la Iglesia a tener mejor relación con el gobierno en aquel momento. Susú [Pecoraro] fue un impacto que los mató…”. Este mayo se cumplen 40 años del estreno de Camila y su protagonista masculino vuelve a la tierra que se enamoró de él a primera vista para refugiarse, como un cazador que retorna a la espesura en busca de algo suyo; esa indómita bestia propia, ese fuego interno que la rutina y las más de dos décadas de interpretar a Antonio Alcántara –a quien el público terminó apodando “el padre de España”– en ese suceso de la TV ibérica que fue Cuéntame cómo pasó, sosegaron. Entonces llega acá con talante hogareño y reclama su estatus de argentino por adopción. Llega acá porque adora los jardines, lo potente que es el verde, el empedrado, el buen vino (“me falta mi estancia larga en Mendoza”, confiesa), los perros que pasean, tan bien cuidados y con toda civilidad, por las calles. Llega acá con la mirada clara y la sonrisa cálida de un amigo que, en medio de la tormenta, dice que todo va a estar bien; incluso si no es del todo cierto, incluso si un ataque al hígado –”por tomar antibióticos, algo que no acostumbro”– después de una infección odontológica lo tuvo a maltraer a días del estreno y postergó esta generosa entrevista de una figura que ya no es afecta a estar en primera plana. “Yo ya no estoy en los medios, no juego en la televisión; si no tengo nada en los premios Goya, no voy. Lo he vivido todo desde muy joven. Ahora solo necesitaba estar aquí”, reconoce. “Esta vez, he venido a sostenerme”.
Chico Almodóvar. Madrid y su Movida; Imanol Arias en un film ahora considerado de culto. Un clásico. La historia de amor dirigida por María Luisa Bemberg que le abrió las puertas de la Argentina. “El padre de España”: durante 22 años encarnó al entrañable Antonio Alcántara en la TV de su país. Con Mercedes Morán, en Mejor no decirlo
–Habla de algo muy personal, entonces, más allá del teatro. –Yo ya había hecho un viaje así en 1994, para salir de algo en lo que había trabajado durante mucho tiempo: dos series de televisión seguidas y un ciclo de películas muy gloriosos. Llegas a una edad en la que notas que, o continúas con el mismo personaje, o hace falta un pequeño parón para el cambio. Cuando eres muy joven, muchas veces te determinan qué es lo que vas a hacer, independientemente de qué tipo de actor seas. Y yo en ese sentido fui un galán. En 1994 corté con todo eso y me vine con mi familia aquí. Estuve un año haciendo Calígula, en esta misma sala [dirigido por Rubén Szuchmacher]. Traje a toda mi familia, mi madre incluida. Aquello fue como una emigración, no en tiempos de crisis sino en tiempos de gloria. Esta esta vez es un poco lo mismo. Después de 22 años de hacer el mismo personaje, pesar 64 kilos y llevar un bigote, tenía que hacer algo diferente para desengancharme. –Y lo diferente fue venir al sur… –Es que, para mí, Buenos Aires tiene un sentido que no tiene Nueva York ni ninguna otra gran ciudad: yo me formo aquí. Tengo maestros, compañeros a los que admiro. Mi idea era estar cinco o seis meses y aprovechar. Cuando ya lo tenía todo listo, surge la posibilidad de hacer Mejor no decirlo, de la mano de Claudio (Tolcachir) y elegido por Mercedes Morán, una vieja amiga con quien la vida nos cruzó hace tiempo, pero con quien no habíamos trabajado juntos nunca. Vi el cielo abierto… Me dije: “Voy a ir y lo haré como lo tenía previsto: solo. Iré a sostenerme, a montar la función, a engordar, a hacer ejercicio, a relacionarme con amigos, a limpiar algunas amistades muy queridas”. –¿A limpiar amistades? –Sí. Es que yo aquí tenía amistades de esas tan, tan queridas, que me acaparaban y entonces no veía a nadie más. Llegó un momento en que pensé en alejar un poco a esa gente, quizás la más querida, para estar libre en Buenos Aires. Y eso es lo que estoy haciendo: mantengo una casa grande, doy muchos paseos y vivo este lugar como me gusta a mí, con sorpresas. Esta ciudad es tan grande que no llego a abarcarla, nunca llego a conocerla del todo. –Y sin embargo, aquí es un porteño más. –Sí, y me siento así. A veces pido disculpas, pienso que soy inocente por sentirlo… Pero no puedo evitarlo. Por ejemplo, soy de River, apasionadamente. Ya sé que es una nimiedad, pero hasta eso acepté. Y me siento parte de la comunidad actoral argentina. Hay sitios aquí que me calman, me emocionan, me marcan ciclos. Yo vine aquí por primerísima vez muy joven, en 1983, y este país, de forma muy generosa, se me entregó. Esta sigue siendo una ciudad en la que me siento especialmente bien para reconstruirme. A eso he venido. –Para los argentinos, con Imanol, fue amor a primera vista. ¿Qué le pasó a Imanol con los argentinos, en ese primer viaje de 1983 para filmar Camila? –Yo era jovencísimo, pero ya había pasado en España la Transición [el paso del franquismo a la consolidación del sistema parlamentario], donde yo había tenido posicionamientos públicos. Fue el momento de negociar, de crear una unión de actores que no fuera de ningún partido. Siempre me he rebelado mucho contra la militancia que te obliga a tener un pensamiento único, desde muy joven. Lo sorprendente fue que, al llegar aquí, María Luisa (Bemberg) me dijo: “Te vas a encontrar con un país que te va a amar. Vienes de la democracia”. Y así fue. Llegué aquí en diciembre; estaba recién asumido Raúl Alfonsín. Yo vivía en el Hotel Bauen y recuerdo que me convocaban para hacerme entrevistas sobre la democracia. Me llamaba Bernardo Neustadt para hablar sobre la universidad pública y privada; me fotografiaba el estudio Rocca Cherniavsky metido en un baño, por la película de Almodóvar [se refiere a Laberinto de pasiones, de 1982]… Había todo un movimiento, y yo caí de pie. Para mí fue definitivo. –Hay una línea en Camila que parece un presagio. En un momento, su personaje dice: “Yo siempre seré Gutiérrez”. Aquí, esa frase cobró una dimensión literal: siempre será Ladislao Gutiérrez para los argentinos. –Totalmente. Ya me he acostumbrado, a aceptarlo y a ver su parte positiva, porque nunca me ha condicionado. Aquí el público no quiere que yo haga más Gutiérrez, quiere a ese Gutiérrez. –El film es tremendamente audaz para la época e incluso hoy; fue parte de la libertad... –Recuerdo que María Luisa decía que esas películas había que hacerlas con todos los medios necesarios y con la estética de la época, pero vivirla como si fuese actual, como si estuviéramos rodando Kramer vs. Kramer. Nos pidió vivir la trama olvidándonos de que era histórica. La clave fue hacerlo pensando en cómo se relacionarían esos dos seres en ese momento. El sexo está representado con una naturalidad brutal; éramos dos chicos jóvenes. Era la única manera de justificar que la presencia de Dios rompiera ese vínculo tan animal, tan poderoso. Debo decir que en ese rodaje me encontré con una de las actrices más poderosas con las que trabajé en mi vida; el trabajo de Susú es inconmensurable.“Yo vine aquí por primera vez jovencísimo”, evoca, “y este país, de forma muy generosa, se me entregó”
–Dice que este país se entregó a usted… ¿Qué le gusta de los argentinos? –A mí me gusta la pasión por lo suyo que tienen. Me gusta lo que menos reconocen ellos: que no son un pueblo, son varios. El argentino tiene mucho que ver con el idioma que habla, que es un español con música italiana. ¡El argentino se considera dueño de la Argentina! –risa irónica–. Me gusta que es un pueblo que se expresa; que a pesar de los errores que pueda cometer y de que a veces parece que no avanza, tiene un sentido casi anarquista, de 1900. Eso, tal como va el mundo, no sé si es muy productivo, no sé si es beneficioso, pero para mí tiene una aureola gloriosa. –¿Y cómo ve el español más argentino del mundo este momento de la Argentina? –Para mí es muy difícil tener una opinión pública clara sobre acontecimientos de este momento de la política. –¿Pero qué ve, cómo ve la calle? –Siempre que hay procesos, cualquiera que sean, se empieza sufriendo en la calle. Y aquí hay un proceso, que no es exclusivo, también se está dando en otros sitios. La Argentina es un caso muy insólito, lo digo con todo respeto, porque es resiliente. El pueblo tiene una cierta forma de entender la sociedad, que lo ha distinguido durante muchos años y que seguramente, a contrapelo de muchas situaciones económicas mundiales, ha producido grandes momentos y grandes fracasos también, pero es algo que está en el ADN. Un país de inmigrantes, un país en el que los abuelos eran anarquistas, que venían huyendo del fascismo, de los imperios y del hambre… No sé si eso se puede menospreciar, aunque tampoco darle poder absoluto. La Argentina encierra para mí un paradigma: que un país que tiene una capacidad extractiva importantísima y que tuvo, digo “tuvo” y me gustaría no molestar a nadie, una educación exquisita, siga manteniendo índices de pobreza tan altos, es un misterio para mí, muy difícil de entender. –Hablaba de la cuestión cíclica. España ha tenido ciclos también. –Pero los pactos fueron siempre entre dos resortes: un partido de centroderecha y otro de centroizquierda. Los pactos internos fueron traspasar la guerra que era la lucha del comunismo contra el fascismo. Al final de la Guerra Fría, los Estados Unidos y Rusia pactaron que en Europa habría una especie de consenso y se dedicaron a jugar a destrozar otras partes del mundo. –¿Cambió su popularidad en España en los últimos años, en relación con la situación judicial que le tocó enfrentar? (conocida como “el caso Nummaria”, por un presunto fraude fiscal, que involucró también a otras figuras). –Sí, me di cuenta de que mi vida pública, que había sido muy activa, porque yo fui presidente de Propiedad Intelectual de los artistas, fui fundador del sindicato de actores, el vocero de la campaña anti OTAN, ya no resistía más… Yo pagué un precio. Son muchos los problemas fiscales que ha habido en España con artistas, no por ocultamiento, ni por prevaricación, sino simplemente porque nos ofrecieron una fórmula tributaria [la europea] y, al cabo de un momento, el Partido Popular, avalado por una por una prensa que necesitaba eso, cambió el criterio retroactivamente y nos pilló. Yo tenía una empresa, con 22 empleados. Nos acogimos a esa fórmula, con la cual yo no cobraba beneficios sino que tenía una renta vitalicia, lo cual me desgravaba muchísimos impuestos. Mi caso fue por haber pagado de menos. Cuando empezó todo, primero me asusté muchísimo, pero luego pensé que debía ver el mundo de otra manera. Algunos pagaron multas, se arruinaron y siguieron adelante. Un compañero que estaba en mi misma situación se suicidó; otros han quedado tocados… Yo opté por vivir, por alejarme, por no creerme nada. Y sobre todo, por no participar del nuevo jolgorio de los medios ni de la política. –¿Por qué de los medios? –Hace un tiempo, los medios se enfrentaron a Google por la propiedad intelectual. Cuando eso empezó, yo estuve todo un año reuniéndome con directores de medios de España. Estábamos del mismo lado. Luego, esos mismos medios comenzaron a publicar colecciones de DVD los fines de semana, pero nunca pensaron en que había que pagar un derecho de reproducción por eso. Los artistas lo reclamamos, y allí caímos todos; se desató una lucha. Google salió airoso, el poder mediático y la Hacienda española salieron airosos. Fue mi última guerra y la perdí. No soy inocente, sé que los propios medios sufren con todo esto. Tengo muchos amigos periodistas y me hablan de lo que es hoy en día una redacción, el poder que tienen las redes sociales, la forma de redactar un titular para que abras… Todo sirve para agitar la olla.
Como un porteño, Imanol Arias recorre sus lugares favoritos de la ciudad
–En la Argentina se han dejado de producir ficciones abiertas para TV este año, con el cierre de Polka. En España, Cuéntame cómo pasó acaba de terminar, pero toda una generación creció con con esos actores y actrices “metidos” en su casa cada día. ¿Qué sigue? –Las series turcas son tan baratas, que son las que se compran. La televisión pública española tiene un cierto nivel de producción, pero no puede apostar por la calidad, o raramente. Sobre todo porque en un momento determinado las privadas “recomendaron” al presidente [José Luis Rodríguez] Zapatero que, si quería que dejaran de tocar las narices con el atentado del 11M y todo eso, quitara la publicidad de Televisión Española. Es complejo trabajar en la TV pública; es complejo que en tiempos de crisis la gente te separe de los políticos, de los responsables. Yo jamás estuve contratado por la televisión pública, sino mediante una productora. Sin embargo, los sindicatos de TV, de ideologías muy parecidas a las que yo tuve, me querían echar. Yo les decía: ‘No me queréis echar, me queréis censurar’. Yo no estoy contratado’. Siempre hay tensiones que te ponen ahí en medio. –Acá también se está debatiendo una cuestión y poniendo la lupa ahora en los medios públicos, el Incaa y demás. –Claro, ese asunto es cerrar o arreglar… En España hay arreglos continuos. Además, las subvenciones al cine allí hay que devolverlas, son casi como una hipoteca. Se ha avanzado mucho en los incentivos fiscales, aunque aún falta. Creo que el cine produce una actividad económica enorme. Hay que rebajar los impuestos; que la gente que deja dinero al filmar no pague todo el coste, siempre y cuando contrate gente y genere dinero para las jubilaciones y demás. El cine argentino ha superado a muchos a nivel mundial. Los incentivos fiscales son una fórmula posible. Pero para llegar a eso no se puede estar en un plan de batalla. Aquí hay mucho ruido, y hay cosas que sirven para hacer ruido. Hay que serenarse. En mi caso, lo que me quede de vida ya no será en medio del fregao ni retirado, sino utilizando mi habilidad, sin dar lecciones a nadie. Lo mejor ahora, como actor, es pensar en qué puedo dar. –¿Y qué quiere dar? ¿Con qué sueña? –Quiero hacer a un Poncio Pilato maduro. ¿Qué le pasaría a ese personaje si le hubiera llegado un Cristo a sus 72 años? Eso está adelante. Estos proyectos me ayudan a vivir, a desenraizarme de mi casa en Madrid. Estoy tranquilo y puedo hacerlo; sé que mis hijos [Jon y Daniel, de 37 y 22 años] están muy bien, quiero que vengan a visitarme aquí. –Sus hijos son actores… –Actores y algo más. Porque están con la música y esas cosas. Aunque lo más prominente es la actuación. –¿Y aceptan consejos de un actor ahora muy experimentado pero que alguna vez, cuando era un jovencito, durmió en el Metro de Madrid? –Mi hijo mayor se ríe de eso porque sabe que fue una circunstancia nada desagradable. Yo no podía volver a mi casa porque mi padre se negaba a decir que yo era actor; decía que yo estaba estudiando Ingeniería. ¡Hasta que no terminaba el curso oficial de Ingeniería yo no podía aparecer por allí! En el Metro dormí tres o cuatro días. El resto me acomodaba en casa de amigos, porque como era ya verano, los padres se iban de fin de semana y yo aprovechaba: comía como una bestia, me llevaba tres o cuatro panes y unas latas (risas). –Al Pacino cuenta algo muy parecido… –Es algo muy común entre los actores. Lo que no es común es que llegues a ser lo suficientemente importante como para que trascienda… Mis hijos nunca me han pedido un consejo de más, pero nunca me han rechazado una visión. De vínculos y “administraciones” –Mejor no decirlo transcurre en la intimidad de un matrimonio. Usted ha tenido matrimonios, largas convivencias, parejas. ¿Qué aprendió? –Que nada cambia si no tienes tres administraciones (risas). Yo tuve una primera administración [habla de su casamiento con la actriz Socorro Anadón] que fue muy juvenil y maravillosa; duró poco porque fue una novedad. Fue uno de los primeros matrimonios civiles que se hicieron en España. Mi padre llegó tarde y tuvimos que repetir la ceremonia: “¿Puede casarles otra vez, que vengo desde Bilbao?”, le dijo a la jueza, que era un encanto y nos casó de vuelta (risas). Luego tuve la administración gestante; esa fue Pastora [Vega]. Creo que, salvo que seas una bestia, esa relación no se rompe nunca, porque hay un vínculo muy importante. Quizás la persona de quien sentimentalmente más cerca estoy es la madre de mis hijos. Nos hemos separado, pero hay una parte en la que somos familia. Y luego tuve la suerte de tener una tercera administración [con la fotógrafa y diseñadora Irene Meritxell], maravillosa, moderna –ella era 20 años más joven que yo– con una inteligencia emocional increíble. Es una de las personas a quien más quiero, sigue aportando a mi vida una visión especial. Al tener tres administraciones, ya está. Ahora no tengo relación y no la necesito. Tengo personas cercanas que son maestros, compañeros, amigos… –Hablaba de haberse corrido deliberadamente del lugar en el que lo habían puesto al comienzo de su carrera. ¿Cómo se deja de ser un galán? –Una vez, yo estaba trabajando con Kirk Douglas [para Welcome to Veraz, un film de de Xavier Castaño, de 1991] y estábamos en Francia, en un hotel de montaña, que estaba vacío porque era verano. Él hizo llenar la piscina y todos los días a las 5 de la mañana me gritaba: “Good morning, get up!!” (“Buen día, ¡despertate!”, lo imita) para ir a nadar. Su esposa [Anne Buydens] era encantadora, y un día hablamos de su hijo Peter [medio hermano de Michael Douglas], que en ese momento estaba produciendo muchísimo y era un boom. “Qué bueno lo de tu hijo”, le digo yo. Ella me mira y responde: “Sí. Es listo, pero tiene un problemita, como tú, como Michael y como Pierce Brosnan”. Hagáis lo que hagáis, siempre van peinados igual” (risas). Eso contesta la pregunta. Quizás tienes el mismo peinado, con la raya en el mismo lado que hace 50 años, pero bueno… Sigues siendo un galán, pero ya no ejerces. El subsuelo del teatro se llena de risas. Llega el momento de las fotos e Imanol Arias se despide a la española, con dos besos, antes de volver al escenario para un último ensayo vespertino. Arriba, la ciudad va y viene sobre calle Corrientes. Tan nuestra, tan suya. Lista para volver a rendirse a sus pies.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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