martes, 9 de abril de 2024

RAMÓN "PALITO " ORTEGA.....EL MÁS POPULAR...Y QUERIDO


Palito Ortega
“El mejor negocio es portarse bien”


Texto de Diana Fernández Irusta // Fotos: Mariana Roveda
La Casa de Gobierno de Tucumán es imponente. Barroco francés, escalinatas, farolas de bronce, tres cúpulas negras. En algún momento de comienzos de los años 50, un morocho flaquito, más niño que adolescente, le daba duro y parejo a la bicicleta mientras repartía mercadería para unos grandes almacenes y miraba de reojo a un edificio que, no sabía muy bien por qué, lo intimidaba. Unos cuarenta años después no lo iba a mirar ni de lejos ni con temor: subiría uno a uno los peldaños de esas escalinatas, ungido gobernador de la provincia. El pequeño repartidor, hijo de un obrero de la zafra, tampoco podía imaginar que, mucho antes de que lo llamasen “señor gobernador”, la industria musical argentina lo apodaría “el Rey”: sería cantante, productor, actor, director de cine; en 1967 su casamiento con la actriz Evangelina Salazar paralizaría al país, sus canciones sonarían en fiestas de adolescentes, en escuelas, en canchas de fútbol, en eventos de todos –y “todos” es todos– los colores políticos. Masivo y popular como pocos, no evitó la miradita por encima del hombro del mundo intelectual, pero obtuvo –por razones, circunstancias y de modos diversos– la cercanía de figuras como Carlos Alonso, María Elena Walsh, Mercedes Sosa, Charly García. Del pueblo de Lules a Buenos Aires, del Tucumán más humilde al panteón de las celebridades nacionales, Ramón Palito Ortega (el mismo al que Menem impulsó a la política bajo el mantra: “Ramoncito, caminá solo, porque la gente te quiere a vos”) también viviría por un tiempo en los Estados Unidos y hasta se animaría a traer a la Argentina a Frank Sinatra, en una jugada empresarial que casi le hizo perderlo todo, pero de la que terminaría recuperándose. Ramón Ortega: un hombre tocado por la varita de la intuición, la audacia y, como lo señalan Abel Gilbert y Pablo Alabarces en Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el Rey (Gourmet Musical), cierta capacidad de redención. Con 83 años recién cumplidos, se prepara para presentarse ante el público porteño en el Luna Park, el 20 de este mes, en el marco del tour despedida Gracias. Recibe en su casa de Barrio Norte, escoltado por el enorme retrato que le hiciera Antonio Berni en 1975, y junto a un piano al que le arranca alguna melodía mientras se prepara la sesión fotográfica. Palito luce impecable; a unos pasos, discreta y atenta por si su intervención hiciera falta, aguarda la maquilladora. Ortega vivió muchas vidas en una; recorridos semejantes no se hacen sin aprender que los detalles cuentan tanto como el ángel, la ambición, el talento.“Cuando andás mucho se abren muchas puertas, vos tenés que elegir por cuál querés entrar”
–Llegó a Buenos Aires solo, a los 14 años, sin contactos, recursos, nada. Dispuesto a trabajar de lo que fuera, a vivir como fuera. ¿Qué queda en usted de ese chico, incluso de esa intemperie? –Lo más importante, por lo menos para mí, es no perder de vista esa referencia. Si me olvido de dónde vengo seguramente voy a tener muchas dificultades para saber adónde voy. Yo sé de dónde vengo y cuando me vine para acá ya sabía lo que quería. Ramón Bautista Ortega es un profesional. Y responde como tal a una pregunta que ya debe haber escuchado mil veces. Tanto como la súplica “Cuidalo a Charly”, que se ganó cuando, en 2008, rescató de una crisis devastadora a otro gran ídolo de la música popular argentina. O cuando en algún recital la gente corea “A mí me pasa lo mismo que a usted” y pide más de esas canciones que fueron la formación sentimental de toda una generación. Hay café servido sobre la bella y enorme mesa de madera frente a la que se hará la entrevista. La casa es espaciosa y así debe serlo, sobre todo por las idas y venidas de un clan abigarrado –un matrimonio, 6 hijos, 7 nietos– marcado por los viajes, las inquietudes artísticas, el mundo del espectáculo. –Se anuncian “invitados sorpresa” para el recital del 20 de abril. En 2022 cantó “Muchacha de luna” con Dante, uno de sus nietos. ¿Volverá a ocurrir algo así? –Una sorpresa es una sorpresa. –Entiendo. Esta gira de despedida se viene haciendo desde 2021... ¿cuesta despedirse? –No, no es eso. Hacer una despedida después de más de 50 años de carrera una noche en un solo lugar es como hacer algo demasiado íntimo para lo público que fue todo. Yo creo que hay tantas ciudades, tantos lugares en el interior o inclusive en el exterior… No me puedo despedir desde un escenario y decir bueno, listo. Está la gente de Latinoamérica, siempre alguien te invita a ir a España u otros lugares de Europa, siempre hay ofertas para ir a trabajar. Lo que sí tengo como idea es que al lugar donde voy ya no vuelvo. Esa es la forma. No sé cuánto tiempo va a llevar, tampoco va a ser tanto. Estuve en Mendoza, ahora voy a estar en el Luna Park. Me ofrecieron otros estadios, pero para mí el Luna tiene que ver con la historia. El Luna Park fue el primer escenario donde no me dejaron subir. Me tenían que presentar y no me presentaron. En voz alta dijeron: “¡Mirá cómo está vestido!” [risas]. –¿Volver y volver al Luna tiene que ver con aquello del plato que se toma frío? –¡No, no es una venganza! Ahí canté con Cacho Castaña, con Sandro. La generación nuestra. Cuando lo traje a Sinatra para mí no iba a estar completa la cosa si no se hacían por lo menos dos funciones populares como las hicimos en el Luna Park. Pero bueno, entonces: la despedida va a ser ahí, ese es el lugar. Y está también el tema de la edad. A ver, yo me siento bien, no fumé nunca, nunca probé nada que no sea comer bien o tomar un buen vaso de vino. Es verdad que podés hacer todo bien y a lo mejor tener algún problema, pero yo gracias a Dios no lo tengo. De todos modos, quiero irme yo. Quiero decir, gracias, chau. Lamentablemente, uno ha visto a lo largo de la vida, a lo largo de la carrera, a muchos músicos a cuyos espectáculos la gente empieza a dejar de ir. Y, sin embargo, el artista insiste. Me tocó ver cosas así. Cuando empecé mi carrera había varios, especialmente gente del género del tango, gente grande, que insistía. Y vos te dabas cuenta de que había una corriente nueva. Ahora hay un montón de chicos nuevos, talentosos. Hacen otra música, pero bueno, son chicos, se les ve talento y es el tiempo de ellos. La gente que me va a ver a mí es porque se acuerda de una película o porque siempre hay una historia de por medio que está relacionada con mi carrera, alguien que conoció a su mujer cuando estaba de moda una canción determinada… –No sé si es un mito urbano, pero se dice que hubo casamientos en los años sesenta impulsados por sus canciones. Ya son varias generaciones que van siguiendo sus recitales, ¿nota cambios en el público? –Tal vez la mayoría de la gente que hoy te contrata era muy chica cuando yo empecé. Puede ser que haya alguna influencia paterna, o que veían las películas en la televisión. Hay gente que se conoció en un momento determinado y estaba sonando “Corazón contento”, “La felicidad” o “Yo tengo fe”. La música se relaciona con la historia de la gente. Cantidad de gente joven me decía que le emocionaba la película Los muchachos del barrio porque se acordaba todavía del barrio de La Boca o La Paternal, la gente se identifica con historias cuando te ve. Siempre me conmovió la historia de los chicos del interior que vienen a Buenos Aires. Por supuesto, no sé muy bien si sigue ocurriendo, pero en un tiempo Buenos Aires era la salvación, al menos así lo veíamos nosotros. En mi caso, vine [en 1956] porque en Buenos Aires había trabajo, mientras que en el pueblo donde yo estaba no teníamos energía eléctrica. Era otro Buenos Aires, yo dormía en el sótano de un partido político, en la sede del Partido Demócrata Cristiano que estaba en Rodríguez Peña, entre Tucumán y Lavalle. Fui a parar ahí porque encontré ese lugar como tabla de salvación. Me dejaban dormir ahí y yo ayudaba con el mantenimiento de todo el edificio. Limpiaba, hacía todo lo que había que hacer. –¿Qué lo sostenía, más allá del trabajo? –Tuvo mucho peso la palabra de mi viejo. –¿Es una voz que, de algún modo, sigue presente? –Sí, es muy fuerte. Se me grabó cuando me dijo: “siento que me están cortando un brazo. Pero si no lo dejo ir mañana usted es un fracasado más de todos estos muchachos que no tienen futuro; acá no tienen trabajo, no tienen nada y yo no quisiera que usted ni con la mirada me haga sentir culpable el día de mañana”. Eso es como el dicho de que una palabra se puede sentir más que una cachetada. Entonces, yo estaba acá, en Buenos Aires, era difícil todo, pero ante cualquier tentación, ante cualquier cosa, aparecía la imagen de mi viejo diciendo eso y me corría un frío por la espalda. Lo importante que es una palabra a tiempo,¿no? –¿Y usted como padre? ¿Qué palabras les dice a sus hijos? –El contexto es tan diferente… Ya han tenido un colegio que no tuve. Ya han tenido toda la asistencia que un chico tiene que tener para crecer, para madurar. Es muy distinto, muy distinto.“Yo me veo en el púlpito hablándole a la feligresía”
En 2015, Palito Ortega publicó su autobiografía. Se llamó Autorretrato, la editó Planeta y en la cubierta aparecía el cantautor retratado por Carlos Alonso. No era la primera vez que el enorme artista mendocino –hoy instalado en Unquillo, Córdoba– lo retrataba; ya lo había hecho en 1967, para la tapa del álbum Un muchacho como yo. Hace mucho que Alonso y Ortega se conocen; de hecho, en su momento el cantante tomó algunas clases de pintura con el maestro expresionista. Aunque ahora, mientras subimos a la terraza de su casa y recorremos su gran refugio, una suerte de atelier atestado de cosas, sobre todo de pinturas, telas, collages y lienzos, Palito diga que no fue tan así. “En realidad no hubo nunca clases, él no tenía alumnos. Nuestra amistad a mí me permitía estar en el taller, él me daba colores, me decía manejate vos”. –¿Y este taller? ¿Hace mucho que está acá? –Sí, sí. Tengo esta parte de arriba para pintar. También tengo guitarras, es el lugar más mío de toda la casa. Porque uno de repente tiene ganas de tocar la guitarra y son las 12 de la noche... Entonces, si te quedás solo ahí arriba podés tocar tranquilamente. O escribir o leer. Es bueno tener un lugar así. Yo dejo los pinceles o las pinturas en un lugar y sé que las voy a encontrar ahí otra vez. No están autorizados a tocar nada. La gente que ordena, limpia, acá no. Acá no ordena. –Pero está impecable, es muy cuidadoso el que trabaja en este lugar. –Son cosas muy personales. Si vos no tenés un lugar así es como que te meten dentro de un orden que no es el tuyo, si dejás un papel con una frase que te gustó, si empezaste a pintar algo y por ahí lo dejás, lo querés ver dentro de un par de días, cuando tal vez le podés agregar algo que está necesitando. Hay como un confesionario adentro tuyo. Cada parte tuya se va confesando y se va revelando, van surgiendo cosas... Se me ocurre una frase, la escribo y me digo: ¿de dónde me viene esto, de dónde me vino? Siempre hay algo que la disparó. No inventamos nada, tenemos todo adentro. Lo que pasa es que está dormido, quieto, y ante un aroma, ante un color, un paisaje, se dispara. Es lo que yo percibo. Palito rebusca en un sector próximo al atelier y la exhibe, orgulloso: una guitarra autografiada por Norah Jones en 2012, en Nueva York, en los tiempos del lanzamiento del álbum Por los caminos del Rey. A la cronista le encanta descubrir la caligrafía algo sinuosa de la talentosa hija de Ravi Shankar. Pero aún le interesa más lo que aparece desperdigado –prolijamente desordenado– en el taller. Hay una guitarra suspendida contra la pared, y sobre ella una suerte de collage donde conviven la promoción de los recitales de Frank Sinatra en la Argentina con la foto de un muy joven Palito cantando con Troilo, una foto de Palito y Evangelina en Roma, con el papa Francisco, y una página de revista –foto en blanco y negro, la misma pareja en los años sesenta, de la mano– con título de tamaño desmesurado: “SE CASARON”. Hay pinturas, también. Una de ellas representa un barrio muy humilde: casitas bajas, techos planos, colores vivos, chicos que juegan al fútbol en un pequeño descampado. La cronista piensa en la intensidad del origen, los mil y complejos modos de serle fiel. Y recuerda una entrevista radial (el programa Vidas contadas, de Hinde Pomeraniec) a Pablo Alabarces, uno de los autores de Un muchacho como aquel: “Deja de hablar como tucumano –describe Alabarces a Ortega–, pero nunca deja de reconocerse como tucumano”. –¿Por qué piensa que en algún momento se lo consideró una “máquina de hacer hits”? ¿Qué antena hay que tener para conectar con el gusto del público? –Bueno, yo actué siempre como actúa un paciente al que le está pasando algo. Si había un clima de violencia, yo no cantaba una canción violenta, yo cantaba una canción de amor. Cuando llegué a Buenos Aires, había temor en la calle y de repente uno empieza a cantar canciones como “Bienvenido, amor”, “Corazón contento”, “La felicidad”. “Yo tengo fe” es una canción que la cantaban en las manifestaciones tanto religiosas como políticas; le cambiaban un poco la letra por ahí. También en la cancha de fútbol se escuchaba [entona bajito] “yo tengo fe que vamos a ganar...” y desde entonces, es la música popular. La música popular se va por las calles, en las voces de otra gente, con tu música se escriben canciones infantiles, tu música se va a las aulas de los jardines de infantes. La canción que escribí con María Elena [Walsh], la del Jacarandá, se cantaba en las escuelas. Yo tenía muchos amigos músicos, muy buenos músicos, y muchas veces en las conversaciones salía el tema de la música popular. Entonces un buen músico te dice “bueno, ‘La felicidad’ tiene tres acordes”. Sí, tiene tres acordes. Yo no sé escribir otra cosa, yo estudié lo básico de la música. –¿Quién le enseñó? Usted se refiere mucho a la época en que, junto a su guitarra, iba buscando lugar, presentándose en audiciones. ¿Cómo llegó a esa primera guitarra? ¿Fue en Tucumán? –En Tucumán, no. Allá lo único que había era un profesor de danzas folklóricas que venía a darle clases a una familia que eran los administradores del ingenio azucarero, la familia pudiente que podía pagar clases a los hijos. Yo me subía a una tapia y veía lo que el profesor les enseñaba, y lo practicaba desde mi lugar. Terminé bailando mejor que ellos, porque a mí me interesaba la música. Pero para ir a lo de la guitarra: después de venirme a Buenos Aires, empecé como ayudante en una orquesta y había un guitarrista que me enseñaba algunos acordes. Él tomaba... Cuando llegábamos a un pueblo, decía: “señora, ¿dónde queda el cabaret?”. Y apenas terminábamos de tocar, me decía: “vení”. Y yo que no, que son las tres de la mañana. Pero él me advertía: “¡si no me acompañás, mañana ni un acorde!”. Me presionaba con eso y yo lo tenía que acompañar de mala gana a cambio de que me enseñara un acorde nuevo. Así aprendí los primeros acordes. –Entre lo autodidacta y una enseñanza, digamos, un poco irregular. –En realidad, el primer instrumento que intenté tocar fue la batería. Me fui a vivir a Mendoza un año entero; trabajaba en un cabaret y tocaba la batería en el trío: bajo, piano y batería. Por ese tiempo cumplí 18. Incluso me citaron para el servicio militar, y yo salí rengueando, y me puse entre los “inútiles”. Había tenido una lesión jugando fútbol de chico y me quedó esa lesión, el tobillo había soldado mal. Así que usé eso en ese momento. Me hicieron formar en la fila de los “inútiles” y cuando me entregan una libreta yo la agarré, me fui y no me quería dar vuelta a ver si me llamaban... salí corriendo. Llegué a la pensión donde vivía, y tenía un mensaje. Diez días antes había mandado a Buenos Aires una cinta de prueba que había grabado en una radio en Mendoza. En el casillero de la pensión había una carta para mí donde me decían que querían escucharla en persona, que viajara a Buenos Aires. Así que volví a Buenos Aires. Y empezó ahí la historia. –¿Para cuándo la miniserie? –En Yo tengo fe [película de Enrique Carreras] tocaron un poco esto… Pero bueno, era una comedia, no estaba toda hecha en base a la historia de mi vida. –¿Qué le ocurre cada vez que vuelve a Lules, a Tucumán? –Y, mirá, está la historia de la casita donde nací. Había una calle empedrada, yo me sentaba todas las tardes a tomar mate cocido ahí. La provincia la declaró de interés provincial y la calle ahora se llama Ramón Bautista Ortega. Esa callecita donde nací ahora lleva mi nombre. También hay una avenida con mi nombre en la ciudad. Volví y fui calle, dije. –¿Qué clase de trabajo personal hay que hacer para procesar tantos contrastes? ¿Cómo no marearse, qué hacer con las contradicciones? –Lejos, el mejor negocio es portarse bien. El que cree que no va a pasar por la misma calle, por la misma puerta todos los días… La gente se acuerda; si te portás correctamente la gente también se acuerda. No hay superhombres. Hay gente capaz, hay gente más inteligente, más preparada, que ha tenido la suerte de poder formarse mejor intelectualmente si tienen una carrera. Pero superhombres no hay. Está Dios y después estamos todos, te diría que andamos ahí todos. Cuando estás en un escenario y ves que la gente te aplaude de acá, de allá, tenés que saber que es un momento que hay que disfrutar. Pero en algún momento va a aparecer otro que se va a parar en el lugar tuyo. Así es la vida. Yo por suerte estoy acá, tengo a mi familia. –El nombre de la gira, Gracias: es una hermosísima palabra. ¿Con qué se siente más agradecido? –Si uno se limita a un nombre, termina siendo injusto con otros. El que me dio la oportunidad de grabar, don Ricardo Mejía, el creador del Club del clan, era directivo de la RCA Víctor. Cuando lo fui a ver no fui como cantante, fui como compositor, a ofrecer canciones. Él fue quien reparó en que el que tenía que cantar esas canciones era yo; él me dio la primera oportunidad de grabar. El primer disco no funcionó, tenía un director musical que no le hizo un arreglo rockero como quería yo; fue un fracaso, no vendió nada. Y este hombre se da cuenta. Me lo encuentro un día en los pasillos de la RCA Víctor, y me da otra oportunidad. Él solo me dice “llame a otro arreglador”; el nuevo arreglador vino con un papel, se sentó delante mío, me dijo “pibe, decime cómo lo querés, qué querés”. Y yo le respondí: “Mirá maestro, yo canto canciones, mis canciones”. Siempre soñé hacer cantar a la gente, que canten conmigo y entonces [empieza a cantar bajito] yo tengo una novia mal acostumbrada [sigue con la entonación; imita al coro] dejala, dejala. Veías en los carnavales a la gente cantándola, ¿y por qué? Porque la gente quiere cantar. En un teatro, el que se está presentando, ya sea Luis Miguel, a veces no se lo propone y la gente canta, lo acompaña. Cuando volvió Perón en todas las manifestaciones se cantaba “Yo tengo fe”. –¿Hay algo a lo que le tenga miedo? –Yo no soy un valiente, no ando desafiando a la muerte, no me gusta eso. Pero pasé momentos difíciles. Yo anduve mucho antes de empezar a grabar, anduve por la Argentina, después me fui a Chile; estuve un año allá y creo que conozco Chile más que muchos chilenos. Todo es un aprendizaje. Tiene que ver con estar siempre atento. Siempre va a aparecer una oferta tentadora, pero uno se dice “si esto sale mal, me tienen que llevar la vianda a la comisaría...”. Entonces, no lo hacés. Cuando andás mucho se abren muchas puertas, vos tenés que elegir por cuál querés entrar. Yo soy muy creyente. Creí que iba a ser puro porque era monaguillo de chico y tenía tal vocación... Al pueblo llegaban curas, eran todos misioneros, se quedaban tres, cuatro meses y se iban. En alguna oportunidad fueron a hablar con mi padre, me querían llevar a Córdoba, a un monasterio para seguir el sacerdocio. Tenía vocación. Pero bueno, de alguna manera también la música te permite vivir un modo de comunicar. Yo me veo en el púlpito hablándole a la feligresía. Además, muchos curas con guitarra le cantaron “Yo tengo fe” a la gente. –Se transmite la palabra. –Siempre hago esta referencia. Digo que, si yo seguía el sacerdocio, Bergoglio no estaría ahí [risas]. –Ah, bueno. Objetivo: el Vaticano. –Es que si no ambicionás... Ya está, ser obispo. No, seguir: cardenal. Y después, Papa.

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