La libertad de expresión está agonizando en Internet
Para no volver a ser descalificados públicamente, elegimos callarnos; así funciona la autocensura en las redes, foros y chats
Para la mayoría de las personas, los ataques piraña, repletos de descalificación e insultos horribles, son suficiente motivo para no volver a opinar en público; es un retroceso para los derechos civiles
Ariel Torres
Esta historia empieza hace muchísimo tiempo, en 1979. Tenía 18 años y había empezado a cumplir un sueño: escribía notas para la revista Humor Registrado, que fue donde publiqué mis primeros (torpes, tambaleantes) trabajos. Como había conseguido cierta repercusión, que en esa época se medía en cartas de lectores que llegaban por correo postal, un día me encargaron hacer críticas de programas de TV. Se entiende que en la tónica de la revista, que yo leía desde su primer número.
Por supuesto, al poco tiempo alguien se quejó de que esas breves reseñas no estaban a la altura (no, no lo estaban) y envió una desmesurada, atroz y vitriólica misiva. Que, nobleza obliga, la revista publicó.
Eran implacables en esto, por razones que se caen de su peso, e incluso en el momento sabía estaba bien darles voz a las personas que normalmente no la tendrían. Pero verme escrachado de esa forma, con nombre y apellido en letras de molde, en una de las secciones más leídas de esa revista que vendía decenas de miles de ejemplares, y todo eso con escasos 18 años, fue un gancho al mentón que me dejó grogui varios días. Me sentí muy mal, muy expuesto, muy humillado, y decidí unas 900 veces que ya no volvería a publicar nada. Quiero detenerme un instante en esta sensación, porque es el corazón del asunto.
Concedido, mis notas estaban lejos de ser las mejores. Recién empezaba y todavía necesitaba tomar mucha sopa. Cierto, la regla era publicar las cartas reprobatorias, porque si la revista se daba el lujo de criticar a la sociedad (incluso este imberbe lo hacía), entonces no podíamos quedar exceptuados. Si nos reíamos de todos, también nos teníamos que reír de nosotros.
Solo que no siempre los lectores lograban ese delicado equilibrio en el que la crítica se suaviza con una pizca de sal y se evita así la redacción sádica. En total, fue durísimo saber que miles de personas estaban en ese momento leyendo que mis notas eran una verdadera porquería y que había plumas que hacían eso mucho mejor (el lector se había ocupado de destacar esto, obvio). ¿Cuál fue mi primera reacción? Nunca más volver a pasar por tal experiencia horrible. Es decir, nunca más volver a publicar una nota. ¿Cómo se llama ese mecanismo? Exacto, autocensura. ¿Y a qué nos hace acordar? Ni más ni menos, a los ataques piraña en las redes sociales.
Para que el relato previo no quede trunco, al final pudo más mi amor por las redacciones y la escritura que el odio de ese señor malhumorado que podría haber dicho lo mismo con un poco más de cortesía. Y este incidente me preparó para los siguientes lomos de burro que me comí durante mi carrera, como les ocurre a todos los que se dedican a esto, porque en el fondo es imposible no meter la pata alguna vez, y los periodistas publicamos nuestros errores. Así que hay dos opciones: o desarrollás rápidamente un blindaje contra los mensajes sulfúricos o te dedicás a otra cosa.
Recuerdo una vez, también muy tierno, en la década del ‘80, sin Internet, sin archivo, sin diccionario y sin tiempo, que traduje Geneve como Génova. Ahora me río, pero llegaron bolsas de cartas furiosas. Para entonces, esta clase de paliza no solo empezaba a doler menos, sino que aceptás tres cosas. La primera, que como sos un ser humano, tarde o temprano te vas a equivocar, y que esos pifies se imprimen. Segundo, que también te van a denostar por tener una opinión que no les gusta. Tercero, que los trolls (los de entonces, los de ahora) son una minoría insignificante. Muy ruidosa, pero por completo insignificante. En ese proceso, claro, uno va creando tolerancia a estas toxinas y, cuarenta años después, los ataques en las redes sociales resultan como mucho una anécdota.
Pero había algo que estaba pasando por alto.
Extorsión masiva
Hace poco, cuando cometí el pecado de dar información real sobre Elon Musk, en lugar de repetir el relato que el magnate quiere que compremos, volvieron a descalificarme ferozmente, volvió a causarme gracia toda esa animadversión a control remoto, pero además me vino a la memoria cómo me sentí aquella vez, cuatro décadas atrás, y entendí que aunque uno, que está curtido, se lo tome a chiste, para muchas personas esa violencia es suficiente para que la siguiente vez prefieran no opinar.
Los ataques coordinados de los trolls, masivos, hiper violentos e insultantes hasta niveles perversos, no tienen en absoluto la intención de mostrar la indignación de un grupo de personas que piensa diferente (alguien que piensa no descalifica), sino que buscan causar un sufrimiento psíquico lo bastante insoportable como para que la víctima nunca más vuelva a opinar.
Lo hacen indiscriminadamente. Con los periodistas nunca les funciona, porque estamos acostumbrados hace rato. Sabemos que no tiene que ver con nuestra calidad profesional, sino que buscan cancelar nuestra voz. Por lo tanto, y porque esa es una de las reglas del oficio, en lugar de callarnos, seguimos haciendo nuestro trabajo como siempre, impertérritos. Pero se suponía que las redes eran un lugar donde todos los ciudadanos de las democracias occidentales podían emitir su opinión libremente. Bueno, ya no.
Aunque hemos naturalizado las operaciones de los trolls y de los militantes del teclado táctil, deberíamos ser conscientes de que Internet ha entrado en una etapa en la que lejos de garantizar el que todos podamos decir lo que pensamos libremente, cada vez se oye más una sola voz. Esa voz depende de la época, por supuesto. Depende de quien grite más fuerte y diga los insultos más horribles. En el caso de Twitter, llegó un momento en el que empezó a depender de Elon Musk, que explícitamente declaró que iba a gastar 44.000 millones de dólares para acallar una idea que a él le parecía peligrosa para Estados Unidos. Todo bien, Elon, pero por peligrosa que te parezca, si no es ilegal, está amparada por el derecho a la libertad de expresión.
Los ataques en masa, públicos, son una forma de extorsión y un atentado contra la libertad de expresión y, por lo tanto, contra la República. ¿Por qué? Porque la Constitución no dice en ninguna parte que para poder opinar tenés que haber pasado por todo lo que hemos pasado los periodistas en nuestras vidas. Es un derecho civil. Es de todos.
¿Hay alguna solución? Me temo que no. No una solución sencilla, al menos, porque, para decirlo simple, no sirve comerse al caníbal. Así que cualquier idea alrededor de empezar a demandar a diestra y siniestra (nunca mejor usada la metáfora) es contraproducente. El troll rápidamente muta su discurso del modo Atacante al modo Perseguido Político. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que, como ocurre en otros terrenos, la aparición del cómputo accesible y redes globales de alta velocidad a costos bajísimos han cambiado la topología social lo bastante como para que no sepamos de qué forma seguirá esta historia. De momento, solo cumplo en decirles a mis lectores, una vez más, que al troll no se le responde y no se lo bloquea. Se lo ignora olímpicamente. Y en lugar de autocensurarnos, hay que volver a decir lo que pensamos, aunque arrecien luego los agravios. Porque en el fondo ni siquiera quieren insultarnos. Lo que buscan es que hagamos silencio.
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