martes, 5 de noviembre de 2024

EL ESCENARIO Y EVOLUCIÓN


El “Estado bobo” detrás de una tragedia bonaerense
Luciano Román
Puede mirarse como una nueva tragedia vial en una provincia donde solo el año pasado murieron, según cifras oficiales, 954 personas en incidentes de tránsito. Sin embargo, el choque en el que este fin de semana perdieron la vida cuatro policías bonaerenses y resultaron heridos otros 16 revela algo mucho más complejo: la existencia de un “Estado bobo” y desaprensivo, que no mide los riesgos ni los costos de su propia ineficacia, donde la gestión operativa del gobierno parece librada, en áreas muy sensibles, a una especie de inercia irracional y negligente.
El caso merece ser examinado como una muestra del absurdo en el manejo de la seguridad, pero también del Estado en su conjunto. Los hechos son conocidos: veinte policías eran trasladados desde Bahía Blanca, en el extremo sur de la provincia, para realizar un operativo en una cancha de fútbol de San Nicolás, en el límite norte del territorio provincial, donde se disputaría un partido del Nacional B entre Brown de Adrogué y Atlético Rafaela.
Cuando se produjo el accidente mortal, en el cruce de las rutas 7 y 51, a la altura de Carmen de Areco, los uniformados llevaban diez horas en la ruta y habían recorrido 626 kilómetros. Aún les faltaban algo más de dos horas para llegar a destino. Habían salido a las nueve de la noche del viernes y tenían previsto arribar a San Nicolás apenas un rato antes del partido, que comenzaba a las 16. Al finalizar el encuentro debían emprender el regreso: otras doce horas arriba de un minibús para ir de una punta a la otra de la provincia ¿Puede concebirse un despropósito mayor?
La policía bonaerense tiene casi 100.000 agentes, la mayoría concentrados en el conurbano. ¿Era razonable movilizar a uniformados de Bahía Blanca para un operativo rutinario en San Nicolás? ¿Nadie midió el costo económico, pero además el riesgo humano de semejante despropósito? ¿Nadie supervisa ese tipo de decisiones en el Ministerio de Seguridad? ¿No hay rendición de cuentas ni filtros administrativos que evalúen la razonabilidad de los traslados?
Si uno mira el organigrama de ese ministerio, como el de cualquier repartición del Estado bonaerense, verá un laberinto de subsecretarías, direcciones, unidades operativas, agencias de verificación y control, oficinas de autorización y mesas de entradas, por citar solo algunos sellos de una intrincada burocracia que siempre juega en contra del ciudadano. En tantos mostradores, sin embargo, nadie parece haber puesto reparos para que 20 policías viajen 800 kilómetros por un operativo de 90 minutos en un partido del ascenso.
El dramático episodio deja en evidencia la inoperancia y la indolencia con que se administra la provincia. Detrás de un discurso altisonante que exalta las supuestas bondades de un “Estado presente” se esconde una absoluta desidia en el cuidado de los recursos humanos y materiales. ¿Qué servicio podrían haber prestado esos agentes después de haber viajado 14 horas en una combi, mal dormidos y con comidas a las apuradas?
El riesgo de que ocurriera lo que ocurrió debió haberse contemplado. Pero si no hubiera sucedido la desgracia, ¿se justificaban el costo y el desgaste para desplegar un operativo de seguridad en un partido de escasa relevancia pública en la otra punta de la provincia?
Esta vez la insensatez terminó en una tragedia, y por eso –lamentablemente– nos hemos enterado. Pero ¿cuántos despropósitos similares pasan por debajo del radar todos los días? ¿Cuántas decisiones absurdas condicionan servicios de salud, de educación y de seguridad en una provincia donde episodios como este ni siquiera provocan preguntas ni debates?
En un sistema medianamente virtuoso, un hecho de esta magnitud desembocaría en una larga cadena de responsabilidades. El ministro de Seguridad y el propio gobernador se verían forzados a rendir cuentas y a dar explicaciones. En la provincia, sin embargo, ensordecen los silencios. Ni siquiera se ha conocido una declaración pública de las máximas autoridades solidarizándose con las familias de las víctimas. Y hasta donde se sabe, nadie se ha apurado a pedir informes por un hecho que, por lo menos, abre serios interrogantes sobre la gestión operativa de las fuerzas de seguridad.
La tragedia terminó con los sueños de Octavio Bergesi, un oficial de apenas 25 años que había nacido en Ingeniero White. También truncó las vidas de Cristian Delgado, padre de dos hijos que vivían con él en Tres Arroyos; de Hernán Danilo Sánchez, un fanático de las artes marciales que también era padre de familia, y de Alejandro López, hincha de Racing y exintegrante del cuerpo de bomberos voluntarios de Punta Alta.
Sus dramas revelan la inconsistencia de un relato basado en eslóganes e ideologismos, que se desentiende de la responsabilidad y la racionalidad en la gestión gubernamental. Curiosa paradoja la de un estatismo que descuida a los agentes y los recursos del Estado. Y la de una facción que se envuelve en la bandera de la “solidaridad”, pero condena a servidores públicos a prestaciones inhumanas. Sacar cuentas, planificar, ordenar y racionalizar parecen verbos ajenos a una cultura política que se aferra al poder desde la ideología, no desde el trabajo arduo y engorroso de la administración y la gestión.
Por supuesto que la carrera policial es riesgosa y sacrificada. Pero precisamente por eso debería ser manejada con responsabilidad y profesionalismo. Administrar el Estado implica tomar decisiones razonables, cuidar los recursos humanos, racionalizar los gastos, hacer una adecuada coordinación interjurisdiccional, calibrar muy bien la ecuación de costos y beneficios. Nada de esto parece haber funcionado al ordenar el operativo que hoy enluta a la policía bonaerense.
La tragedia de Carmen de Areco nos muestra otra vez que Buenos Aires es una provincia ingobernada. Y nos recuerda que la ineficacia no solo es cara: también mata.

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Política de competencia argentina, una cuestión de fe
Pablo Trevisán
El derecho de competencia argentino tal vez esté gozando del mejor estado de salud de su historia centenaria. Paradójicamente, la política de competencia en nuestro país hace mucho tiempo que padece de graves problemas crónicos de salud. Política y derecho no están yendo de la mano hace rato. Y eso se percibe en los mercados, se siente en las pymes y se sufre en el bolsillo de doña Rosa.
En nuestro país, el derecho y la política de competencia van por carriles opuestos desde hace décadas. El derecho se encuentra bien nutrido, con una legislación moderna y una comunidad de profesionales y académicos plenamente activa e informada. Para cerrar este círculo, restaría que las universidades incluyan la materia en sus cursos de grado y que no se limite su enseñanza a estudios de posgrado, y, más importante aún, que el tema deje de ser exclusivo de supuestas elites, y sea más y mejor conocido por todos los ciudadanos.
Desde el inicio del milenio, la política de competencia ha vivido en una montaña rusa. Su evolución ha sido como un electrocardiograma, con alzas y bajas muy marcadas, que impiden que la defensa de la competencia se convierta, de una buena vez, en una política pública de largo plazo, como ordena la Constitución nacional. Veamos por qué.
Desde septiembre de 1999 hasta la fecha, los gobiernos nacionales que se sucedieron han sido de los más diversos tintes políticos e ideológicos, pero todos tienen en común que ninguno tuvo la voluntad firme de cumplir el diseño institucional dispuesto por el legislador en materia de competencia. Es decir, incluido el actual, los últimos doce presidentes de la República Argentina han incumplido la ley escrita y la manda constitucional.
Paradójicamente, recientemente se anunció el Premio Nobel de Economía a Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson “por sus estudios sobre cómo se forman las instituciones y cómo estas afectan la prosperidad”. Sus ideas sobre cómo las instituciones influyen en la prosperidad demuestran que trabajar para apoyar la democracia y las instituciones inclusivas es una manera importante de avanzar en la promoción del desarrollo económico. Cualquier semejanza con las razones que motivan el frágil enforcement de la ley de competencia argentina no es mera coincidencia.
Nos preguntamos si la política de competencia tiene esperanzas de sobrevivir en nuestro país. En este contexto, aunque podríamos analizar si estamos ante un enfermo terminal o un paciente en coma, parece más oportuno concluir que estamos ante una cuestión de fe. Por eso, elijo creer.
El talón de Aquiles de nuestra política de competencia ha sido, y continúa siendo a la fecha, la sistemática falta de puesta en funcionamiento de la autoridad independiente creada por ley (tanto en la ley de 1999 como en la de 2018). Anomia boba, a la que hacía referencia Carlos Nino en su libro Un país al margen de la ley.
La falta de constitución de la Autoridad Nacional de la Competencia (ANC), además de un escándalo jurídico, implica que la autoridad de aplicación actual continúe siendo la Secretaria de Comercio e Industria (SCI), con previa intervención de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC). Este esquema de autoridad de competencia, que el legislador de 2018 ordenó que fuera transitorio, se ha convertido en algo permanente y está, indefectible y continuamente, a merced de las presiones políticas de los gobiernos de turno.
¿Cuáles son las consecuencias de este escándalo? Para muestra basta un botón. Entre otras: la autoridad de aplicación carece de normas de procedimiento interno, por lo cual se resuelven muy pocos casos, y demasiados se archivan por prescripción u otros motivos; es decir, se aceleran algunos, mientras que otros se duermen. Al existir pocas sanciones por prácticas anticompetitivas, sobran los dedos de una mano para contar los casos de reparación de daños. El tiempo que llevan las investigaciones de conductas y casos de control de concentraciones es excesivamente largo. No existe revisión posterior o análisis del impacto que tienen en la práctica los casos resueltos por la autoridad. Institutos medulares incorporados por la ley de 2018 siguen pendientes de ser aplicados en plenitud.
La actual conformación de la CNDC está integrada por profesionales técnicos y cuentan todos ellos con sólidos antecedentes y experiencia en la materia. Algo similar se aplica al personal permanente de la CNDC, que, en términos generales, está compuesto por buenos profesionales, que con los años han adquirido un valioso expertise en la materia. Pero unos y otros, lamentablemente, deben desempeñarse en un contexto frágil y permeable a la interferencia política en la investigación de los expedientes que tramitan ante la CNDC.
El actual secretario de Comercio e Industria, responsable de liderar el llamado al concurso público para la conformación de la ANC, ha dicho pública y reiteradamente que si se pretende tener mercados desregulados es muy importante contar con una autoridad de competencia robusta e independiente. Impepinable.
Sin embargo, pasaron ya más de diez meses del gobierno de Milei, y todavía no hay señales concretas del llamado a concurso, aunque fuentes directas de la SCI informan que pronto se llamaría al concurso. Si eso sucede, el gobierno de Milei habrá cumplido con la manda constitucional con la que ninguno de sus antecesores del último cuarto de siglo logró cumplir. Ojalá así lo quieran las fuerzas del cielo.
De no lograrse, habrá llegado la hora de sincerar la situación, y considerar seriamente si en nuestro país no debemos renunciar al esquema de autoridad de aplicación administrativa para ir definitivamente a otro sistema adversarial, con menor intervención de la administración central y mayor protagonismo del poder judicial y de doña Rosa.
Estamos ante una oportunidad histórica en la evolución del derecho y la política de competencia argentina. Elijo creer.
El secretario de Comercio e Industria ha dicho pública y reiteradamente que si se pretende tener mercados desregulados es muy importante contar con una autoridad de competencia robusta e independiente

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