Las controversias del Presidente con los “econochantas” y los “libertarados”
PRONÓSTICOS. El éxito del cambio económico requiere puentes entre las ideas económicas siguiendo los ejemplos de desarrollo exitoso; la confluencia liberal-desarrollista
Daniel Gustavo Montamat Doctor en Economía y en Derecho
El presidente Javier Milei desacredita muchas opiniones y pronósticos económicos porque razona la economía partiendo de premisas diferentes a las de sus colegas. No llaman la atención las diferencias que tiene con otro colega de profesión, el gobernador Axel Kicillof, a quien estereotipa de “zurdo populista” y a quien podría recomendar la lectura de la La fatal arrogancia, de Fiedrich Hayek, para que evalúe su heterodoxia. Llaman más la atención las diferencias de análisis y pronóstico con quienes descalifica como “econochantas”, la gran mayoría identificados con el mainstream de la ortodoxia profesional. Más allá de algunos pronósticos errados que justifiquen algún enojo, las diatribas presidenciales expresan ideas alternativas a las teorías que forjaron el “consenso ortodoxo de la profesión”.
Después de Keynes, la microeconomía (con énfasis en las unidades económicas) y la macroeconomía (con énfasis en el conjunto económico) se constituyeron en dos subdisciplinas separadas. Los modelos “micro” postulaban que no podía existir desempleo, pero el desempleo era la piedra angular de la macroeconomía keynesiana. La microeconomía hacía hincapié en la eficiencia de los mercados; la “macro”, en el masivo derroche de recursos en recesiones y depresiones. La “micro” contaba con un modelo para racionalizar el fenómeno macroeconómico: el equilibrio general competitivo de León Walras. La “macro” contaba con un modelo para racionalizar los problemas de la “micro”: las fallas del mercado (externalidades, monopolios, información asimétrica). A mediados de los 60 del siglo pasado, neokeynesianos (militantes de la macro) y neoclásicos (militantes de la micro) convergen en una teoría unificada que da lugar al “consenso ortodoxo de la profesión”. El consenso buscó preservar la premisa de racionalidad clásica en el comportamiento económico. Sin embargo, siempre ante una nueva crisis, el andamiaje del consenso profesional vuelve a resquebrajarse y reaparece el viejo debate argumental que se remite a dos prohombres de la teoría económica: John Maynard Keynes (18831946) y Arthur Pigou (1877-1959).
La historia del capitalismo muestra ciclos de auge y recesión (“vacas gordas” y “vacas flacas”), pero hasta Keynes la teoría económica aceptaba su inevitabilidad, asumiéndolos como una especie de purga natural del sistema. La recuperación económica, decía Joseph Schumpeter, “es sólida si proviene de sí misma”.
Cuando a partir de la crisis de 1929 la recesión se transforma en depresión, la idea que expresaba Schumpeter se vuelve social y políticamente inaceptable. Pero Pigou razonaba como Schumpeter. Para Pigou, el desempleo acompañado de una baja de precios y salarios aumentará el valor de aquella parte de la riqueza que esté en forma de dinero o de valores que puedan transformarse en dinero. Esto inducirá a los sujetos económicos a reducir su nivel de ahorro y aumentar su nivel de gastos. Al aumentar los gastos (consumo e inversión), aumentarán también los precios, la producción y el empleo, haciendo que todo ello regrese a la posición de plena ocupación de los recursos. Keynes le objetó que se requería una baja masiva de precios para que la economía actuara en la dirección señalada por Pigou. Más tarde los neokeynesianos argumentaron que en una situación deflacionista se producen expectativas de descenso continuado en los precios que actúan en contra de la expansión de la demanda.
Con otro enfoque racional sobre la relación entre riqueza y gasto, Keynes creía en las políticas activas para salir cuanto antes de las recesiones (“en el largo plazo estamos todos muertos”). Según su enfoque, la expansión monetaria inyecta liquidez y recrea el crédito, y el activismo fiscal permite recuperar la demanda agregada y salir del pozo.
Pigou, por el contrario, negaba que el gasto público ampliara la producción y el empleo; creía que los trabajos públicos se limitaban a distraer hacia usos públicos unos fondos que, en caso contrario, permanecerían en manos privadas y serían utilizados en actividades más productivas. Pigou devino un referente de la austeridad como medicina para las crisis; Keynes se transformó en un ícono del gasto expansivo.
La novedad teórica que trajo aparejada la gran recesión de 2008 es que algunos miembros destacados de la profesión (George A. Akerlof y Robert J. Shiller, entre otros) empezaron a cuestionar la visión rígida del presupuesto de racionalidad de la teoría moderna. La Escuela de Psicología Económica (Daniel Kahneman y otros), con sus investigaciones sobre las motivaciones del proceso decisorio, empezó también a sumar evidencias que ponían en tela de juicio las premisas asumidas de comportamiento racional, pero sin cuestionar el consenso ortodoxo. La Nueva Escuela Institucional de Economía (Ronald Coase, Douglass North, Elinor Ostrom) que acaba de recibir otro Premio Nobel compartido (Acemoglu, Robinson, Johnson) también da por asumida la racionalidad implícita en el consenso ortodoxo. Enfatiza en la interacción económica racional la importancia clave de las instituciones (normas, costumbres, gobernanza) que influyen en los comportamientos y en los costos (“costos de transacción”) que son determinantes en la creación de riqueza y bienestar.
La Escuela Austríaca, en la que se referencia Milei, en cambio, siempre ha sido antikeynesiana y refractaria al consenso ortodoxo. Algunos ortodoxos van a destacar que el consenso profesional rescata la teoría subjetiva del valor (teoría de la utilidad marginal de Carl Menger) y que la argumentación racional de Joseph Schumpeter y Arthur Pigou, como alternativas a la argumentación keynesiana, están representadas en el consenso. Milton Friedman y sus teorías monetarias también abonan esta aproximación. Pero cuando uno analiza La acción humana, obra cumbre de Ludwig von Mises, y la de otros referentes de la corriente austríaca (Hayeck, Rothbard, De Soto), cae en la cuenta de un planteo de racionalidad económica alternativa que parte de otras premisas y que, por tanto, guía a conclusiones ausentes en la síntesis forjada por neoclásicos y neokeynesianos.
Primero, reivindican una lógica deductiva para razonar la economía, opuesta a la empírica y matemática que predomina en el consenso ortodoxo. Esa lógica del comportamiento económico como parte de la acción humana en general les permite destacar el cambio constante en la dinámica de la economía de mercado, resaltar la información descentralizada de las señales de precios y abordar temas centrales como el de la evolución del dinero, para diferenciarse de las teorías monetarias del consenso objetando la organización del sistema financiero de encajes fraccionarios (creación de dinero bancario) y de banca central postulado por la ortodoxia (origen, según ellos, de la inflación crónica).
El dinero, para esta corriente, es un medio de intercambio y su demanda, por lo tanto, es derivada y está dada por las necesidades de los consumidores y por factores estructurales como las preferencias, la tecnología, la dotación de factores y el régimen de propiedad. La tasa de interés no es una función del ingreso como asume la ortodoxia, sino un reflejo de la diferencia entre consumo presente y consumo futuro. La economía lógica examina procesos y mutaciones; la economía ortodoxa, según esta crítica, describe estados de equilibrio e inacción. Con todo este bagaje, el Presidente trata de refutar críticas y relativizar pronósticos de “econochantas” de la ortodoxia, pero también se desvía de los consejos que le vienen de los que razonan como él y le aconsejan, por ejemplo, salir del cepo ya. Razones pragmáticas de tiempo y oportunidad replica a los “libertarados” (la mayor demanda de dinero primero debe absorber la base monetaria ampliada). Colofón: así como la consolidación del cambio político requiere puentes para afianzar la república, el éxito del cambio económico también requiere puentes entre las ideas económicas siguiendo los ejemplos de desarrollo exitoso. La confluencia liberal-desarrollista.
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El presidente Javier Milei desacredita muchas opiniones y pronósticos económicos porque razona la economía partiendo de premisas diferentes a las de sus colegas. No llaman la atención las diferencias que tiene con otro colega de profesión, el gobernador Axel Kicillof, a quien estereotipa de “zurdo populista” y a quien podría recomendar la lectura de la La fatal arrogancia, de Fiedrich Hayek, para que evalúe su heterodoxia. Llaman más la atención las diferencias de análisis y pronóstico con quienes descalifica como “econochantas”, la gran mayoría identificados con el mainstream de la ortodoxia profesional. Más allá de algunos pronósticos errados que justifiquen algún enojo, las diatribas presidenciales expresan ideas alternativas a las teorías que forjaron el “consenso ortodoxo de la profesión”.
Después de Keynes, la microeconomía (con énfasis en las unidades económicas) y la macroeconomía (con énfasis en el conjunto económico) se constituyeron en dos subdisciplinas separadas. Los modelos “micro” postulaban que no podía existir desempleo, pero el desempleo era la piedra angular de la macroeconomía keynesiana. La microeconomía hacía hincapié en la eficiencia de los mercados; la “macro”, en el masivo derroche de recursos en recesiones y depresiones. La “micro” contaba con un modelo para racionalizar el fenómeno macroeconómico: el equilibrio general competitivo de León Walras. La “macro” contaba con un modelo para racionalizar los problemas de la “micro”: las fallas del mercado (externalidades, monopolios, información asimétrica). A mediados de los 60 del siglo pasado, neokeynesianos (militantes de la macro) y neoclásicos (militantes de la micro) convergen en una teoría unificada que da lugar al “consenso ortodoxo de la profesión”. El consenso buscó preservar la premisa de racionalidad clásica en el comportamiento económico. Sin embargo, siempre ante una nueva crisis, el andamiaje del consenso profesional vuelve a resquebrajarse y reaparece el viejo debate argumental que se remite a dos prohombres de la teoría económica: John Maynard Keynes (18831946) y Arthur Pigou (1877-1959).
La historia del capitalismo muestra ciclos de auge y recesión (“vacas gordas” y “vacas flacas”), pero hasta Keynes la teoría económica aceptaba su inevitabilidad, asumiéndolos como una especie de purga natural del sistema. La recuperación económica, decía Joseph Schumpeter, “es sólida si proviene de sí misma”.
Cuando a partir de la crisis de 1929 la recesión se transforma en depresión, la idea que expresaba Schumpeter se vuelve social y políticamente inaceptable. Pero Pigou razonaba como Schumpeter. Para Pigou, el desempleo acompañado de una baja de precios y salarios aumentará el valor de aquella parte de la riqueza que esté en forma de dinero o de valores que puedan transformarse en dinero. Esto inducirá a los sujetos económicos a reducir su nivel de ahorro y aumentar su nivel de gastos. Al aumentar los gastos (consumo e inversión), aumentarán también los precios, la producción y el empleo, haciendo que todo ello regrese a la posición de plena ocupación de los recursos. Keynes le objetó que se requería una baja masiva de precios para que la economía actuara en la dirección señalada por Pigou. Más tarde los neokeynesianos argumentaron que en una situación deflacionista se producen expectativas de descenso continuado en los precios que actúan en contra de la expansión de la demanda.
Con otro enfoque racional sobre la relación entre riqueza y gasto, Keynes creía en las políticas activas para salir cuanto antes de las recesiones (“en el largo plazo estamos todos muertos”). Según su enfoque, la expansión monetaria inyecta liquidez y recrea el crédito, y el activismo fiscal permite recuperar la demanda agregada y salir del pozo.
Pigou, por el contrario, negaba que el gasto público ampliara la producción y el empleo; creía que los trabajos públicos se limitaban a distraer hacia usos públicos unos fondos que, en caso contrario, permanecerían en manos privadas y serían utilizados en actividades más productivas. Pigou devino un referente de la austeridad como medicina para las crisis; Keynes se transformó en un ícono del gasto expansivo.
La novedad teórica que trajo aparejada la gran recesión de 2008 es que algunos miembros destacados de la profesión (George A. Akerlof y Robert J. Shiller, entre otros) empezaron a cuestionar la visión rígida del presupuesto de racionalidad de la teoría moderna. La Escuela de Psicología Económica (Daniel Kahneman y otros), con sus investigaciones sobre las motivaciones del proceso decisorio, empezó también a sumar evidencias que ponían en tela de juicio las premisas asumidas de comportamiento racional, pero sin cuestionar el consenso ortodoxo. La Nueva Escuela Institucional de Economía (Ronald Coase, Douglass North, Elinor Ostrom) que acaba de recibir otro Premio Nobel compartido (Acemoglu, Robinson, Johnson) también da por asumida la racionalidad implícita en el consenso ortodoxo. Enfatiza en la interacción económica racional la importancia clave de las instituciones (normas, costumbres, gobernanza) que influyen en los comportamientos y en los costos (“costos de transacción”) que son determinantes en la creación de riqueza y bienestar.
La Escuela Austríaca, en la que se referencia Milei, en cambio, siempre ha sido antikeynesiana y refractaria al consenso ortodoxo. Algunos ortodoxos van a destacar que el consenso profesional rescata la teoría subjetiva del valor (teoría de la utilidad marginal de Carl Menger) y que la argumentación racional de Joseph Schumpeter y Arthur Pigou, como alternativas a la argumentación keynesiana, están representadas en el consenso. Milton Friedman y sus teorías monetarias también abonan esta aproximación. Pero cuando uno analiza La acción humana, obra cumbre de Ludwig von Mises, y la de otros referentes de la corriente austríaca (Hayeck, Rothbard, De Soto), cae en la cuenta de un planteo de racionalidad económica alternativa que parte de otras premisas y que, por tanto, guía a conclusiones ausentes en la síntesis forjada por neoclásicos y neokeynesianos.
Primero, reivindican una lógica deductiva para razonar la economía, opuesta a la empírica y matemática que predomina en el consenso ortodoxo. Esa lógica del comportamiento económico como parte de la acción humana en general les permite destacar el cambio constante en la dinámica de la economía de mercado, resaltar la información descentralizada de las señales de precios y abordar temas centrales como el de la evolución del dinero, para diferenciarse de las teorías monetarias del consenso objetando la organización del sistema financiero de encajes fraccionarios (creación de dinero bancario) y de banca central postulado por la ortodoxia (origen, según ellos, de la inflación crónica).
El dinero, para esta corriente, es un medio de intercambio y su demanda, por lo tanto, es derivada y está dada por las necesidades de los consumidores y por factores estructurales como las preferencias, la tecnología, la dotación de factores y el régimen de propiedad. La tasa de interés no es una función del ingreso como asume la ortodoxia, sino un reflejo de la diferencia entre consumo presente y consumo futuro. La economía lógica examina procesos y mutaciones; la economía ortodoxa, según esta crítica, describe estados de equilibrio e inacción. Con todo este bagaje, el Presidente trata de refutar críticas y relativizar pronósticos de “econochantas” de la ortodoxia, pero también se desvía de los consejos que le vienen de los que razonan como él y le aconsejan, por ejemplo, salir del cepo ya. Razones pragmáticas de tiempo y oportunidad replica a los “libertarados” (la mayor demanda de dinero primero debe absorber la base monetaria ampliada). Colofón: así como la consolidación del cambio político requiere puentes para afianzar la república, el éxito del cambio económico también requiere puentes entre las ideas económicas siguiendo los ejemplos de desarrollo exitoso. La confluencia liberal-desarrollista.
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Se fue Mondino; llegó Werthein
Mientras la excanciller se ha ido sin reconocimientos a su lealtad al Gobierno, su sucesor ha sido, hasta aquí, un malabarista con difusos antecedentes políticos
Medio centenar de funcionarios públicos volaron en los casi once meses de la gestión de Javier Milei. Entre los de primera línea, el jefe de Gabinete, los ministros de Infraestructura y Salud, y ahora la canciller Diana Mondino.
Desde la perspectiva de la maduración con la cual se toma el poder político y de los lazos interpersonales con los que se evidencia la homogeneidad de un elenco gubernamental, y no solo la voluntad hegemónica del Presidente junto a las dos personas, hermana y asesor, omnipresentes a su lado, nada nuevo hay para decir. Quedan por el camino las huellas del carácter y estilos prevalecientes, manifiestos en despidos como el de la excanciller.
De modo que lo más apropiado para examinar el alejamiento de Mondino es iluminarse con las luces de la tradición y el rigor diplomáticos, y evaluar su proyección en un momento excepcional en el mundo: sociedades de humor a menudo indescifrable, radicalización de las novedades tecnológicas y simultaneidad de conflagraciones de gravedad extrema.
Mondino toleró sin pestañear situaciones como la que dejó perplejos a los observadores cuando la vieron marginada, durante el G-7, de la entrevista de Milei con el presidente Macron. Estuvo al lado de este, en cambio, el embajador en Washington y nuevo ministro de Relaciones Exteriores, Gerardo Werthein.
Mondino es una dama de la alta burguesía cordobesa, conocida por el dominio de la economía, pero no por su versación en los intersticios del Palacio San Martín o en las arduas sutilezas de un lenguaje más vasto e inasible que el de los números. De haberlo controlado, no habría caído en infortunios como el de soltar la típica frase de café de que “todos los chinos son iguales”. O haber ignorado, en un tema tan sensible, la diferencia sustancial que media entre “los deseos” y “los intereses” de los ocupantes de las Malvinas. Con todo, se ha ido sin las debidas muestras de consideración de un gobierno al que fue leal. Se trasunta eso de su confesión de que antes del entredicho sobre el voto argentino referido al embargo de los Estados Unidos a Cuba había consultado a la Casa Rosada, aunque no precisamente al Presidente.
Si la causa real de su despido ha sido no haberse plegado a la aislada adhesión de Israel a la posición norteamericana, es porque en el centro del poder en la Argentina se desconoce el juego de los matices, de los énfasis y hasta de los silencios, imperiosos en la vida diplomática desde los tiempos del cardenal Richelieu. ¿Cómo era posible, en efecto, que el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, los países más confiables para la política permanente de los Estados Unidos en el planeta, los países con los que comparte el tesoro de grandes secretos estratégicos, hubieran votado de manera diferente de los representantes de Washington?
Ha sido posible porque en el ámbito internacional hay votaciones que en verdad cuentan –lo serían hoy las cuestiones sobre Venezuela o Nicaragua– y votaciones rituales en las que un país tiene capacidad para sopesar cada decisión según otros temas de tanta o más relevancia para sus intereses. Asegurar, por ejemplo, el voto mayoritario desde 1965 para que la Argentina y el Reino Unido se sienten a debatir sobre el diferendo abierto en 1833 cuando este se apoderó por la fuerza del archipiélago. Lo que no debe hacerse en política exterior es ser más papista que el Papa. ¿O es que el gobierno argentino ignora que Chevron opera en Venezuela y esta, aun con una producción reducida en comparación con los buenos tiempos, deriva a Cuba algo del petróleo que compra?
ha ejercido una crítica la nacion consistente del régimen feroz instaurado por Fidel Castro en 1959 en Cuba con la asistencia de un argentino, el llamado Che Guevara. El marketing político de la izquierda supuestamente romántica nunca consiguió que olvidáramos el deleite con el que Guevara ordenaba, como supervisor de la prisión habanera de La Cabaña, en los primeros tiempos de la revolución, la ejecución de adversarios ni tampoco lo que urdió hasta su muerte para abrir frentes revolucionarios en la Argentina.
Con los años tomamos en cuenta otras opiniones: Armando Ribas, cubano, economista liberal que vivió por años aquí, entendía que el embargo norteamericano sobre Cuba la favorecía políticamente y poco aportaba como elemento de presión económica. La Argentina se sumó hace tiempo –días atrás, fueron 187 países– a los que emiten en la Asamblea General de las Naciones Unidas su voto contra el embargo. Otra será su posición, necesariamente, cuando deba decidirse a breve plazo en Ginebra sobre el estado de los derechos humanos en Cuba.
El presidente Milei ha demostrado que puede recapacitar sobre los errores. Lo hizo respecto de lo que prometía ser su política hacia China o de su relación personal con el Papa, a quien había destratado en la campaña. En su visita ulterior al Vaticano, seguramente conversó con Bergoglio sobre la redefinición de la vieja Secretaría de Culto, tan asociada en sentido histórico a las raíces católicas de la Argentina. Milei dispuso aditar al nombre de Culto la palabra “Civilización”, extraña para bautizar en cualquier parte a una secretaría de Estado, pero no para un místico religioso como el Presidente, que cree, no sin razón, en la existencia de una civilización judeocristiana que nos aúna.
Sería como ignorar el valor de la deuda occidental con la antigua Grecia y la grandiosidad arquitectónica del derecho romano que heredamos. La sensibilidad del Presidente impregna de tal manera la reformulación de la política exterior que el viernes último, en la primera comisión de la Asamblea de la ONU, en una cuestión sobre desarme que rozaba asuntos del Medio Oriente, la Argentina votó junto a Israel frente a 172 países que lo hicieron de otra manera. Estados Unidos, entre ellos.
El nuevo canciller ha cumplido un oficio de malabarista. Habiendo sido quien impulsó, y convenció junto con Mondino a Ricardo Lagorio, destacado embajador de carrera ya en retiro, a asumir la jefatura de la misión ante la ONU, tuvo por igual protagonismo en su defenestración.
Werthein estuvo en la campaña electoral cerca de Milei, pero sus antecedentes más remotos resultan difusos para poder encasillarlo. Fue en 1989 administrador de los fondos recaudados para la campaña de Eduardo Angeloz, radical, en oposición a Carlos Menem. Padeció en esa función desencuentros que aún se memoran en la UCR. Hay más claridad, en cambio, en cuanto a sus declaraciones de 2011, hacia finales del primer período de Cristina Kirchner. Allí expresó con frescura que esta llevaba “muy bien” las riendas del país y que era “una persona que escucha y motiva”.
Werthein será el hombre llamado a ejecutar la orden de Milei de auditar el Servicio Exterior y expurgarlo de los “comunistas” que anidan en sus filas. El anuncio sobre purgas se ha hecho sin la anestesia que suele preceder estos casos tal vez porque no existen dudas de que los ingresantes en el Instituto del Servicio Exterior de la Nación fueron por años sometidos a un adoctrinamiento kirchneristachavista descarado. Lo develan ejemplos como el de que una persona de la catadura política de Hebe de Bonafini diera clases en el instituto de formación de diplomáticos.
Werthein deberá supervisar en estas circunstancias una tarea que no admite caer en el macartismo que algunos denuncian por estas horas: exige versación, respeto por las personas y la ley. A esta altura, acaso de lo más destacable de la política exterior de Milei hayan sido la visita de la general Laura Richardson, jefa del Comando Sur de los Estados Unidos, y el viaje de ambos a Ushuaia, y la compra de aviones F16 a Dinamarca con guiño favorable de Estados Unidos y actualización tecnológica de la que Ucrania ha sido privada.
La ductilidad y el sano criterio en las decisiones constituyen datos insoslayables tanto en la política exterior como en los asuntos internos de un país. El Gobierno tiene hombres que lo saben. Basta que los escuche y se vacune, dicho sea de paso, contra la neurosis contagiosa de consejeros convencidos, con jactancia de aprendices de brujo, de que las grandes reformas que el país requiere serán imposibles de realizar sin demoler antes al periodismo que ha conferido lustre a la Argentina en los dos últimos siglos.
La ductilidad y el sano criterio en las decisiones constituyen datos insoslayables tanto en la política exterior como en los asuntos internos de un país
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