KEVIN BERDI
EL ARQUITECTO ENCONTRÓ EN EL DIBUJO UNA FORMA DISTINTA DE CREAR AL DETALLE EDIFICIOS Y CIUDADES
María Eugenia Mastropablo —desde la imaginación Las construcciones que aparecen en las obras del Kevin Berdi no se basan en paisajes reales, sino que son ciudades que él imagina: “situaciones imposibles que engañan al ojo”, dice.
Kevin Berdi sorprende con enormes figuras geométricas que, al mirarlas de cerca, esconden pequeñas y misteriosas ciudades en su interior. Jugando con distintas perspectivas, este artista y arquitecto de 32 años utiliza trazos cortos para dar forma a estas detalladas metrópolis sobre el lienzo.
“Trato de fusionar la arquitectura y el arte de una manera poco tradicional. En mis cuadros no vas a encontrar el típico paisaje de una ciudad o planos realistas de edificios. Me gusta plantear una ciudad surreal y que el edificio ya no sea un edificio, sino que se convierta en un objeto de la geometría, algo más abstracto”, cuenta.
Si bien tuvo habilidad para el dibujo desde siempre, al momento de realizar sus obras, se vale de los recursos y técnicas que aprendió en la Facultad de Arquitectura de la UBA. “Mi mamá siempre me cuenta que ya en el jardín las profesoras se sorprendían porque pintaba los dibujitos sin salirme de la línea. Era muy prolijo”, recuerda. Ya en su adolescencia, al momento de elegir su escuela secundaria, el artista se inclinó por una técnica, y egresó con el título de maestro mayor de obras. De ahí, sin escalas, ingresó a la carrera de Arquitectura.
“Me recibí en 2017 y creo que ahí empecé a llevar la pintura hacia este lado, porque con la carrera se te va agudizando el ojo. Empecé también a observar la vida cotidiana con mayor detenimiento, suelo ir mirando hacia arriba, prestando atención a los edificios. Todo eso me encaminó hacia lo que hoy en día son mis pinturas, que tienen rayitas y detalles hasta cansarte”, asegura.
En cuanto a su proceso creativo, Berdi continúa: “Siempre uso los conceptos técnicos que me dio la facultad, como la perspectiva y los puntos de fuga. Hoy son cosas que quizás ya las hago un poco a ojo, pero los puntos de fuga me ayudan a inventar nuevos edificios. Por ejemplo, si quiero hacer un ‘efecto lupa’ sé que son cinco puntos de fuga: uno en el medio y cuatro en las puntas. A partir de ahí, empezás a crear líneas”.
Las construcciones que aparecen en las obras del artista no se basan en paisajes reales sino que son ciudades que él imagina. “Muchas veces me dicen que tal edificio se parece a uno que vieron en Londres o en París. La realidad es que quizás sean parecidos porque me quedaron en la cabeza, pero lo cierto es que, al momento de dibujar, yo los invento. También suelen decirme que mis obras les recuerdan a las de Maurits Cornelis Escher (artista neerlandés, 1898-1972). Creo que hay un punto en común con él y es que ambos imaginamos ‘situaciones imposibles’ que engañan al ojo”.
En 2019, Berdi sufrió un accidente laboral que no solo lo llevó a replantearse varios aspectos de su vida personal, sino también de su pintura. “Estaba reformando una juguetería y me caí de un techo. La realidad es que yo me mandé mal porque estaba filmando unas grietas que quería arreglar y, de pronto, el techo se vino abajo. Fue un milagro porque caí como de dos o tres pisos de altura y no me hice nada. Solo raspones y unos pocos cortes”.
A partir de ese momento comenzó a tenerle miedo a las alturas y, como forma de sanar, decidió trasladarlo a sus obras. “Hoy vivo en un piso diez y todavía me cuesta bastante acercarme a la baranda. Esto lo llevé a mis pinturas, a mostrar el vértigo desde distintos puntos de vista. En Big Bang, una de mis pinturas, hay una esfera de la que salen edificios hacia todos lados. Vos la mirás y pareciera que está en movimiento”.
Con esta idea en mente, el artista destaca que se encuentra investigando nuevas herramientas tecnológicas para incluirlas en su propuesta artística. “Estuve probando la impresión 3D en uno de mis cuadros para que los edificios salgan hacia afuera de verdad. Tengo otra obra que funciona con anteojos VR (de realidad virtual). Con ellos podés meterte adentro del cuadro y moverte. La idea siempre es esa, que haya movimiento”.
Gracias a su primera participación en la feria BADA (Buenos Aires Directo de Artista), Berdi logró una mayor repercusión con sus obras y fue convocado por distintas marcas para trabajar en conjunto. Entre ellas, bodegas y marcas de perfumes. “En la actualidad, el artista es su propia marca y debe crear una identidad fuerte para que lo reconozcan. Para eso está bueno que todo esté intervenido con mi arte”.
Su inclusión en un círculo más amplio lo llevó a participar de la gala solidaria de Asociar, en la que una de sus obras se subastó por tres millones de pesos. La pintura The circle of life “tenía que ver con la idea del evento y ‘las vueltas de la vida’. Era una especie de círculo que giraba, empezaba, terminaba y volvía a empezar”.
El último proyecto que lo entusiasmó fue una exhibición en la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Para la muestra Urbanismo en Buenos Aires preparó un cuadro con el edificio de la Legislatura. También participaron Tomás Baisi, con dibujos más realistas; la ilustradora Mariel Ros, y Nino Fotos, que hace fotografías con drones. Todos trabajaron la temática de la ciudad, la esencia de Kevin Berdi.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
Reaccionarios contra liberales
aruro pérez-reverte @perezreverte
Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones).
De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos, escribió.
A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (los 100.000 hijos de San Luis los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo).
En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad.
Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar.
León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo), Pío VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.
Kevin Berdi sorprende con enormes figuras geométricas que, al mirarlas de cerca, esconden pequeñas y misteriosas ciudades en su interior. Jugando con distintas perspectivas, este artista y arquitecto de 32 años utiliza trazos cortos para dar forma a estas detalladas metrópolis sobre el lienzo.
“Trato de fusionar la arquitectura y el arte de una manera poco tradicional. En mis cuadros no vas a encontrar el típico paisaje de una ciudad o planos realistas de edificios. Me gusta plantear una ciudad surreal y que el edificio ya no sea un edificio, sino que se convierta en un objeto de la geometría, algo más abstracto”, cuenta.
Si bien tuvo habilidad para el dibujo desde siempre, al momento de realizar sus obras, se vale de los recursos y técnicas que aprendió en la Facultad de Arquitectura de la UBA. “Mi mamá siempre me cuenta que ya en el jardín las profesoras se sorprendían porque pintaba los dibujitos sin salirme de la línea. Era muy prolijo”, recuerda. Ya en su adolescencia, al momento de elegir su escuela secundaria, el artista se inclinó por una técnica, y egresó con el título de maestro mayor de obras. De ahí, sin escalas, ingresó a la carrera de Arquitectura.
“Me recibí en 2017 y creo que ahí empecé a llevar la pintura hacia este lado, porque con la carrera se te va agudizando el ojo. Empecé también a observar la vida cotidiana con mayor detenimiento, suelo ir mirando hacia arriba, prestando atención a los edificios. Todo eso me encaminó hacia lo que hoy en día son mis pinturas, que tienen rayitas y detalles hasta cansarte”, asegura.
En cuanto a su proceso creativo, Berdi continúa: “Siempre uso los conceptos técnicos que me dio la facultad, como la perspectiva y los puntos de fuga. Hoy son cosas que quizás ya las hago un poco a ojo, pero los puntos de fuga me ayudan a inventar nuevos edificios. Por ejemplo, si quiero hacer un ‘efecto lupa’ sé que son cinco puntos de fuga: uno en el medio y cuatro en las puntas. A partir de ahí, empezás a crear líneas”.
Las construcciones que aparecen en las obras del artista no se basan en paisajes reales sino que son ciudades que él imagina. “Muchas veces me dicen que tal edificio se parece a uno que vieron en Londres o en París. La realidad es que quizás sean parecidos porque me quedaron en la cabeza, pero lo cierto es que, al momento de dibujar, yo los invento. También suelen decirme que mis obras les recuerdan a las de Maurits Cornelis Escher (artista neerlandés, 1898-1972). Creo que hay un punto en común con él y es que ambos imaginamos ‘situaciones imposibles’ que engañan al ojo”.
En 2019, Berdi sufrió un accidente laboral que no solo lo llevó a replantearse varios aspectos de su vida personal, sino también de su pintura. “Estaba reformando una juguetería y me caí de un techo. La realidad es que yo me mandé mal porque estaba filmando unas grietas que quería arreglar y, de pronto, el techo se vino abajo. Fue un milagro porque caí como de dos o tres pisos de altura y no me hice nada. Solo raspones y unos pocos cortes”.
A partir de ese momento comenzó a tenerle miedo a las alturas y, como forma de sanar, decidió trasladarlo a sus obras. “Hoy vivo en un piso diez y todavía me cuesta bastante acercarme a la baranda. Esto lo llevé a mis pinturas, a mostrar el vértigo desde distintos puntos de vista. En Big Bang, una de mis pinturas, hay una esfera de la que salen edificios hacia todos lados. Vos la mirás y pareciera que está en movimiento”.
Con esta idea en mente, el artista destaca que se encuentra investigando nuevas herramientas tecnológicas para incluirlas en su propuesta artística. “Estuve probando la impresión 3D en uno de mis cuadros para que los edificios salgan hacia afuera de verdad. Tengo otra obra que funciona con anteojos VR (de realidad virtual). Con ellos podés meterte adentro del cuadro y moverte. La idea siempre es esa, que haya movimiento”.
Gracias a su primera participación en la feria BADA (Buenos Aires Directo de Artista), Berdi logró una mayor repercusión con sus obras y fue convocado por distintas marcas para trabajar en conjunto. Entre ellas, bodegas y marcas de perfumes. “En la actualidad, el artista es su propia marca y debe crear una identidad fuerte para que lo reconozcan. Para eso está bueno que todo esté intervenido con mi arte”.
Su inclusión en un círculo más amplio lo llevó a participar de la gala solidaria de Asociar, en la que una de sus obras se subastó por tres millones de pesos. La pintura The circle of life “tenía que ver con la idea del evento y ‘las vueltas de la vida’. Era una especie de círculo que giraba, empezaba, terminaba y volvía a empezar”.
El último proyecto que lo entusiasmó fue una exhibición en la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Para la muestra Urbanismo en Buenos Aires preparó un cuadro con el edificio de la Legislatura. También participaron Tomás Baisi, con dibujos más realistas; la ilustradora Mariel Ros, y Nino Fotos, que hace fotografías con drones. Todos trabajaron la temática de la ciudad, la esencia de Kevin Berdi.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
Reaccionarios contra liberales
aruro pérez-reverte @perezreverte
Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones).
De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos, escribió.
A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (los 100.000 hijos de San Luis los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo).
En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad.
Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar.
León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo), Pío VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.