Un conflicto innecesario entre el Gobierno y la universidad pública
Reflexión. A la disputa se han subido los oportunistas de siempre; es deseable que todas las partes encuentren un punto de equilibrio para evitar una confrontación estéril Fernando Tomeo
Hace 36 años que soy docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en el Departamento de Derecho Económico Empresarial. Para ejercer tan digna profesión completé la carrera docente en dicha facultad (desde el grado más bajo) y me recibí de profesor para nivel secundario y universitario, con especialización en el área jurídica, en la Escuela de Educación de la Universidad Austral.
Para acceder al cargo de adjunto regular en la UBA se requiere concursar. El concurso supone rendir un examen de oposición ante un jurado imparcial (designado entre distintos juristas expertos en una materia determinada), en un máximo de 20 minutos (ni uno más ni uno menos), a lo que se suman los antecedentes académicos de cada postulante (papers, libros, actuación profesional, etc.): sin antecedentes y cierta carrera académica es muy difícil aprobar un concurso.
Para ejercer la docencia en la universidad pública se requieren esfuerzo y vocación, como en cualquier trabajo, oficio o profesión, que lógicamente supone una remuneración razonable. Este es un detalle que no puede pasarse por alto en el momento que estamos viviendo: nadie regala nada y nadie pretende que se lo regalen.
En todos estos años han pasado por mi aula de la universidad pública más de 5000 alumnos aproximadamente. Entre ellos, personas de distintas edades y distintos estratos sociales (principalmente clase media baja y media), desde taxistas y colectiveros hasta jueces y funcionarios del Poder Judicial y del Legislativo, pasando por modelos publicitarias, escritores, autores de textos, pensadores, periodistas, representantes de futbolistas y artistas, y lógicamente, muchos políticos.
Uno de los grandes aprendizajes al tratar con tantos alumnos –que los años de experiencia permiten sondear con una mirada– es constatar el deseo ferviente de progresar, de que se les abra una puerta, de contar con una herramienta de trabajo y de cumplir el sueño familiar de “mi hijo el doctor”: muchos no solo estudian por ellos, también lo hacen por sus padres y madres, que no pudieron acceder a una educación universitaria y que los ayudan, como pueden, a estudiar.
Esas caras, de chicos de 20 años promedio, profesan emoción, ilusión y empeño: muchos de ellos
La mayoría de los alumnos (se podría decir que un 90% en la Facultad de Derecho) encara los estudios con ganas y expectativas de alcanzar un sueño
hacen grandes esfuerzos para cumplir su sueño cuando viajan a diario, para tomar clases, desde Escobar, Lanús, Quilmes, o deciden aterrizar en un departamento alquilado en CABA desde cualquier localidad de la provincia de Buenos Aires (Junín, Tres Arroyos, 25 de Mayo) o cualquier otra provincia de nuestro país.
Nuestra obligación como docentes es ayudar a crecer a esos alumnos como personas, independientemente del contenido de cada materia en particular, sin adoctrinamientos y respede tando el pensamiento crítico.
Tal como refiere Tomás Alvira, “educar es ayudar a crecer”: el docente ayuda al alumno a desarrollarse como persona, a desplegar sus potencialidades, a crecer moral y espiritualmente. Esta afirmación conlleva la idea de que una persona se constituye en brújula de otra cuando colabora con su crecimiento personal, cuando deja rastro, cuando toca su vida, y eso supone una colaboración responsable y activa con el alumno para alcanzar tal fin.
Vale la pena resaltar estas ideas ante el conflicto universitario que estamos transitando: para ocupar un cargo de profesor universitario se requiere esfuerzo (aun con designaciones provisorias) y para acceder a un cargo como el de adjunto regular es necesario concursar, con los alcances indicados, lo cual debería suponer una remuneración de mínimo sustento; además, la mayor parte de los alumnos (se podría decir que un 90% en la Facultad de Derecho) encara los estudios con ganas y expectativas de alcanzar un sueño y una posibilidad de crecimiento profesional y personal. La mayoría de los mortales no nacemos en cuna de oro ni mucho menos.
Teniendo en cuenta estas ideas, en la Facultad de Derecho de la UBA se ha construido una suerte de familia entre profesores y alumnos, sellada por la marca del orgullo: es un orgullo pertenecer a nuestra facultad y a la universidad pública y gratuita; alcanza con concurrir a los actos de colación de grado para constatar lo que expongo.
Hace algún tiempo, en un acto de colación, un alumno, de unos 70 años aproximadamente, me pidió que le entregara su título universitario (es usual que los alumnos elijan algún profesor que hayan tenido durante la carrera para que les entregue su título de graduación). Ese hombre, luego de recibir su título, se volvió hacia el público (unas 200 personas, familiares de los flamantes graduados), besó el título recibido, elevó la mirada hacia arriba, hacia el cielo, y gritó: “Para vos viejo, gracias UBA”.
Esta experiencia emocionante da la pauta de que la universidad pública transciende cualquier interés. Más: seguramente, quien se tome la molestia de ingresar en algún aula de nuestra facultad y preguntar a cualquier alumno comprobará que todos estamos orgullosos pertenecer a la UBA. El “orgullo UBA” no se trata de fanatismo, sino de cariño, de reconocimiento y de agradecimiento a quien le dio a uno una oportunidad. Todos recordamos a quien nos tendió su mano en algún momento de nuestra vida. Se trata de familia. Este concepto es el que ha llevado a miles de jóvenes, profesores y familias a marchar y apoyar una recomposición salarial para docentes y no docentes, y constituye una cara de la moneda.
La otra cara de la moneda está dada por el hecho, muy probable, por cierto, de que existan cuestiones a evaluar, corregir y modificar en el ámbito de la universidad pública: es absolutamente lógico y necesario que los órganos de control auditen dicha institución y que se apliquen las correcciones, modificaciones y penalidades que puedan corresponder, aun en el ámbito judicial. La postura del Gobierno, en este sentido, es lógica y respaldada por la ciudadanía, en general.
Por otro lado, el conflicto ha derivado en que gran parte de los ciudadanos y estudiantes se manifiesten en la necesidad de establecer aranceles a extranjeros no residentes (o sin acuerdo de reciprocidad educacional con sus países de origen): una cuestión opinable que queda en manos del Congreso, eventualmente, o de la autoridad que corresponda
Finalmente, con relación al actual estado de cosas, se han subido al conflicto los oportunistas de siempre, a los que todos conocemos: ya sabemos quiénes juegan ese partido, aunque, lamentablemente, algunos no puedan reconocerlos.
Este conflicto innecesario ha sumergido a distintos sectores de la sociedad civil y política “en un mismo lodo, todos manoseaos”, al decir del maestro Discépolo; un “cambalache” donde nadie gana y todos pierden. Por eso es dable esperar un espacio de reflexión por parte de todos los jugadores que dominan las dos caras de esta moneda, en el que puedan encontrar un punto de equilibrio que evite una confrontación innecesaria en un momento en que el Gobierno ha obtenido indiscutidos logros y objetivos, debidamente ejecutados, preservando el acuerdo de quienes han apoyado este cambio y sus costos, pero que no pueden aceptar que se le corte las piernas a “m’hijo el dotor”
Abogado y consultor en Derecho Digital; profesor de la Facultad de Derecho de la UBA y de la UA
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Malvinas: luchar contra la mentira
Seguir invocando la figura de delito de lesa humanidad es sumarse a una peligrosa moda adoptada de manera irresponsable para defender lo indefendible
“La banalidad del mal” fue la frase acuñada por Hannah Arendt en su libro Eichman en Jerusalén, donde aborda el juicio al genocida y ahonda en su personalidad, destacando la ausencia de rasgos criminales o antisemitas en el condenado y atribuyéndole su accionar al deseo de ascenso de un simple burócrata. Bien podría aplicarse dicha expresión a la insistencia de algunos fiscales del fuero federal que continúan peticionando la calificación de lesa humanidad para hechos de supuesto maltrato a conscriptos en la Guerra de Malvinas.
El fiscal de Río Grande Marcelo Rapoport pidió la detención de 10 militares por supuestos hechos registrados en 1982. Afirma que “las torturas en Malvinas fueron una práctica generalizada a la que fueron sometidos los conscriptos”.
La gran mayoría de los casos denunciados que se pretende encuadrar dentro de esta categoría involucran inmovilización y “estaqueamientos” –o “calabozo de campaña”– del subalterno ante actos de grave indisciplina, insubordinación, robos o de cobardía como modalidad del arresto o sujeción ante la inexistencia en el terreno de un establecimiento donde mantener prisionero al infractor.
Los denunciantes y el fiscal invocan esa calificación con el indisimulable propósito de burlar la prescripción de hechos supuestamente acaecidos hace más de 40 años, garantía que no opera para los delitos definidos en el Estatuto de Roma como de “lesa humanidad”. La prescripción es una institución nacida del derecho romano hace más de 20 siglos que impide accionar judicialmente cuando hubiere transcurrido un determinado lapso fijado por las leyes. Actúa para dotar de orden y celeridad a los procesos judiciales y como garantía individual ante persecuciones injustas o irrazonables. Las primeras denuncias sobre maltrato Malvinas se radicaron 25 años después de los hechos, cuando ya había operado la prescripción, violando también la garantía que asiste a los acusados de ser juzgados en un plazo razonable.
Los primeros juicios por crímenes de lesa humanidad se celebraron en 2006 tras la reapertura de las causas ligadas a delitos cometidos por agentes estatales en la lucha armada de los 70. Estos fallos contra militares y fuerzas de seguridad dieron lugar al fabuloso negociado de millonarias indemnizaciones repartidas por el gobierno a cualquier persona que alegara haber sido víctima de brutalidad policial o militar antes o durante la última dictadura militar, en muchos casos sin probanzas y en otros en juicios amañados que se prolongan aún en el presente, como el denominado “Subzona III”, iniciado días atrás en Mar del Plata.
Agrupados en organizaciones de excombatientes apoyadas por el gobierno kirchnerista y acompañados por las tan ideologizadas como cuestionadas organizaciones de derechos humanos argentinas, con su carga de odio y venganza hacia las Fuerzas Armadas, los reclamantes sostienen que los hechos constituyeron una continuidad de los métodos ilegales con que las FF.AA. reprimieron el terrorismo guerrillero. La descabellada afirmación parte de considerarlas una organización delictiva, una cuestión que ya abordamos en otras columnas editoriales al mencionar que la Corte Suprema de Justicia había determinado la improcedencia de la apertura de una causa penal por hechos de hace cuatro décadas.
Entre las sustanciales diferencias que vuelven inadmisibles, por absurdos, esos argumentos, la más notoria es que en los casos hoy planteados falta la clandestinidad. A diferencia de los métodos por los que fueron condenados los comandantes del Proceso, los arrestos en Malvinas obedecieron a órdenes emanadas de superiores perfectamente identificados y, en todos los casos, fueron la respuesta ante actos de indisciplina o delitos cometidos por subalternos, contemplados en los reglamentos militares y agravados por haber ocurrido en un escenario de guerra.
Seguir invocando la figura de delito de lesa humanidad es sumarse a una peligrosa moda adoptada irresponsablemente por distintos agentes para defender una tan perversa como redituable matriz. El artículo 7° del Estatuto de Roma establece claramente que para que el homicidio, la tortura o una privación ilegal de la libertad puedan ser considerados delitos de lesa humanidad deben haber sido cometidos “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”. Las supuestas víctimas de los hechos bajo investigación denunciados en Malvinas no eran “población civil”, sino ciudadanos sujetos normativamente al estado militar en tiempos de guerra.
Hannah Arendt usaría la frase del comienzo para destacar los procederes de quien seguía órdenes y daba instrucciones sin reflexionar sobre sus consecuencias. En esta banalidad ha caído el representante del Ministerio Público Fiscal, que insiste en su ilegal postura hacia oficiales y suboficiales de las FF.AA. combatientes en las islas, postura que fue acompañada en su momento por las secretarías de Derechos Humanos nacional y de la provincia de Buenos Aires.
Es de esperar que el procurador general de la Nación y las máximas autoridades de ambas secretarías de Estado instruyan a sus subordinados para que cesen en este peligroso extravío lógico, ideológico y jurídico, detrás del cual se esconden nefastas intenciones que nada tienen que ver con el ideal de justicia y, mucho menos, con el derecho que nos rige.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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