No confundir a Javier Trump con Donald Milei
Pertenecen al mismo club político, pero no representan fenómenos idénticosPor Sergio Suppo
Es tan grande la tentación detonada por las aparentes coincidencias como equivocado establecer parangones ahí donde hay realidades de dimensiones muy diferentes y fenómenos de orígenes distintos. Es fácil confundirse y hacer una traducción lineal entre el fenómeno de la resurrección de Donald Trump y la aparición de Javier Milei.
Por lo mismo, no debe ignorarse que acaba de producirse una posibilidad sin muchos precedentes: es la primera vez que un presidente de Estados Unidos y otro de la Argentina coinciden en pertenecer al mismo club político global, unidos por la bandera de derribar las viejas formas y arremeter contra los sistemas tradicionales de poder en los países en nombre de un acentuado populismo conservador.
Carlos Menem llegó cuando Ronald Reagan se había ido y entonces nadie pudo decir que ambos militaban bajo los mismos colores. Lo que en verdad ocurrió fue que el argentino tomó las herramientas y políticas de aquel carismático actor de Hollywood que pasó a la historia como el presidente norteamericano que presenció el hundimiento de la Unión Soviética. El riojano mantuvo una relación estrecha con golf y tenis incluidos con George Bush, el sucesor de Reagan.
A imagen y semejanza de Menem, Milei propuso una relación de alineamiento pleno con Washington aun sin saber si se cumpliría su deseo de coincidir con Trump en el poder. La dimensión del acercamiento con los Estados Unidos incluye una purga ideológica en la Cancillería que empezó por la propia canciller Diana Mondino, siguió con varios funcionarios y todavía no alcanza a saberse si será más que un anuncio para los diplomáticos de carrera.
El libertario irrumpió en la política local por causas similares, aunque no iguales al resurgimiento de Trump. Y con un libreto idéntico: promesa de construcción a partir de una demolición previa, desprecio por los adversarios y negación del valor del periodismo.
El catálogo de insultos y de reacciones airadas invitan a imaginar que responden a un mismo esquema premeditado. Ninguno actúa de sí mismo; son auténticamente así: ásperos, egocéntricos y portadores de un nuevo sentido común que niega los cánones establecidos al momento de sus llegadas.
Lo que sigue es el conocimiento entre ambos, que por ahora no pasó de un saludo entre bambalinas en un acto conservador en los Estados Unidos. Uno recién llega; el otro acaba de regresar sin haber perdido protagonismo desde que irrumpió y rompió los moldes de la circunspección norteamericana.
Es mucho más esperable que Milei llegue a Trump por las afinidades de estilos que por la prioridad que el nuevo gobierno republicano le puede dar a América Latina.
México, para empezar, por la relevancia del intercambio comercial y la frontera compartida, como el resto de los países centroamericanos que aportan migrantes en cantidad, aparecen como asuntos más próximos al interés de Trump de ofrecer soluciones espectaculares a problemas complejos. En ese caso todo tiene más que ver con una respuesta a una demanda interna –la inmigración– que a un asunto de política exterior.
Como candidato, el gran ganador del martes prometió intervenir de verdad en la complicada trama del narcotráfico mexicano que distribuye y ahora también produce drogas en Estados Unidos. ¿Será una promesa al estilo del de la construcción del muro fronterizo de su primer mandato?
La dimensión de los compromisos de Trump es inversamente proporcional a la posibilidad de cumplirlos. Sin precedente en los últimos 130 años de política en los Estados Unidos, el regreso del magnate tras una derrota es hijo de una ola de impaciencia y hartazgo que impulsa a los electorados de distintos países a cambiar radicalmente y a toda velocidad de gobernantes y de recetas.
Abundan los presidentes y primeros ministros nacidos fuera de partidos tradicionales, aquí y allá. En Francia y en Italia, como en Chile o la Argentina. Trump primero capturó al partido republicano y luego avanzó hasta exportar nuevos libretos aplicados en nombre del cambio de paradigmas y de las soluciones rápidas.
El freno institucional del sistema estadounidense morigeró sus impulsos intempestivos y bloqueó el intento de no reconocer su derrota en 2020 e influir para un sangriento y patético asalto al Capitolio. Ahora regresó recargado, con el control de las dos cámaras del parlamento, más una mayoría conservadora en la Corte Suprema establecida durante su anterior mandato.
El contagio que puede provocar un presidente en Washington que bordea lo autocrático no será sin embargo causa sino efecto de procesos similares. La crisis de las formas democráticas antecede al éxito de personajes como Trump en Europa y América, y son una explicación que no podría ser nunca una justificación.
La acción por imitación nunca será del todo posible en tanto haya contextos distintos que la hagan posible o lo eviten. Milei convive con un sistema político en ruinas que está en proceso de volver a vertebrarse con él como uno de sus principales protagonistas.
Es así como el afianzamiento del presidente libertario depende en parte de alguna colaboración concreta de Trump. Al fin, fue en los tiempos de su primer mandato que Mauricio Macri, con quien tenía un conocimiento previo, consiguió como un salvavidas de plomo el enorme crédito del Fondo Monetario Internacional.
Ni Milei ni ningún otro presidente argentino viajará por lo mismo a Washington, pero está claro que contar con un aval de la Casa Blanca para un refinanciamiento es una necesidad y también una posibilidad abierta por la común pertenencia a la creciente liga conservadora mundial.
Los argentinos que conocieron a Trump ya le podrían ir advirtiendo a Milei que el nuevo presidente no hace favores sin recibir algo a cambio en el mismo momento.
No servirá de mucho una foto y un abrazo si cuando se queden unos minutos a solas Milei no tiene en la manga una contraprestación para el favor que le pedirá a su álter ego. Trump necesitará mostrar que ha ganado. Y Milei también.
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Con Donald Trump, EE.UU. tomó una decisión arriesgada
Vuelve al poder un hombre que buscará acumular poder y castigar a sus enemigos Comité Editorial del NYTDonald Trump habla en Florida, al día siguiente de ser elegido presidente de Estados Unidos
Losvotantes estadounidenses han tomado la decisión de hacer que Donald Trump regrese a la Casa Blanca, lo que pone a la nación en un rumbo precario que nadie puede predecir del todo.
Los fundadores de este país reconocieron la posibilidad de que algún día los votantes pudieran elegir a un líder autoritario y escribieron salvaguardas en la Constitución, incluyendo poderes para las otras dos ramas del gobierno a fin de ejercer un control sobre un presidente que podría manipular y romper las leyes para servir a sus propios fines. Y promulgaron una serie de derechos –el más importante, la Primera Enmienda– para que los ciudadanos pudieran reunirse, hablar y protestar contra las palabras y acciones de su líder.
Durante los próximos cuatro años, los estadounidenses deben tener clara la amenaza a la nación y a sus leyes que supondrá su presidente número 47 y estar preparados para ejercer sus derechos en defensa del país y de las personas, leyes, instituciones y valores que lo han mantenido fuerte.
No se puede ignorar el hecho de que millones de estadounidenses votaron por un candidato al que, incluso algunos de sus partidarios más cercanos, le atribuyen profundos defectos. Lo hicieron convencidos de que tenía más posibilidades de cambiar y solucionar lo que consideraban los problemas urgentes de la nación: los precios altos, la afluencia de migrantes, una frontera sur porosa y unas políticas económicas que se han extendido de forma desigual por toda la sociedad. Algunos votaron motivados por una profunda insatisfacción con el statu quo, la política o el estado de las instituciones en general.
Sin embargo, independientemente de lo que haya impulsado la decisión de estos votantes, ahora todos los estadounidenses deberían estar alerta ante un gobierno de Trump, que probablemente dará la mayor prioridad a la acumulación de poder sin control y al castigo de quienes sean percibidos como sus enemigos, dos cosas que Trump ha prometido reiteradamente. Todos los estadounidenses deben insistir en que los pilares fundamentales de la democracia de la nación –incluyendo a los mecanismos de control constitucionales, los fiscales y jueces federales justos, un sistema electoral imparcial y los derechos civiles básicos– sean preservados contra un ataque que él ya ha comenzado y que, según ha dicho, continuará.
A estas alturas, no puede haber malentendidos sobre quién es Donald Trump y cómo pretende gobernar. En su primer mandato y en los años posteriores nos demostró que no respeta la ley, y mucho menos los valores, las normas y las tradiciones de la
democracia. Al tomar las riendas del país, su única motivación evidente es la búsqueda del poder y la preservación del culto a la personalidad que ha construido en torno a sí mismo. Estas tajantes conclusiones son llamativas en parte porque no solo las sostienen sus críticos, sino también aquellos que trabajaron con él de manera más cercana.
Somos una nación que siempre ha superado las pruebas con sus ideales intactos. Las instituciones de nuestro gobierno, fortalecidas tras casi 250 años de disputas, agitación, asesinatos y guerras, se mantuvieron firmes cuando Trump las atacó hace cuatro años. Y los estadounidenses saben cómo contrarrestar los peores instintos de Trump –acciones injustas, inmorales o ilegales– porque lo hicieron, una y otra vez, durante su primer gobierno. Funcionarios públicos, miembros del Congreso, integrantes de su propio partido y personas que él nombró para altos cargos se interpusieron con frecuencia en los planes del expresidente, y otras instituciones, incluida la prensa libre y los organismos independientes encargados de hacer cumplir la ley, lo hicieron rendir cuentas ante el público.
Límites
Trump y su movimiento se han apoderado del Partido Republicano. Sin embargo, también es importante recordar que Trump no puede postularse para otro mandato. Desde el día en que entre en la Casa Blanca, será, de hecho, un presidente saliente. La Constitución lo limita a dos mandatos. El Congreso tiene el poder –y para algunos republicanos ambiciosos, quizá el incentivo– de trazar un rumbo que se aparte de la agenda antidemocrática de Trump, si decide seguirlo.
El resto del mundo también tiene claro quién es el líder que pronto volverá a representar a Estados Unidos en la escena mundial. Los países de la alianza de la OTAN se escandalizaron, durante el primer gobierno de Trump, ante su voluntad de socavar esa larga y valiosa asociación. Pero las naciones europeas, desafiando las predicciones de Trump, no solo se unieron a Estados Unidos ante la invasión rusa de Ucrania, sino que ampliaron sus filas hasta la misma frontera de Rusia.
Para el Partido Demócrata, la acción de retaguardia como oposición política no será suficiente. El partido también debe analizar por qué perdió las elecciones. Tardó demasiado en reconocer que el presidente Joe Biden no era capaz de postularse para un segundo mandato. Y en darse cuenta de que gran parte de su agenda progresista estaba alejando a los votantes, incluidos algunos de los más leales partidarios de su partido. Los demócratas llevan ya tres elecciones luchando por encontrar un mensaje convincente que resuene entre los estadounidenses de ambos partidos que han perdido la fe en el sistema. Si quieren oponerse eficazmente a Trump, debe ser no solo a través de la resistencia a sus peores impulsos, sino también ofreciendo un panorama de lo que harían para mejorar la vida de todos los estadounidenses.
Lealtad absoluta
El presidente electo ha prometido rodearse en su segundo mandato de colaboradores dispuestos a prometerle lealtad, que estarán dispuestos a hacer todo lo que les ordene. Pero un presidente necesita que el Senado apruebe muchos de esos nombramientos. Los senadores pueden impedir que los candidatos más extremistas o poco calificados ocupen puestos en el gabinete, como los de secretario de Defensa y fiscal general, así como puestos en la Corte Suprema y en la justicia federal. El Senado lo hizo en 2020, cuando bloqueó los intentos de Trump de asignar a personas no calificadas en el consejo de la Reserva Federal, y la cámara no debería dudar en volver a hacerlo.
Tal vez la responsabilidad más importante recaiga en todos aquellos que servirán en un segundo gobierno de Trump. Aquellos que él nombre como fiscal general, como secretario de Defensa y para otros altos cargos de liderazgo deben esperar que él pueda pedirles que lleven a cabo actos ilegales o violen sus juramentos a la Constitución en su nombre, como hizo en su primer mandato. Les instamos a reconocer que su primera lealtad es hacia su país. Enfrentarse a Trump es posible, y es el deber de todo servidor público cuando sea apropiado.
Sin embargo, la responsabilidad final de garantizar la continuidad de los valores perdurables de Estados Unidos recae en sus votantes. Quienes apoyaron a Trump en estas elecciones deberían observar de cerca su conducta en el cargo para ver si coincide con sus esperanzas y expectativas. Si no es así, deberían dar a conocer su decepción y votar en las elecciones intermedias de 2026 y en las de 2028 para volver a encarrilar el país. Quienes se opusieron a él no deben dudar en hacer sonar las alarmas cuando abuse de su poder, y si intenta tomar represalias contra sus críticos, el mundo estará observando.
Benjamin Franklin advirtió al pueblo estadounidense que la nación era “una república, si pueden conservarla”. La elección de Trump supone una grave amenaza para esa república, pero no determinará el destino a largo plazo de la democracia estadounidense. Eso sigue en manos del pueblo estadounidense. Es el trabajo de los próximos cuatro años
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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